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Erradicación del terrorismo

La situación a que hemos llegado estos días, con los crímenes delirantes de asesinar un militar tras otro para exasperar al Ejército y desesperarnos a todos, nos lleva a revisar uno de los principios esgrimidos como programa por los actores de la intentona del 23 de febrero: ¡Erradicación del terrorismo!Que más quisiéramos todos, excepto quienes han hecho de él, con los más sospechosos apoyos, una locura política, una profesión lujosamente pagada y una vida llena de aventuras.

Sólo una mentalidad simplificadora puede creer que un Gobierno también terrorista, un triunfo de los elementos confusos y enloquecidos que escenificaron los recientes sucesos del 23 de febrero en Madrid y en Valencia, podría suponer la erradicación del otro terrorismo, del que busca evidentemente desestabilizar el régimen y destruir la nación entera.

Se ha divulgado que en la zona fronteriza hubo, en la espeluznante noche del 23 al 24, un precipitado éxodo a Francia de gentes que podían tener sus motivos para temer venganza y represión. Reconocemos que un Gobierno de tipo terrorista, una autoridad dueña de las vidas de los ciudadanos sin sujeción a la ley, podría durante un tiempo suprimir el terrorismo contrario. El grito, que se oyó en las calles de Madrid, de «¡ Mátalos! », apuntaba clarísimamente a esto.

Pero ya lo hemos conocido: el terror que se impuso en las dos zonas en cuanto se formalizó la guerra civil, los asesinatos al borde de la carretera a que se dedicaron los más decididos y fanáticos de cada bando de las dos Españas trágicas de 1936, no cabe duda que «resolvieron» en uno y otro campo el problema del «orden público».

Más cuando miramos, ya desde lejos, con la perspectiva « de decenios, aquella inaudita aplicación de violencia al tema de la «erradicación» del enemigo peligroso, descubrimos qi!e la violencia no arregla nada.

De la guerra civil salió un bando triunfador, sin arreglos ni componendas, como proclamó repetidas veces, y con supresión del contrario mediante ejecuciones, condenas a prisión, huidas y exilios. Sólo una violencia sin retorno, sin concesiones, prolongada durante más generaciones, hubiera impuesto paz y silencio inconmovibles. Y esto en un mundo afín, y con totalitario. cierre de las fronteras. Pero después de la guerra civil, ¿es que dominó la paz? ¿Se tradujo el triunfo de los unos en situación políticamente estable y con horizontes claros?

Los franquistas celebraron, allá por 1965, lo que llamaron los «25 años de paz», año en los que, se proclamaba, reinó imperturbada calma, y nadie se rebeló, y nadie hubo por eso de ser perseguido ni castigado. Pero ¿existió esa paz?

Tenemos que descontar de los veinticinco años, por de pronto, los primeros. ¿Es que no continuaron juicios y ejecuciones a millares durante uno, dos, tres años, después de 1939? Sí, es verdad que todo aquello no solía aparecer en los periódicos ni se oía por la radio, porque en aquellos años sólo excepcionalmente se rompía el silencio acerca de aquella «justicia» vengativa, que seguía castigando por «rebelión militar» y «ayuda a la rebelión» a los que precisamente habían sido agredidos por una rebelión, de la que, muy frecuentemente, las primeras víctimas fueron militares que no se rebelaron. No era paz, sino un silencio que aterrorizaba a un país destrozado por la guerra y la discordia, cercado por una guerra mundial cuyas ideologías en lucha (fascismo, comunismo, democracia parlamentaria) tenían partidarios en España.

Sigamos recordando los años que siguieron a la consolidación del franquismo. Los soldados de Estados Unidos desembarcaron en Casablanca y en Argel, y luego en Francia. Los «rojos» españoles, los que entraron en Francia para terminar en trabajos forzados y en campos de concentración, aparecieron, tras tomar parte en la liberación de Francia, por las fronteras y se refugiaron en las zonas montañosas y desiertas para hostilizar al régimen que ellos creían iba a caer a impulso de los aliados. Los «maquis», como se llamaron entonces, fueron un elemento terrorista considerable en muchas provincias: de Santander a Cáceres, de Asturias a Andalucía, hubo partidas que asesinaban a guardias civiles y a alcaldes, y que a su vez eran perseguidas como Fieras en lucha sin cuartel. La paz seguía ininterrumpida porque de todo esto nada se podía decir. Pero fue una etapa de violencia que se

puede comparar a cualquier otra. Emilio Romero, mi moderado crítico del A be, hace unos días publicó, en ediciones Destino de Barcelona, una interesante novela, bajo el título de La paz empieza nunca (o acaba nunca, no me acuerdo), que es una crónica nada fantaseada de la caza de hombres como se practicaba en aquella paz, en realidad sólo existente en los medios de difusión controlados por el Gobierno.

Es posible que con una cierta mejora de las condiciones económicas que se produjo después de terminar la guerra mundial, y con la fatiga y desesperanza de los distintos grupos opositores, que vieron cómo al fin y al cabo el no beligerante Franco sobrevivía a sus frenéticos colegas de Alemania y de Italia, se llegara en España a una cierta distensión en el período siguiente. Pero los incidentes estudiantiles de febrero de 1956 descubrieron que, de modo irreversible, se había puesto en marcha una crítica y una agitación que no permite considerar muy pacíficos los años siguientes.

Los que creen que pueden de la noche a, la mañana «erradicar el terrorismo», por citar literalmente uno de los puntos del programa de los golpistas de febrero, deberían refrescar la historia terrorista que comienza con el asesinato de aquel comisario Manzanas o Manazas, en San Sebastián, culmina en el atroz asesinato del presidente del Consejo de Ministros, Carrero Blanco, y se extiende hasta los fusilamientos, coronados por manifestación, del último día del caudillo que se celebró.

¿Se consiguió en esos terribles años erradicar el terrorismo? Es evidente que en ellos tiene su comienzo y raíz la ETA de ahora. Y no es que hayan faltado, incluso en el mismo aparato gubernamental, partidarios de los métodos de erradicación. Tejero, sin ir más lejos, en los ratos que le dejaba libre su complotear en Galaxia, produjo con sus métodos graves incidentes en San Sebastián, con ocasión de que la bandera de los nacionalistas vascos pasara a ser legal. Y el mismo jefe ocasionó nuevos incidentes graves sobre la colocación o no colocación de la bandera andaluza en Málaga.

Evidentemente, no es la presente la hora de los erradicadores, sino la de los políticos, la de los arreglos, las transacciones y los entendimientos.

Recordemos, para terminar, los sucesos de hace pocas semanas. La presencia del Rey en las provincias vascongadas, la expulsión de los fanáticos de Herri Batasuna de la Casa de Juntas de Guernica, prometían el comienzo de una verdadera pacificación del país. El discurso del Rey, con las palabras tan prudentes con que contestó al desacato de los amigos de los terroristas, el homenaje que le rindieron el Gobierno y la mayoría de los vascos, significaba la esperanza de paz.

Pero, mientras tanto, aquí en Madrid había un periódico y unos «políticos» empeñados en desagraviar a España por lo su cedido en Guernica, tal com ellos lo interpretaban. Y sus aficiones, incrustados en los organismos estatales, debieron de creer que una manera de hacer ese desagravio era entregar, en sos pecho sas circunstancias, el cadáver del etarra Arregui en un hospital. El gallardo gesto del Rey era así anulado por los que insisten, después de cuarenta años, en seguir a su modo «erradicando el terrorismo».

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