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Tribuna
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El continuismo

Como aquí somos tan niceanos (de Nicea, no de Niza), ya estamos otra vez con la controversia de cuántos ángeles continuistas pueden enmogollonarse en la punta de un alfiler de corbata de don Leopoldo Calvo Sotelo. O sea, que si esto que viene es continuidad o continuismo. Yo creo que es lo de toda la vida, desde Don Pelayo.

Franco era un horabre de Don Pelayo, Suárez era un hombre de Don Pelayo, Calvo Sotelo es un hombre de Don Pelayo. El eterno tapado, el candidato, en la política española, en la Historia de España, es Don Pelayo. Y si no sale Don Pelayo es que sale la horda, o sea la hidra marxista de siete cabezas con boina, pidiendo reajuste salarial, y hay que llamar a Don Pelayo. Claro que, como pensador nato que soy, me gusta darles la vuelta a mis propios hallazgos, que no es de poco momento este de Don Pelayo. ¿Y si, a la viceversa, Don Pelayo hubiese sido un hombre de Franco? En un libro mío, que ahora va a traducir Hachette, de París, sostengo, con mi natural inconsistencia, que Franco ha habido siempre, en nuestra historia, o, lo que es lo mismo, que Franco no ha habido nunca, porque Franco es una creación periódica de los franquistas. Así, en la duda entre continuismo y continuidad, a un político troquelado por Franco -Suárez- sucede otro político troquelado por Franco: Calvo Sotelo. Parece que la preocupación escrupulosa de Calvo Sotelo es no continuar a Suárez. Más debiera preocuparle no continuar a Franco. Carrillo, que es tan malo, tuvo que recordarle algo de esto a Calvo Sotelo, en la hemicosa, cuando Calvo Sotelo sacó la momia de Stalin y quiso subastarla entre el personal, como si las Cortes fuesen una subasta Durán.

En una de mis últimas cenas con gente importante, alguien me recuerda que Calvo Sotelo formaba parte de los jóvenes vírgenes que en los primeros cuarenta años cuarenta le tapaban las piernas a la Gilda con unos brochazos de almagre que estaban entre crucifijo y cruz gamada. Con Calvo Sotelo, Fraga Iribarne y Robles Piquer, que además de jóvenes vírgenes ya eran jóvenes cuñados, y no hay contradicción en los términos. Quizá por eso Calvo Sotelo dejó pasar, como el paquidermo descendente de las trece y cuarto, el robusto mitin de Fraga en la investidura. Era un corpulento fantasma del pasado junto al que no le convenía caminar ni cinco minutos. Como esos lejanos compañeros de colegio que se empeñan en hablarnos de la sopa fanática del internado treinta años más tarde. En realidad, tanto Fraga como Calvo Sotelo llevan labrada en su retina adolescente la imagen incendiada y adorable de Rita Hayworth (como hubiera dicho Proust), o sea el espectro de una juventud no vivida, de una virginidad no invertida en nada. Una maravillosa mujer -quién lo diría-, la novia combustible de toda su generación, les une y separa. Ninguna complicidad como los comunes pecados de juventud, aunque sean pecados vírgenes. Esto, además del continuismo de Don Pelayo, es el continuismo de Rita Hayworth. La traición de Rita Hayworth. Ahora se ha mutilado Superman II de una escena matrimonial de cama, claro, por los niños, aquí, en Madrid. Pero Superman II es el más aberrante canto interplanetario a la violencia de los hombres y los mundos. Los niños que hacen millonaria esa película quizá salgan del cine violentos para siempre. Superman es el Don Pelayo espacial del continuismo y la continuidad, frente a las minorías parlamentarias integradas por criptonitas autonómicos,

Aquí hay una continuidad del bien: Don Pelayo, Suárez, Calvo Sotelo. Y un continuismo del mal: Celestina, Gilda (que es española), Dolores Ibárruri (que, a sus años, también hace películas, y le petardean los cines los mismos que a Rita Hayworth). Summers me invita al preestreno de sus Amores gordos, al margen de ambos continuismos nacionales. Siempre es un respiro.

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