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Un ángel sombrío

El día en que Joseph von Sternberg descubrió a su Lola en una humilde revista musical no supo que la carrera de los dos se decidía, unida a la palabra que por entonces comenzaba a animar los pagos mudos del arte del cine. En aquella sorda batalla entre Chaplin y los hermanos Warner, entre lenguas que por vez primera en la pantalla se tornaban barreras al parecer infranquables, este realizador optará por un idioma universal, capaz de unir a públicos dispares.A la sombra de una canción pronto famosa, ante una imagen que oponer a la invasión de Mae West y tantas otras opulencias rotas, sacó a la luz una nueva versión del sexo, hasta entonces inédita, consiguiendo a la vez su primer filme hablado en Europa. Si el sexo americano suponía -formas aparte- unas gotas de ironía maternal capaces de animar la pasión un tanto ingenua de los acostumbrados códigos morales, aquel ángel azul de medias negras sobre la carne rutilante traía consigo, entre el teatro y el naturalismo, un brutal enfrentarse con el hombre.

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Lo de menos fue que Emil Janings, disfrazado de viejo profesor, se enamorara de aquella Lola. Lola en un cabaré miserable, hasta rozar el fango de la traición y la boda; lo que más arrebató a los espectadores fue aquella estrella que nacía agresiva v cruel, cordial en ocasiones, pero dispuesta a devorar los corazones.

Cada época tiene su mito y su medida, más allá de la cual cada uno sueña imposibles aventuras en una penumbra cara a la pantalla. Marlene lo fue a partir de aquellos años treinta, desde aquel ángel, convertido en algo más que una muñeca fría, desdeñosa y perfecta, dotada de una incapacidad de perdonar propia de quien está por encima de todos los agravios. En el revuelto torbellino que desde su éxito inicial envolvió al director y su estrella puede decirse que cada cual, aparte de encontrarse, se halló a sí mismo, dando al cine sus mejores momentos: el hombre, su pasión por la aventura exótica, que habría de llevarle desde la Rusia de la emperatriz Catalina a una España grotesca de caprichos barrocos; Marlene, por su parte, un tipo de fatalidad distante, favorecido por su brillante fotogenia.

En tanto se mantuvieron juntos. la suerte no cambio; sexo, muerte, canciones y una voz ronca y grave los mantuvieron por encima de vientos y avatares, una vez separados, cuando el ángel sombrío acabó devorando a su verdadero profesor, éste acabó perdido, volviendo al nido su criatura y compañera constante, a pesar de la guerra y los años. Se refugió de nuevo en su mundo de cabaré, ahora elegante, repleto de nostalgias, con su canción triunfante, cerrando un círculo cuyo rumbo se inicia cada día con el pregón que anuncia: «Estoy hecha de amor de la cabeza a los pies; ese es mi mundo: aparte de él, no hay nada».

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