Garrote y Prensa
Lo cuentan los historiadores verbales y literarios del franquismo (sobre todo los verbales, que siempre son más literarios). Franco examinaba expedientes de guerra en Burgos o Salamanca, mientras mojaba algo blando en el chocolate a la española que le gustaba a Gide, y escribía plácidamente al margen de algunos: «Garrote y Prensa».Bueno, pues el paleofranquismo pleistocénico, que está ahí, aquí desde mucho antes de Franco (a Franco lo inventaron ellos) quiere que volvamos ahora a los felices tiempos del «garrote y Prensa» que no es otra cosa que el garrote vil glosado y denunciado ya por Larra en la plaza de la Cebada, más la correspondiente y edificante difusión en una Prensa que sólo estaba para eso y poco más, como, por ejemplo, difundir artículos frustradamente ramonianos de Ernesto Giménez Caballero, que hoy es una empresa industrial, disidente y mussoliniana donde los currantes de Comisiones no acaban de entender el sindicalismo vertical/ italianizante que el jefe quiere otorgarles. Fraga en la derecha sensata/Insensata, y los patriotas de esquinazo por la otra punta, piden la vuelta de la pena de muerte, pero sin aclararse mucho en sus reivindicaciones, ya que mezclan ésta tan marchosa, con piropos a Tejero, que sería el primer paciente del garrote vil, lógicamente, si lo reinstauramos como se ha reinstaurado un cementerio, el de La Florida. Ya que hay más cementerios, por qué no fabricar más muertos. Claro que no vamos a caer en el refinamiento amariconado y giscardiano de la guillotina, que eso es una especie de peluquería para franceses volterianos.
Tampoco vamos a trocar la torre de Valencia (que ya es un horror en sí misma) en torre de los horrores, como la de Londres, y por la que ha pasado hasta alguna cabeza española que aún desvaría en los cócteles. como prenda de que el liberalismo inglés es verdad. Y mucho menos en la silla eléctrica.
La silla eléctrica no es sino la única máquina lírica que ha dado el maquinismo americano. Nosotros, puestos a restaurar lo nuestro, a reencontrar nuestra identidad, perdida en unos sanisidros con artistas negros, debemos invocar a Cela y sus queridos verdugos nacionales (todavía el de Madrid anda por ahí justificando alguna de sus actuaciones por la rrialdad proterva del cliente). Debemos sacar el garrote vil de entre los tesoros del Ermitage sangriento, que es el nuestro, y entre los que luce en la sombra, con la cabeza de Machado por Pablo Serrano, la cabeza de Goya por sí misma, el invento de Juanclo para subir el agua a Toledo y algunos otros ingenios de esos que se come el polvo después que han ganado el premio de inventores de Bruselas. El garrote vil es ya en su nombre aleación de dos palabras atroces, nunca sustantivo rotundo tan sutil y vilrnente adjetivado que no se sabe si la vileza le viene de quienes lo aplican o de quienes lo disfrutan. La derecha y la ultranza, propulsionadas a la busca nada proustiana del tiempo perdido, mediante una madalena Ortiz mojada en sangre, piden la reinstauración de la pena de muerte y yo voy más lejos: pena de muerte, sí, para el personal, pero sin perder gracejo, casticismo ni color local: o sea, garrote vil. Además de hacer justicia, se hace costumbrismo, y para los próximos sanisidros ya podría funcionar con clientes de verdad (golpistas, terroristas, homosexuales), en la madrileñísima plaza de la Cebada, entre una constelación de churrerías.
La izquierda científica y la gente corriente creen que la ultranza pide pena de muerte por crueldad o revanchismo. Yo creo que lo que quieren no es venganza ni ley ni justicia ni orden (que nada de eso trae el garrote vil). Lo que quieren es costumbrismo, sabor local. Y el garrote vil es ya tan sentimental y castizo como un organillo.
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