Los tambores de Calanda
Ahora, con la Semana Santa, llega puntual el eco de los tambores de Calanda: dos días y dos noches de retumbar solemne cuando no crispado. No son los de la lluvia de Kadare, anunciando la lluvia y la libertad de un pueblo perdido en el centro de Europa, sino otros más cercanos, los de Buñuel, tantas veces llevados a su cine desde la Edad de Oro hasta el gran Nazarín.Por estas fechas, tiempo atrás, aquel trueno monótono y remoto parecía llamarle de algún modo. Surgían de repente imprevistos viajes a París, escalas en Madrid, viajes a Zaragoza que siempre concluían en su pueblo natal, en donde cierta vez, según parece, lloró una noche dándole al parche, como mandan los cánones.
Este Buñuel, aragonés cerrado, tanto como su acento vivo en un mundo tan perecedero como el del cine, parece que este año no viene en carne mortal a Zaragoza ni a Madrid, para alivio y consuelo de sus admiradores. Estos se habrán de contentar con la muestra que ofrece la Filmoteca Nacional, preludio de la gloria terrenal de Cannes, de esa Francia que recoge y ensalza a tanto genio trashumante por encima de razas y colores. Como tantos amigos, exiliados o no, Buñuel suele reconocer tres patrias: España, Francia y México, que no son mala trinidad. España es su natura, que dirían los soldados de los tercios de Flandes; Francia, su ventura, puesto que en ella conoció su edad de oro a la sombra de los vizcondes de Noailles, y México porque dentro de un siglo, más o menos, puede que un día le despida camino de un paraíso preparado a medias por Bretón y Meliés. Seguramente estos tambores de Calanda, que a punto están de comenzar su maratón de tímpanos y brazos, han de llegar hasta la calle de Félix Cueva, cerrada por más señas, en el nombre y la topografía, es decir: sin salida, no se sabe si para mejor guardarle o impedir que se marche a Estados Unidos para acabar, como antaño, en alguna siniestra lista negra. Allí estará, si no se acerca por aquí, midiendo el tiempo entre Martini y Martini, epicúreo y monacal, solitario y rodeado de amigos, lejos de toda pompa mundanal, en una casa alzada a su medida, sin reliquias doradas ni arqueologías patrias, presidida tan sólo por el retrato que en París le hiciera su buen amigo Salvador Dalí.
Hasta esa casa donde el humor suele borrar todo peligro de nostalgia, donde la vida llega pasada por el sutil tamiz de la ironía, ha de llegar ese solemne repicar que trae a la memoria tantas cosas al filo de su otra vida cinematográfica.
En esta hora opaca y quejumbrosa de nuestro cine actual más de Semana Santa que de Resurrección y Gloria, convertido en artesanía más o menos local, a la espera de un milagro como el famoso Miguel Pellicer aragonés paisano de Buñuel, a quien la Virgen del Pilar restituyó su pierna perdida en una sola noche, más allá del folklore, la filmografía o la simple leyenda, se debería subrayar ante los jóvenes su actitud vital, el tesón de este otro gran taumaturgo, que, a golpe de tambor, vigor, humor y genio, llevó al cine español desde una cultura propia, viva y veraz y un profundo conocimiento del oficio, más allá de sus propias raíces, hasta una dimensión universal donde reside la auténtica verdad de la existencia del hombre.
Babelia
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