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Los toros del Batán: aires de cambio

Algo ha cambiado aquí, en la fiesta, donde ciertos aires de seriedad hacen presagiar importantes acontecimientos. Aquél que se quiso tomar a broma la fiesta de toros en Madrid (un año nada más tardó en desvalorizar la plaza), con dos pasadas ha quedado en el olvido. De momento, hay toros. Lo que se ha visto en El Batán los primeros días, tiene importancia.Hasta ayer mismo (una temporadita atrás), Pablorromeros, Miuras (cuando venían) y Victorinos, eran las estrellas del recinto, y lo demás bajaba bastante, cuando no era trampa ruin. Hoy -a principios de semana- las estrellas son esos cárdenos de Hernández Pla, nada aparatosos, nada grandes, nada cornalones a lo veleto, pero con trapío, en el tipo estricto de la casa, serios, magníficamente criados. Lo cual dice bien del escrúpulo ganadero, pero dice aún más bien de la maltratada afición, a la que difamadores califican de retorcida y exagerada, y la acusan, injustamente, de exigir «la feria del árbol», «elefantes», y demás disparates que dicen los taurinos en su jerga. Lo cual no es cierto, naturalmente. La aficción de Madrid tiene las ideas claras respecto al trapío del toro: reclama el debido, y punto.

Muy pocos años atrás, cuando la ola turística, la obsesión cordobesista, la mangancha, el imperio del fraude, en la venta de El Batán se solía oír aquello de «qué bonito es el toro pío» y «vaya carné de identidá tiene ese toro marrón» (referido a ya se sabe qué, por abajo). Allí nadie parecía entender nada, ni importarle, y unas elites reducidísimas de iniciados en la materia deambulaban por los senderos de la Casa de Campo farfullando pecados acerca de la bochornosa presentación del ganado.

También durante la época, en el paseo ante las corraletas se escuchaba, de tarde en tarde, el sentencioso susurro que ha sido cantilena, santo y seña entre los aficionados durante cuarenta años de toreo: «Aquí falta autoridad». Hermosa paradoja, pues la denuncia, por supuesto soterrada, se hacía en tiempos de dictadura. La autoridad, no se sabe cómo, llegó a la fiesta. O se dejó traer si, como sospechamos, fue el puro sentido de la supervivencia de los que viven de esto, quienes tras mucho cavilar alcanzaron la conclusión mágica: o arreglamos el toro o el negocio se va a hacer gárgaras. Y arreglaron el toro.

Ya está aquí. Los que se veían días atrás en El Batán parecían abuelos de los que se corrían durante la dictadura y la ola. Quién habría adivinado entonces que las figuras aceptarían ponerse delante de esos Matías Bernardos bien armados, valgan corno ejemplo de presentación discreta, pues no se trata, precisamente, de lo más agresivo que se ha exhibido en el recinto. Hasta las novilladas, expuestas por primera vez en la historia de la venta, tienen más respeto que el toro habitual en las carnestolendas cordobesistas.

Luego están, naturalmente, las individualidades, y los eruditos habrán detectado que el burraco 847, zancudo, bizcocho y mojigato, moquea por el bubonejo, y será verdad. Pero el conjunto -insistimos: lo primero que llegó a El Batán- tenía edad, seriedad y entidad. Dos coloraos -uno de ellos excesivamente abueyado o aboyancado, lo sentimos- descollaban por su capa entre los de Alonso Moreno. Entre los Pablorromeros, anchos de sienes y foscos, abundaban los cárdenos oscuros o entrepelaos, y no venían tan aparatosos como es tradición en esta divisa. Parejos los Guardiolas, sesteaban durante nuestra visita, y la realidad es que no se dejaron examinar. Bonitos -ya hemos dicho- los Hernández Pla, se zurraron la badana con salvaje instinto, y a un cárdeno claro, de bella y luminosa estampa, lo cosieron entre todos a cornadas. La envidia cochina y asunto de faldas, ya se sabe.

Pese a la lluvia y el viento, había numeroso público, paciente y fino observador del pestañear y la lámina de los animales. Los del «toropío», o han aprendido o ahora van al bingo. La fiesta en Madrid vuelve a ser lo que solía, y de nuevo tiene al toro como gran protagonista.

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