Equilibrio precario
El actual momento político podría definirse como el de un equilibrio precario. Porque con motivo del frustrado golpe y de sus explicaciones consiguientes ha salido a la superficie, en su verdadera dimensión, la imagen bien perfilada de los núcleos de poder material que no han querido asumir la democracia en nuestro país. Y esas fuerzas que hasta ahora habían permanecido en un oscuro ángulo de la escena política, poblado -eso sí- de rumores y amenazas, han sido bruscamente iluminadas y conocidas en su verdadero contorno por el fogonazo del 23 de febrero.Es cierto que existen en España problemas muy importantes sin resolver que han sido ignorados o mal planteados por los Góbiernos últimos. Es indiscutible, y sería una inmensa equivocación n.o reconocerlo, que el saldo o balance de la obra de gobierno del anterior presidente ha sido espectacularmente negativo y ha desencadenado el comprometido proceso presente, cuyo estallido se quiso evitar con la dimisión de aquél. Pero quizá el más grave de todos los aspectos de esa situación sea el del fenómeno de la insolidaridad de un sector minoritario de ciertos estamentos con el propósito de que los españoles puedan vivir en común bajo coordenadas democráticas legales. Esos reducidos sectores no han aceptado el sistema político de libertades; ni quieren la superación de las guerras civiles; ni respetan el ejercicio de la soberanía nacional; ni tienen tampoco el menor deseo de que se busquen soluciones favorables a las demás ciaestiones pendientes, sino que, por el contrario, desean su agravación. Quieren mantener vivos y palpitantes pretextos que pudieran justificar actitudes o acciones futuras. Afirman en sus propaganda.s que el paro y la inflación, el alza del precio del petróleo, la baja de la cotización de la peseta y la crisis económica en general tienen su origen en la intrínseca maldad del sistema democrático y en la incapacidad de la clase política. Opiniones escritas e impresas de ese tenor pueden adquirirse cotidianamente por la módica suma de veinticinco pesetas en cualquier quiosco de prensa de Madrid. ¿Tiene algo de extraño que un grupo de funcionarios del Estado, intoxicados por tales prédicas insistentes, asalte una tarde el Congreso, encañone a diputados y ministros y los mantenga en rehenes para lograr la disolución del Parlamento y la abolición de la Constitución? ¿No es ese el objetivo que diariamente se les viene predicando por los encargados del lavado de los cerebros primitivos y simplones que constituyen la trama humana de los fascismos?
La democracia española tiene que sacar fuerzas de flaqueza y percatarse de la superioridad moral y legal de su asentamiento definitivo en la nación. No puede adoptar actitudes defensivas. No debe olvidar que el fanático violento no respeta más que la firmeza. Y que desprecia el sometimiento. Gobernar es siempre algo arrogante, reñido con todas las humildades. En tanto que la Constitución y la democracia se afirmen rotundamente, sin salvedades ni reservas, no perecerán aquéllas en nuestro país. Mas si se cuartean las posiciones propias y se empiezan a buscar excusas legítimas para lo que es radicalmente ilegítimo, el régimen constitucional se vendrá abajo. La democracia es como la vida: o se asume en plenitud, con voluntad de vivirla, o vendrá la muerte a recoger las consecuencias del abandono biológico, es decir, de la ausencia del deseo de vivir. La democracia supone a un tiempo participación y responsabilidad. Y en alguna medida hay que ganarla día a día, en el fatigoso y noble ejercicio de compartir con los demás el gobierno de la vida pública con arreglo a unas normas aceptadas por la mayoría. Ese sistema no es cómodo; supone, por el contrario, una difícil lucha y exige un rigor de ejemplaridad moral en las conductas y en las decisiones. Para llegar a ese código de convivencia han tenido que pasar muchos siglos de perfeccionamiento, de ensayos y de errores, superados y corregidos por la experiencia. Y también fue necesario el sacrificio de millones de hombres en las luchas, guerras y revoluciones en el largo camino de la libertad política. Pocas naciones del mundo actual tienen el privilegio de regirse así. Unas treinta sobre 160. Son las que encabezan el nivel del máximo desarrollo cultural, económico y tecnológico del planeta. Y representan, en definitiva, un objetivo paradigmático al que miran muchos otros pueblos como meta de llegada de su evolución interior. Estas verdades obvias hay que recordarlas de vez en vez a quienes, sembrando en, estos momentos la confusión, ponen en tela de juicio nuestro sistema democrático como si fuera poco menos que un capricho coyuntural defendido por unos pocos; españoles ilusos frente a la arrolladora y exaltada brutalidad de los rústicos celtíberos.
No hay ningún ¡atenuante para quienes intenten usar las armas del Estado contra ese mismo Estado que se las entrega para proteger la ley. Ni se deben brindar más toros al tendido del mismo traje pensando en aplacar su mítica o supuesta cólera. Lo que haya que hacer para corregir, modificar o encauzar graves errores anteriores, hágase de buena gana por motivos intrínsecos, pero nunca por halagos apaciguadores. Aquí no hay que adular a nadie para gobernar bien, ni aplicar un programa golpista para acallar a sus formuladores. Sería tanto como caer en su propio juego y desembocar en una democracia tutelada, convirtiendo el Congreso de los Diputados en unas Cortes de procuradores orgánicos.
