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El gallo del coronel

Publicó aquí mismo Gabriel García Márquez un precioso artículo, hace un par de meses, quejándose de las enrevesadas interpretaciones a que muchos profesores someten los textos literarios. Las contaba muy divertidas, y lucirían mucho en una antología que se formara con aportaciones de unos y otros. Un sobrinillo mío me mostró su admiración por Jorge Guillén, cuya Cima de la delicia acababan de explicarle; le gustaba que hubiera escrito ese poema en un aeroplano. Al preguntarle yo cómo lo sabía, me dio la razón aprendida en clase: «¿No ves que aquí dice: "Todo en el aire es pájaro"?». Me propuse seguir sus primeros pasos, tan prometedores, por los vergeles poéticos, y a los pocos días me vino con otro sorprendente hallazgo. Cuando García Lorca escribe: «En los ojos se abren / infinitos senderos», se está refiriendo a las venillas que los surcan. No resplandecen tanto estas elucidaciones -y otras que han seguido después- como la del gallo del coronel a quien nadie escribía, el cual, según aquel maestro de Londres, era el símbolo de la fuerza popular reprimida; pero podrían acompañarla dignamente en el libro antológico.¿Es culpa de los pedagogos esta pequeña epidemia de hermenéutica rara que padecen algunas aulas? Me parece que el foco contagioso no está en ellas, sino en la crítica docta que los profesores leen con la mejor voluntad. Porque es en ella donde aprenden que todo rizo debe ser rizado y que el destino de la línea recta es convertirse en un ocho. No resulta raro, pues, que practiquen lo que aprenden. Eso que llama García Márquez «la manía interpretativa», y que es, dice con toda verdad, una nueva forma de ficción, cobró fuerza a partir de la segunda gran guerra, y en su onda vivimos. No hace mucho, Hayden White escribía en Contemporary Literature que, hasta aquellos años, la crítica, incluso la más refinada, no se constituía en problema; se formulaba sólo la pregunta de «¿cómo criticar?» y no la de «¿por qué criticar?» Era ingenua, en el sentido de que únicamente quería ayudar al lector común a entender el texto, a situarlo en la historia con alguna precisión, a comprender tanto lo que decía como, tal vez, los recursos formales que el autor empleaba. La literatura era un objeto admirable, pero no misterioso ni solapadamente testimonial. En ella, A sólo en raras ocasiones quería decir B: se podían recorrer con confianza su fondo y su forma, sin más armas que la erudición, el gusto y el sentido común. Todo esto, según White, hizo crisis a mediados de los cuarenta, y los textos se convirtieron, poco a poco, en esfinges sospechosas.

Había llegado, en efecto, la hora de los buzos. Si la cultura no es inocente, ¿cómo podían serlo las obras literarias, su manifestación más preclara? Las miradas suspicaces no faltaron antes, pero ahora se hicieron más numerosas, como congregadas por una consigna. Se trataba de escrutar qué había por detrás y por debajo de los textos, de averiguar qué fuerzas sociales o psicológicas los habían motivado, qué sublimaban o denunciaban, a qué y a quiénes servían; había que alumbrar, en suma, los sustratos pre-estéticos en que arraigaban. El crítico dejó de andarse por las ramas y descendió a lo hondo para actuar sumergido.

Pero es que la provocación para que tal cosa ocurriera venía de la literatura misma. El primer envite llegó con muchos -ismos que siguieron al simbolismo, y que eran prácticamente inabordables con los métodos de la crítica -o del comentario escolar- tradicional. Concurrió después el convencimiento creciente entre los artistas de que su función en la sociedad no consistía sólo en eririquecerla estéticamente -lo cual suponía poco menos que entretenerla, distraerla o engañarla-, sino en ponerse a su servicio revelándola, esto es, sacando a la luz sus entresijos miserables. El escritor había de elegir entre el papel de bufón o el de profeta: casi no había lugar para la opción. Y la crítica siguió dócilmente este rumbo, escudriñando en las entrañas de los textos para revelar lo que los autores revelaban. Porque toda obra nueva -y, por extensión, toda obra antigua- tenía que ser signo y contener signos de algo, y aunque no los hubiera sospechado el autor (el gallo del coronel), era preciso descubrirle secretos inadvertidos.

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Para descifrar los signos, había nacido un poderoso instrumento: la semiótica. Quienes afirmaban que el texto es, primordialmente, signo de sí mismo recibieron el dictado de formalistas; los que siguieron pensando que era, ante todo, un discurso de vocación estética, descifrable en sus propios términos, dotado de un sentido propio y no sólo de una sígnificación válida únicamente para las circunstancias de su escritura y de su lectura, quedaron en simples filólogos. Los triun

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fantes- semiotistas los jubilaban por su inocente -o culpable- ignorancia de que las obras son signos, siempre signos, de una psique interesante, y de las presiones sociales que obraban sobre el autor o que, estando en su ánimo, liberaba mediante símbolos precisados de desciframiento.

En ésas estamos. Paralelamente, abundantes investigaciones semióticas han acendrado sus utensilios de análisis y han conducido su terminología hasta el hermetismo. Se han hecho tecnocráticas, como hace poco denunciaba en Francia el famoso fingüista G. Mounin. Con ello se han distanciado del público medio, del que antes buscaba una simple mediación para leer mejor. Sus adictos son los especialistas o quienes aspiran a serlo. Y como se recubren con el título de crítica, es lógico que acudan a ellas muchos profesores de literatura en demanda de ayuda: suelen obtener fruto algunas veces; las más, sólo chasco. Pero algo queda del chasco: el ejemplo de que hay que déscifrar, de que las obras son más enigmáticas como testimonio que como arte de que dicen otras cosas por debajo de lo que dicen. Y ello constituye una poderosa incita ción a la ocurrencia.

(Digamos de paso que no fal tan los escritores que son, a la vez expertos semiotistas, y que ajus tan su escritura a las reglas estrictas del «métier». Desde la época neoclásica no se había producido sumisión tan pía del arte a los preceptos.)

Empiezan a respurarse aires nuevos. La semiótica puede pasar ya, en cualquier momento, del estado de moda al de ciencia, aliviando a la crítica literaria de una parte de su actual ahogo. Y a la literatura misma. Roland Barthes, que tanto y tan bien contribuyó al festival semiológico, afirmaba en una de sus últimas obras: «Hay que proclamar el placer del texto contra las indiferencias de la ciencia y el puritanismo del análisis ideológico». Y el gran crítico alemán Hans Robert Jauss escribía poco después: «Es preciso volver al gozo artístico como objeto de reflexión teórica si queremos defender contra sus detractores la función social de! arte y de las disciplinas científicas que están a su servicio». Son exhortaciones que empiezan a dar fruto.

Pongamos, efectivamente, la poesía al alcance de los niños, como postulaba García Márquez; agámoslos lectores y no buzos. Es la misión del profesor en esos años escolares en que hay que captar a los ciudadanos para el gozo adulto del arte. No debe temerse la «ingenuidad». Ni hay que evitar la «superficialidad» de lo que el texto dice (de todo lo que dice, y nada más que lo que dice). Porque es cierto que, en él, Remedios la Bella sube al cielo; que todo, inmerso en la pureza del aire, se hace pájaro; y que cada mirada de nuestros ojos es una senda abierta hacia el destino. A los niños, nada de esto les resulta extraño: sucede en sus cuentos. No les sequemos la fantasía con desciframientos que son, muchas veces, prosaísmos polvorientos. Por el contrario, reavivemos la nuestra con la suya, si no queremos perder para siempre el placer de leer.

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