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El boquete en la muralla

Uno de los barómetros posibles para medir el grado de democratización real de la sociedad española, su mayor o menor grado de sensibilización ciudadana, está en las pequeñas ciudades y pueblos que, por diversas razones sociológicas y económicas, han permanecido al margen del gran zafarrancho político de la transición. Entre otras cosas, porque, con la incrustación minoritaria de la izquierda, la clase política en él poder, después de dos elecciones generales y unas municipales, sigue siendo sustancialmente la misma que en el régimen anterior. Cuando los votos cantan no valen lamentaciones. Y aquéllos, salvo en poblaciones de rápido crecimiento industrial, se movieron hacia el continuismo, con lo que no puede decirse que las cosas estén exactamente donde estaban. Pero tampoco se puede en ellas magnificar el cambio. Los partidos de la izquierda, de muy escasa implantación, no han sabido o no han podido calar en sociedades cerradas y con alto grado de desconfianza, inculcado durante cuarenta años, hacia la política, especialmente si ésta trae consigo hábitos y modos rupturistas. En las comunidades rurales los enfrentamientos son difíciles de despersonalizar, y las confrontaciones ideológicas, cuando las hay, dejan siempre una marca de encono que, obviamente, no se produce en los grandes núcleos urbanos. De modo que cualquier polémica provincial queda dentro de un triángulo (el formado por la clase política en el poder, de origen franquista, la falta de arraigo de la oposición y las relaciones personales) que la apagan y la reducen hasta hacerla prácticamente inútil. Hay que decir además que la ausencia de tejido social, la ineficacia de las instituciones estatales, la demagogia desarrollista y el entremezclado juego de los intereses económicos completan un panorama escasamente alentador, cuatro años después del establecimiento de una democracia que, salvo en aspectos más bien iconográficos, como suele ser la propaganda mural de los actos organizados por los partidos, se ha quedado en la puerta. Al menos en lo que concierne a las pautas de comportamiento político.Un ejemplo significativo de lo anterior lo tenemos en Segovia. Ciudad y provincia, políticamente en candelero, no sólo por ser punto de arranque y promoción de numerosos políticos, sino también por su peculiar situación del mapa autonómico. Situación difícil de desentrañar, de complicada salida y de entrecruzamientos de posturas (la izquierda, unánime, al lado de Martín Villa, y la UCD provincial y nacional enfrentadas, además de las luchas internas de aquélla y que, con toda probabilidad, darán origen a un nuevo partido político de carácter local) que la convierten en auténtico caso que no será fácil resolver. Segovia sufre un auténtico atracón de política y de políticos. Lo que no es óbice para que los problemas de siempre sigan donde estaban, la participación popular en los asuntos públicos sea casi inexistente, la opinión pública sufra constantemente la manipulación, su patrimonio cultural y artístico estén sometidos a una vergonzosa y continuada depredación (hay que decir al respecto que Segovia es, en su conjunto, una de las ciudades europeas más singulares) y que, en general, ni siquiera haya sido preciso introducir esos pequeños cambios que aseguran que todo sigue igual. La política es, en Segovia, superestructura, y así, por debajo, la sociedad se cierra e interioriza y ni siquiera siente la necesidad de hacer frente a las constantes agresiones que sufre. Por parte de los políticos, y no es demagogia, que «hacen su política» y por parte de los interés económicos que campan por sus respetos, disfrazados además de un lopezrodiano concepto del progreso, que confunde, en su provecho, el desarrollo económico con el desafuero cultural. Los segovianos han oído tantas veces lo de que la culpa del atraso económico está motivada por ser un intocable (?) bastión monumental, que empiezan de verdad a creérselo. Lo que supone, entre otras cosas, la marginación y el olvido de sus verdaderas causas. Y de sus culpables.

Hace poco, el Tribunal Supremo logró, al fin, impedir la construcción de un puente en Soria en un paraje de peculiares resonancias culturales. Por esos mismos días, Calvo Sotelo, como presidente del Gobierno, asistía insólitamente a la entrega de varios premios nacionales de literatura, música y teatro. Un gesto al que algunos que tenemos memoria asistimos, como síntoma, con esperanza. Precisamente en las mismas fechas una excavadora abría un enorme boquete en la muralla de Segovia, llevándose de paso una edificación mudéjar del siglo XV (de la que el marqués de Lozoya señalaba como una de las más características construcciones segovianas de la época) y derriba la fachada del más importante edificio modernista de la ciudad. En apenas una semana sólo quedaba, además de la mellada dentadura amurallada, un solar absolutamente vacío que rompía irreversiblemente una morfología urbana de características únicas. Hay que decir que el hecho ocurría en pleno centro de Segovia, a escasos metros del Ayuntamiento, del Gobierno Civil y de las delegaciones de Cultura y Bellas Artes, que no se dieron por aludidos hasta que el disparate estaba consumado y los escombros lejos de cualquier mirada indiscreta. Pretexto para el derribo: después del incendio que hace dos años sufrió el edificio, amenaza de ruina e «imposibilidad» de conservar los elementos artísticos. Versión del constructor, naturalmente, que nada dice, sin embargo, del inexistente permiso para derribar una muralla construida en el siglo XIII y con vestigios, entre otros, romanos.

Como suele pasar en estos casos, la polémica (que sorprendentemente aperas ha encontrado eco fuera de Segovia a pesar de ser objetivamente uno de los mayores atentados cometidos en los últimos años contra el patrimonio artístico nacional) llega tarde. Lo mismo que la sanción del gobernador y la paralización de las obras. Y las habituales quejas de la Dirección del Patrimonio respecto a la falta de medios. Y la politización del tema por parte de la oposición, que acusa, con toda la razón, de ineptitud a los responsables municipales. Y, como no podía ser menos, la demagogia desarrollista y la intoxicación a la opinión pública por parte de los servidores del poder establecido.

A pesar del numeroso plantel de políticos segovianos, que suponen probablemente la nómina provincial más numerosa del país, ni uno solo ha alzado su voz de protesta por el desmán. Después de todo, no ha ocurrido nada importante. Sólo una brecha en la muralla, dos edificios singulares menos y un perfil ciudadano arruinado para toda la vida. El Estado y sus políticos tienen en estos momentos cosas más importantes que pensar y de que ocuparse. Esta es la democracia, se ha dicho más de una vez, de las mayúsculas y la pequeña historia del expolio, y la degradación de nuestras ciudades carece de garra electoral.

Pero ese boquete en la muralla de Segovia cobra significación cuando se piensa que hay otros muchos que se abren todos los días en nuestra incipiente democracia. Porque, en definitiva, ésta sólo será fuerte y sólida cuando la cultura sea una de las piedras angulares de nuestra convivencia, y no, como en este caso y en otros muchos, únicamente material de derribo. Demasiadas excavadoras sin permiso expreso, pero sí con el tácito de la ineptitud de la autoridad competente en nuestro horizonte colectivo. Excavadoras que o se controlan o terminarán llevándose todo por delante. Segovia, plagada de políticos y empachada de «política de altura», como una parte del país real, ni siquiera tiene mecanismos ciudadanos y cívicos de defensa que impidan el despojo. La democracia empezó por el tejado y sin cimientos. Y así no hay quien resista la fuerza «incontrolable» de las excavadoras, que ya ni siquiera necesitan actuar con nocturnidad, aunque sí con alevosía.

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