Los enormes problemas que tiene el país requieren un tratamiento enérgico, objetivo, racional y eficaz que casi siempre supondrá sacrificios y riesgos, y no sonrisas y palmoteos al uso de épocas anteriores. Hay que dar prioridad absoluta a los problemas económicos y sociales que acucian y angustian al común de los ciudadanos. Las cifras del desempleo, que pueden rondar este año los dos millones de parados; el alza espectacular del coste de la vida; la penuria y los precios de los productos energéticos; el déficit de la balanza de pagos, son otros tantos hechos que obligan a la reflexión y a la responsabilidad. Las cuestiones políticas, urgentes y necesarias al comenzarse en 1975 el proceso de la transición, dejaron entonces en un segundo plano los temas antes señalados y esa relegación ha ido agravándolos en el curso de los cinco años siguientes hasta llegar a la situación presente. Sería lamentable que volviese a ocurrir lo mismo y que se empujaran asuntos como la eventual reforma constitucional o determinadas leyes complementarias del código político supremo a las candilejas del escenario legislativo, como si éstos fueran los temas palpitantes y no aquéllos.
El terrorismo y la seguridad ciudadana son cuestiones muy importantes que afectan a la preocupación general, pero no se debe aceptar la tesis que algunos pretenden establecer en torno al problema. Por ejemplo, la de afirmar que hay soluciones simplistas y rápidas que ningún país afectado por esa lacra ha logrado resolver y menos en breve plazo. Tampoco es aceptable el argumento de que si el Gobierno no lograse terminar con esa amenaza, los golpistas tendrían razones suficientes para transformarse ellos en terroristas para asaltar las instituciones. Sería tanto como convertir la democracia española en un alumno que aspira a obtener un certificado de buena conducta por parte de los que habrían de otorgarlo bajo la nuda coacción de sus poderes. ¡Vaya tribunal examinador el que nos esperaba!
La arrogancia con que el fracasado pero aún latente crolpismo defiende el fallido intento se comprueba en las manifestaciones y declaraciones públicas que cotidianamente revelan el auténtico propósito de los conspiradores: es decir, el acabar con el sistema democrático y parlamentario en España. El asalto al Congreso no fue un episodio aislado e incivil para obligar a un camb lo de política, sino un deliberado empeño de humillar a la clase política y a las Cortes de la nación como tales. No fue un golpe de Estado, sino un intento de dinamitar el edificio del Estado. Hace pocos días, el representante de un país del Este explica
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ba sus argumentos dialécticos en apoyo de su política exterior frente a Occidente. De pronto en el curso del monólogo, arremetió contra los parlamentos del mundo libre, contra los partidos y, contra los líderes de la democracia pluralista en términos casi idénticos a los que aparecen en nuestra prensa extremista de cada día. Dicen que esa prensa llega cotidianamente a las mesas de algunos mandos castrenses en envíos gratuitos. Las palabras del diplomático del Este podían incluirse homogéneamente en el envío. Y es que los totalitarios del mundo se unen sin dificultad en el mismo culto ideológico del sentido reverencial de la fuerza como instrumento ciego de poder y como medio de dominación sobre los demás, poniéndola al servicio de falsos mitos o de vulgares ambiciones.
Si algo hay de intrínsecamente antagónico a ese concepto, es el sistema democrático de gobierno. Por eso mueven a risa las afirmaciones de los adversarios de esa forma de Estado que se atribuyen también el lenguaje democrático en nombre de todo lo contrario. «Queremos una democracia auténtica; una democracia verdadera», repiten una y otra vez desde sus posiciones nostálgicas ancladas en la exaltación del despotismo. Hasta en el lenguaje de las cifras se trata también de manipular a la opinión. No bastó el hecho resonante de que en Madrid y en otras capitales españolas se lanzara a la calle una multitud de varios millones de personas para protestar del golpe y aclamar la libertad ciudadana. Hubo quien hizo el cubileteo contrario subrayando que los abstenidos eran muchos más y que en las poblaciones pequeñas la afluencia a las manifestaciones había sido relativamente escasa. También he oído decir a un golpista platónico que un destacamento de tanques hubiera bastado para deshacer la manifestación de Madrid. Ya en ese terreno de altísima filosofía política se podría añadir que una bomba atómica sería aún más eficaz. No sé si se les habrá ocurrido todavía ese argumento, pero lo escuché de labios de un alto personaje español bastante reaccionario, hace algunos años, como fórmula milagrosa para acabar con la guerra del Vietnam. «Con media docena de bombas nucleares se acaba con todo», decía.
Si la coacción invisible pero tangible del equilibrio precario en la que hoy nos encontramos se mantiene, se impondrán de forma inevitable las elecciones generales anticipadas como una solución clarificadora que vuelva a poner las cosas en su sitio después de tanta confusión. Yo no tengo duda del resultado final de esa consulta. Creo que por encima del habitual índice de abstención, más o menos acentuado y de que ganen escaños las candidaturas de la derecha o de la izquierda, catorce o quince millones de votantes se decantarán por la democracia. Y unos cientos de miles de votos por el golpismo. Y el fantasma de la dictadura se volverá a su armario decimonónico, repleto de ropa antigua, entre galdosiana y esperpéntica, del que nunca debió salir.
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