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El filo de la navaja

Bastante más fácil de analizar que de definir, la política española pasa por su más difícil momento desde la. muerte del general Franco. Cogida en una diabólica pinza, golpistas a un lado y terrorismo al otro, la democracia se debate en un agónico forcejeo entre el involucionismo, la confusión y la falta de recursos y de reflejos para hacer frente a una situación que, al menos en parte, debería haber estado prevista desde que se inició la transición. Efectivamente, nada hay de específicamente novedoso en la actual crisis. Ni la tentación totalitaria y nostálgica de una parte de la milicia, ni la provocación desestabilizadora de los etarras, ni la desmoralización de las fuerzas políticas, ni los efectos en cadena de la coyuntura económica, constituyen elementos específicos que hayan surgido inesperadamente. En realidad, está bastante claro que su proceso de gestación ha sido lento y continuado, si es que no es mejor, y más exacto, decir que estaban en los mismos orígenes de un período histórico que comienza mucho antes del 20 de noviembre de 1975. Pero la política española, que por diversas causas se ha distinguido por vivir estrictamente al día, no ha tenido tiempo n imaginación para estudiar una serie de supuestos, como los que estamos viviendo estas semanas que distaban mucho de ser imprevisibles. Y ahora, una vez más, se quieren afrontar desde la improvisación, el miedo y la presión emocional de una situación que puede desembocar en cualquier momento en un punto de no retorno. Decir esto no es hacer agorerismo. Es, simplemente, sacar consecuencias de la traumática actualidad.No es tarea sencilla salir del atolladero. Especialmente cuando las parabelum no parecen dispuestas a conceder ningún tipo de respiro y las palabras de condena han perdido cualquier tipo de significado. O cuando las críticas que legítimamente puedan hacerse a la clase política, al Gobierno o al deficiente funcionamiento de algunas instituciones claves, pueden volverse en puntas de lanza contra la democracia esgrimidas por los enemigos de ésta y por los «profetas del apocalipsis», para quienes cualquier pretexto es bueno para demostrar la ineficiacia del sistema y la incapacidad de sus dirigentes. Estamos en unos momentos donde cualquiera puede convertirse en una especie de «compañero de viaje» de la vuelta atrás. Mala cosa ese totum revolutum, que, por una parte, nos hace a todos sentirnos culpables de males que, obviamente, la gran mayoría del país no ha provocado y, por otra, corre el riesgo de amordazar a los sectores críticos, esenciales en cualquier circunstancia, homologándolos además con los que quieren la destrucción de la convivencia democrática.

Es curioso, pero la imprescindible autocrítica está dejando paso a un vergonzante sentimiento que nos puede llevar inexorablemente a pedir excusas por haber utilizado, en líneas generales de manera bastante responsable, la libertad. El problema está en que los que han abusado de ella para humillar el Parlamento o la utilizan para regar con sangre su supuesta causa liberadora, han conseguido alzarse con el santo y seña de nuestra identidad. España es de nuevo ante ese mundo que se pasmó con el civilizado paso de una dictadura a una democracia, un país de ruidos de sables y tiros en la nunca a la salida de la iglesia. El resto, o no sabe qué hacer o asiste impertérrito al recorte de nuestros recién adquiridos derechos y que apenas han tenido tiempo de cobrar carta de naturaleza. Para defenderse, la democracia española se fortifica con medidas jurídicas excepcionales y, en lugar de desplegarse, se repliega y acepta recortes que será después muy complicado de recuperar. Sin duda alguna, aquel adagio futbolero de que la mejor defensa es un buen ataque no parece que, por el momento, vaya a ser tomado en consideración por los políticos ni por una sociedad amedrentada, con un absurdo complejo de culpabilidad y que se está dejando avasallar por una minoría de lunáticos que, por uno y otro costado, quieren salvarnos de nuevo. Los errores cometidos, que han sido muchos, pero, por decirlo todo, bastantes menos que los de la dictadura, no justifican el masoquismo ambiental que nos envuelve ni esa ausencia de análisis que está llevando a dar por buenas soluciones que no lo son en absoluto. Lo que hace falta es improvisar menos la respuesta a una coyuntura que se repite periodicamente y tener algo más de constancia en la construcción de un edificio en el que se cuidó más la fachada que la solidez de los cimientos.

Se supone que no hay tiempo para la serenidad (y eso parece saberlo muy bien ETA Militar), pero al menos debería haberlo para la sensatez y la racionalidad. El tema vasco, auténtico percutor de la situación, no va a resolverse con medidas excepcionales, aunque algunas puedan necesitarse, que nos llevarían a un callejón sin salida, sino con la corresponsabilización en las decisiones y la exigencia de responsabilidades de aquellos sectores políticos nacionalistas, cuyo demagógico coqueteo con la provocación no ha encontrado enfrente la firmeza adecuada. La inexcusable defensa de la democracia ante el kamizaquismo etarra, parar los dedos que aprietan los gatillos asesinos exige, sin duda, decisiones incómodas ante las que no vale rasgarse las vestiduras, Sin embargo, no puede ocultarse el peligro que puede suponer, a la larga, poner en marcha un mecanismo de muy complicado retroceso.

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¿Dónde está entonces la salida? Los mecanismos de seguridad del Estado han fallado estrepitosamente en Euskadi. Las famosas medidas políticas (Estatuto de Autonomía, traspaso de competencias, conciertos económicos, puesta en marcha de una policía vasca) no han servido para atajar el embate terrorista. Los abertzales de Herri Batasuna siguen dando pruebas de irresponsabilidad. Al otro lado, el llamado Batallón Vasco Español sigue sin ser desarticulado... Hay motivos, pues, para justificarla toma en consideración de la excepcionalidad. Pero, ¿qué se va a conseguir con ella? Lo importante en política no es dar un paso, sino pensar cuál va a ser el siguiente. Estamos en el auténtico filo de la navaja. La democracia puede irse al garete no sólo si el golpismo y el terrorismo no son erradicados. También si la libertad va deslizándose por la pendiente de la laxitud y baja la guardia en la profundización de los derechos cívicos. Se comprende la dificultad de mantener el equilibrio en momentos como éstos. No se trata, por otra parte, de escandalizarse por la congelación, dadas las circunstancias, de ciertas reivindicaciones que no son absolutamente precarias. La historia es larga, estamos a poco más de un mes de un intento de golpe de Estado, dentro de una situación delicada y donde la prudencia debe de constituir la piedra angular de toda actuación política. Pero si detenerse- puede constituir un modo muy válido de recuperar el aliento, retroceder es caer en la trampa tendida por los enemigos de la democracia. Los momentos históricos excepcionales que vivimos deben de ser contemplados desde una perspectiva de futuro y no sólo desde la inmediatez y las Frisas. Ello supone que el poder debe mantener la cabeza fría. Si se trata de acabar con el peligro de involución que desde distintos ángulos una minoría quiere provocar, lo que no se puede es, de algún modo, institucionalizar el retroceso. La navaja es de doble filo y hay que procurar que la convivencia no se corte con ninguno de los dos.

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