Las vendedoras de Bayona consiguieron un acuerdo para conservar sus puestos de trabajo
Veintitrés mujeres, todas de edad avanzada, durmieron a la intemperie de las noches gallegas durante veinticuatro jornadas para conseguir algo que sólo les fue otorgado después de la protesta: los puestos de trabajo que tenían en la plaza de abastos municipal de Bayona (Pontevedra), de los que el alcalde, el independiente Benigno Rodríguez, les quiso desplazar sin garantía de que fueran a acceder a otros puestos de venta similares en el nuevo mercado que se pretende construir.
Después de recibir contestaciones extemporáneas en el Ayuntamiento y de escuchar no pocas acusaciones de que se dejaban manipular por cuatro politiquillos para urdir el encierro que protagonizaron el plaza, las vendedoras (carniceras, pescaderas, merceras y una florista), tenían cierta dificultad para creer que fuera cierto que el regidor local acudiera a ellas, aunque fuera acompañado y protegido por un capitán y un brigada de la Guardia Civil para intentar el diálogo.Minutos antes habían informado a EL PAÍS que «nadie se movería de la plaza mientras el Ayuntamiento, en la persona del alcalde, no firmase un reconocimiento formal de los derechos de las vendedoras en cuanto a retornar a los nuevos puestos de que se disponga en la nueva plaza de abastos». «De aquí no nos mueve nadie mientras el alcalde no firme ese documento», repetían a coro en medio de la algarabía que es tan característica de las pescantinas.
Dormían en colchones que trajeron de sus casas, colocados por el suelo. Improvisaron una pequeña cocina de campaña y se proveyeron de lámparas de butano y alguna batería de automóvil para iluminar el recinto por la noche, puesto que el alcalde les hizo cortar la luz y el agua el segundo día del encierro. El tiempo de estas tres largas semanas que duró su aventura reivindicativa lo iban matando estas mujeres hablando, casi siempre a gritos como es su costumbre, jugando a la baraja, peinándose unas a otras, y, sobre todo, estando siempre alerta a lo que pasaba fuera de su encierro.
Una de ellas, Josefa Barra, salió hace una semana para cambiarse de ropa en su casa. Cuando quiso regresar con sus compañeras, dos guardias municipales le cerraron el paso y, en el forcejeo, le causaron hematomas en el brazo derecho, arañazos en el pecho y desgarros en la ropa que llevaba puesta. A pesar de todo, su aguerrida condición de gallega brava le permitió ganar nuevamente el encierro, del que no salió ya hasta que el sábado pasado se alcanzó una solución pactada. Fue atendida por el médico local José Domínguez y presentó denuncia contra los dos guardias. «Les iba a perdonar», contó a EL PAÍS, «porque uno de ellos está a punto de jubilarse, pero cuando vi que salieron diciendo en un periódico de Vigo que no me habían tocado y que había sido yo misma la que me había hecho daño, me dije que de perdón nada y que cada palo aguante su vela».
"Continuas cacicadas"
Dorotea García temía constantemente por su altísima tensión, lo que no impedía que cada vez tuviera más ganas de decir al periodista que «si hay alguna persona que pueda meter mano en estas cosas que pasan en Bayona, aquí hay muchas familias que quedarían eternamente agradecidas por lo que estamos sufriendo los que tenemos que aguantar continuas cacicadas».Tal vez debido a la falta de información, estas mujeres sospechan que el derribo de la plaza de abastos fue demasiado precipitado y sin contar para nada con los vendedores. El único concejal que acudió al encierro para apoyar a las vendedoras, José Cedeira, el Papelitos -así le llaman en el pueblo-, explicó a EL PAÍS que «no están nada claras las cuentas de la plaza de abastos y que no sería de extrañar que el alcalde guarde algún propósito oculto para especular con el magnífico solar que puede constituir el céntrico lugar en el que estuvo enclavado este mercado desde hace más de veinte años».
Igual que las encerradas, José Cedeira oyó hablar de que el alcalde y algunos concejales acariciaron la idea de levantar un gran edificio, cuyo sótano albergaría la nueva plaza de abastos, dos plantas serían destinadas para guardar coches y alguna otra para construir viviendas y apartamentos. «¿Por qué no se nos explica de una vez cuáles son los proyectos?», se preguntaron a coro Celina González, Carmen Míguez, Herminia González, Avelina Goce y algunas otras encerradas cuando trataron de contar atropelladamente su caso.
Su tensión nerviosa no les impidió el humor, a pesar de todo, y por eso resultó lógico observar a estas maduras mujeres gallegas recuperar inocentemente juegos infantiles como el truco, para que las horas les fueran más livianas. Cuando Dorotea García saltaba a la pata coja sobre los trazos de tiza que acababa de marcar ella misma en el suelo, uno ya no sabía bien si la escena era real o brotaba mágicamente de una página del Rayuela, de Julio Cortázar.
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