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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El síndrome gris

LO MENOS que podía pedírsele a un candidato a presidente del Gobierno que condena el desencanto, el pesimismo y la desesperanza de sus compatriotas, endosando las culpas a la sociedad y liberando de toda responsabilidad a su propio partido y a los Gabinetes anteriores (en los que figuró como ministro), era que tratara de suscitar alguna ilusión y entusiasmo en la Cámara, cuya confianza solicita. Sin embargo, Leopoldo Calvo Sotelo no pronunció ayer un discurso político, sino una conferencia: de contenidos planos, desprovista de cualquier vibración. No corrió ningún riesgo, acentuó premonitoriamente las líneas conservadoras de su programa y sólo se mojó -como dicen los castizos- a la hora de manifestar su voluntad atlantista, de apoyar sin rodeos la energía nuclear y de reafirmar una política económica acorde en lo esencial con las aspiraciones y reivindicaciones de las organizaciones empresariales.El discurso de investidura, aquejado del famoso síndrome gris de nuestra época, ni siquiera ha deparado sorpresas en sus omisiones. Entre los silencios resonantes hay que señalar los referentes a la ley de Divorcio, a la ley de Autonomía Universitaria, a los problemas de la enseñanza (que incluyen aspectos que interesan directamente al bolsillo de los contribuyentes y a la distribución de los recursos presupuestarios entre la escuela pública y los colegios religiosos), a los temas de la cultura, a la sanidad pública y al régimen de incompatibilidades de los políticos y funcionarios. La autocensura del candidato, que tal vez ha preferido dejar la lidia de esos temas astifinos para mañana o pasado, resultó tanto más notable cuanto que al comienzo de su intervención había prometido ocuparse de los problemas reales que asedian a los ciudadanos. ¿Qué tipo de ciudadanos son los que conoce el candidato que no estén preocupados por cosas como estas?

La política económica invadió la mitad de su oratoria. Dio la impresión de que, como los opositores a cátedra en el ejercicio de la lección magistral, eligió la parte de la asignatura en la que se siente más seguro y cómodo. No hay duda de que los problemas del empleo, la inflación y la energía son preocupación prioritaria de nuestra sociedad, y por ello deben ocupar buena parte de los esfuerzos y del trabajo de nuestros políticos. Ahora bien, resultó casi innecesario que el vicepresidente económico del Gobierno cesante y en funciones gaste la mitad de su tiempo en su primera aparición pública como candidato a presidente para repetir o matizar sus ideas sobre política económica, sobradamente conocidas por los diputados y por los ciudadanos y puestas en práctica ya desde antes.

Algunas relativas novedades en este terreno -como la acción estatal concertada en el campo de los hidrocarburos, el plan trienal de inversiones públicas y la decisión de aplicar precios reales al consumo energético- o el énfasis -colocado en otros temas -como la movilidad de las plantillas laborales, la moderación salarial o la opción nuclear- no justificaban la reiterativa lectura de una cartilla anteriormente editada. Hasta la invitación a las «fuerzas sociales y económicas» para entablar un diálogo a fin de configurar «un programa concreto, ambicioso y realizable de acciones contra el paro» pareció un ejercicio de nostalgia de los pactos de la Moncloa o de las jornadas abrileñas de reflexión.

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La OTAN

En los temas internacionales, el candidato enterró con solemnidad los escarceos tercermundistas y no alineados del presidente Suárez -calificados como sueños-, y se pronunció por una estrategia occidental y atlantista «clara e irreversible». La dureza de sus formulaciones no tuvo más suavizaciones retóricas que los sombrerazos de costumbre a «nuestra relación estrecha con los países iberoamericanos» y a «nuestra inalterable posición de amistad con el mundo árabe». También Gibraltar mereció una cláusula de estilo ritual. Respecto a la conflictiva situación del Magreb, cabe inferir una orientación decididamente promarroquí. Israel y la cuestión palestina no merecieron un solo comentario. Portugal y Francia figuraron, en lugar preferente, aunque no tan destacado como la OTAN y la complementariedad y armonía -en lo político, en lo económico y en lo militar- entre Estados Unidos y Europa occidental. Leopoldo Calvo Sotelo reafirmó la «vocación atlántica».de su eventual Gobierno, e hizo una advertencia contra las injerencias de «terceros países que intenten coaccionarnos con sus opiniones» Con sus opiniones en contra de la OTAN, se entiende, no si son a favor. Se mostró, no obstante, cauto en lo que respecta a las vías de realización de esta voluntad atlántica. Expuso sus propósitos de iniciar consultas con los grupos parlamentarios a fin de articular una mayoría que defina las condiciones, modalidades y momento de ese deseado ingreso en la OTAN. Pero no indicó si esa mayoría va a ser cualificada o puede imponerse al voto adverso del PSOE.

Autonomías y torturas

La política autonómica y la seguridad ciudadana fueron despachados con mayores prisas. La alusión a Navarra pareció encaminada a contentar al diputado Aizpún y a los centristas y socialistas navarros, pero puede suscitar la irritada protesta del PNV. El compromiso de «cumplir y aplicar» con lealtad y diligencia los estatutos catalán y vasco y de «poner en marcha sin tardanzas» los estatutos de Galicia y Andalucía (emparejamiento este último algo forzado, ya que el proyecto de Carmona tiene todavía que recorrer un largo camino) fue más que contrapesado por referencias redundantes a la importancia de la Administración central.

La tendencia del candidato a identificar dicha Administración como «el Estado mismo» no parece una simple imprecisión terminológica. El deseo de «ultimar todo el proceso autonómico restante» antes de marzo de 1983 parece casi irrealizable de no contar con el apoyo del PSOE.

Las ambigüedades e imprecisiones fueron todavía mayores en los temas de seguridad ciudadana. Que Leopoldo Calvo Sotelo no mencionara el plante policial que rodeaba su intervención, eludiera con todo cuidado el término tortura y cambiara en este tema las actitudes políticas por los pronunciamientos teóricos jurídicos parece todo un mal presagio respecto a su modo de gobernar.

Leopoldo Calvo Sotelo se mostró ante el hemiciclo como un político ilustrado (aunque no se ocupara de la cultura), tecnocrático (aunque se esforzara por disimularlo), frío, distanciador y desconocedor de otras calles y barrios que no sean los que habitan las clases altas. Parecía una estampa modernizada, al gusto de los ejecutivos, de la restauración canovista. Acudió a la tribuna con una seguridad impropia de quien no tiene garantizada la mayoría parlamentaria si no es a base de pactos de elevado precio. Su olímpico despego hacia el presidente dimitido -del que, al fin y al cabo, era estrecho colaborador- no puede pasar inadvertido.

En el discurso no hubo ninguna crítica seria de los errores e insuficiencias de UCD durante la transición, pese a que el propio Leopoldo Calvo Sotelo considera que su eventual acceso a la Presidencia del Gobierno abre una etapa nueva en la que los mecanismos constitucionales podrán actuar limpios de toda emoción fundacional. No es seguro, sin embargo, que estemos ya en una etapa de normalidad democrática. Leopoldo Calvo Sotelo, por el momento, es sólo un episodio más de la batalla tribal por el poder desencadenada en la derecha española. Su intervención de ayer le define como lo menos parecido a un líder. Pero quizá es pronto para emitir un veredicto. Habrá que esperar al debate parlamentario y respetar los cien famosos primeros días de Leopoldo.

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