Honduras se ha convertido en un gran campamento, de refugiados de las guerras vecinas
Las autoridades hondureñas son explícitas a este respecto. «Estamos dispuestos a ofrecer asilo», declara un alto funcionario de gobernación, «pero nuestra economía es tan débil que no podemos distraer ningún recurso para programas dé ayuda directa». El delegado de ACNUR en Tegucigalpa, Carlos Bazoche, opina que a un país que no ha resuelto sus propios problemas de salud y alimentación no se le puede pedir que traspase a los refugiados unos recursos que no tiene.El programa de ACNUR en Honduras es el más importante que este organismo desarrolla en América Latina. La pasada semana fue suscrito un nuevo proyecto por importe de un millón de dólares, con destino a los 25.000 salvadoreños que se han instalado a lo largo de doscientos kilómetros de frontera.
Los comités de solidaridad con los salvadoreños opinan que el Gobierno de Honduras ha dado un trato discriminatorio a los refugiados, según fueran originarios de Nicaragua o El Salvador. Mientras los 15.000 nicaragüenses que huían de la revolución sandinista se han convertido en residentes, lo que les permite trabajar, a los salvadoreños se les encierra en campamentos y no se les autoriza a moverse libremente ni a efectuar un trabajo remunerado. «Sólo después de muchas gestiones, el Gobierno ha accedido a darles la carta de refugiados políticos, que ahora empieza a instrumentarse».
La izquierda cree que las facilidades dadas a los ex guardias somocistas obedecen a su proximidad política con el Gobierno militar de Honduras, que, en cambio, ha reaccionado con cierta hostilidad ante unos salvadoreños a los que juzga próximos a la guerrilla.
En el fondo puede haber también razones económicas. Algunos de los nicaragüenses exiliados traían importantes sumas de dinero. Los salvadoreños no aportan otra cosa que hambre y enfermedades. En Nicaragua temen también que el Gobierno hondureño haga la vista gorda ante las incursiones de ex somocistas en territorio nicaragüense, «porque, al fin y al cabo, los millares de reses que roban aquí entran en territorio hondureño».
Una vez convertidos los nicaragüenses en residentes y desmantelados ya sus campamentos, la ayuda de ACNUR se centra en los salvadoreños. «Algunos de ellos se han instalado en ranchos de campesinos», dice Bazoche. «Creemos que es la situación más ventajosa, porque les permite trabajar en el campo y llevar una vida similar a la de su país».
Colomoncagua
Colomoncagua, un pequeño pueblo de ochocientos habitantes, que recibió en diciembre más de 3.000 refugiados, está a poco más de trescientos kilómetros de Tegucigalpa. La aldea dista una legua del departamento salvadoreño de Morazán, una de las zonas más fuertes de la guerrilla y, por tanto, primero que asoma del pueblo es su iglesia colonial, que en algún tiempo fue blanca. Más de quinientos refugiados salvadoreños se hacinan entre sus altas paredes. Para ellos, aún no ha habido ni una tienda de campaña.
«Hemos instalado tres campamentos y estarnos a punto de abrir el cuarto, pero harán falta dos más. En cada uno viven quinientas personas, diez por carpa ». A unos tres kilómetros del pueblo destacan, sobre una pradera, las cincuenta tiendas blancas del primer campo, alineadas en cuatro filas. Alguien comenta: «Un blanco perfecto para una incursión de los aviones salvadoreños». Carlos Bazoche reconoce que, en ocasiones, han tenido problemas con paramilitares que en territorio hondureño han hostigado a los refugiados, llegando en ocasiones al secuestro.
Testimonios
Los propios refugiados parecen, sin embargo, sentirse seguros aquí. Aún no han olido los horrores de la guerra. Llegaron entre septiembre y enero. No importa que de cada diez siete sean niños, dos mujeres y sólo un hombre, casi siempre anciano. A todos les consideran guerrilleros.
Uno de estos lo cuenta así: «Me fui en diciembre porque la represión estaba muy fuerte y tuve miedo de que se me fuera a cruzar una bala en el cuerpo. La familia éramos seis. Dos se perdieron en el camino. No supimos más de ellos». ,Otro: «Así que vimos que había balaceras, nos fuimos para los cerros, antes de que llegaran a la casa. Pasamos días buscando raicitas. Luego nos juntamos con más familias que también huían, supimos que había paz con Honduras y decidimos venir aquí».
Y así, una y otra vez. Familias separadas, padres y hermanos asesinados. El coordinador de otro campamento cuenta también su fuga: «Un día llegaba la guardia, otro día, la policía de hacienda; luego, el comando, y al final, los soldados.Todo lo quemaron. Con mi mujer y los tres pequeños andábamos más de un año por el monte. Nos juntamos muchos, más de trescientos, y de noche empezamos a caminar para Honduras. Aguantábamos hambre. Sólo comíamos una flor que le dicen la campanilla. Lloraban los niños y las madres les ponían al pecho, pero no tenían leche. A veces, la guardia encontró algunos grupos por la llorazón de los niños ».
En este campamento vive sólo un niño de siete años, Felipe Chicas. «A la madre la mató el comando. Le pegaron siete balazos y luego la abrieron en canal. Así quedó en el camino, para que la viese todo el pueblo». Todos terminan su letanía igual: «Aquí estamos bien». Semanalmente les llega de la capital maíz, azúcar, frijoles, arroz, aceite y leche, que se administran en comunidad. Para matar el tiempo hacen pequeños trabajos y se ocupan de su propia seguridad. «El objetivo es», apunta Bazoche, «convertirlos en autosuficientes dentro de unos meses, con trabajos de artesanía o en el campo ».
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