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Fernando Zóbel: los beneficios de una pasión

Aunque bien pensado el acontecimiento está lleno de lógica, he de confesar que el anuncio oficial de la donación de la colección del Museo de Arte Abstracto Español a la Fundación Juan March me cogió de sorpresa. Si hago referencia a ello no es, desde luego, porque importe en este caso el sigilo con que se han llevado a cabo las negociaciones, sino por el valor mismo de lo donado y la significación ejemplar del gesto del donante, que es, como todo el mundo sabe, el conocido pintor y gran coleccionista de arte Fernando Zóbel. Pues bien, a pesar de que la Fundación Juan March, con la profesionalidad que la caracteriza, ha preparado un magnífico dossier con los datos pertinentes, que hace unos días se ha divulgado por la mayor parte de la Prensa del país, creo que la noticia merece un comentario crítico, al menos en esos dos aspectos que acabamos de resaltar: valor de la colección y del gesto de su reciente donación.Comencemos por el Museo de Cuenca, que es como hoy en día todo el mundo denomina a la institución, aunque no sea la única que atesora obras artísticas en esa ciudad castellana de tanta solera. Como se sabe, el museo fue inaugurado oficialmente en 1966, teniendo como sede las casas colgadas, que fueron alquiladas por su propietario al Ayuntamiento por, un precio simbólico y, desde entonces, ha conseguido reunir setecientas obras de 150 artistas españoles contemporáneos, cuyo único punto en común, aparte de los ya reseñados, es el de haber creado piezas no figurativas de calidad probada. Esto último nos pone directamente en la pista de lo que creo se puede considerar como la característica esencial de la trayectoria de este museo: su sentido selectivo insobornable. Pues, en efecto, así hay que calificar todas y cada una de las decisiones que han configurado su trayectoria, desde el original acierto de su emplazamiento hasta el entonces revolucionaria diseño de su estructura expositiva, iniciativas. que se debieron a la influencia benéfica de Gustavo Torner, como también así hay que calificar el que se eligiera un tema monográfico para la colección o que se evitara caer en el difícil compromiso de los regalos, que alivian tanto desde un punto de vista económico como desvirtúan desde el estético.

Puestas las cosas así, puede parecer hasta fácil haber llegado a tan feliz resultado, pero a quien caiga en la tentación de creerlo le recomiendo simplemente que se informe y analice comparativamente los resultados de las múltiples iniciativas parecidas -oficiales y privadas- que se han producido en los últimos veinte años en nuestro país. Hay entre éstas y la de Cuenca una diferencia, que no tiene que ver con el presupuesto empleado, ni con el apoyo oficial correspondiente, ni tan siquiera con el programa y las buenas intenciones de sus respectivos, promotores, por que esta diferencia se basa en algo tan personal e intransferible como es la personalidad singular de Fernando Zóbel. Pero no quiero aquí ensalzar las cualidades de alguien a quien, ciertamente, admiro por su pintura Y comportamiento, sino sólo esa noble pasión que siempre tuvo Zóbel por coleccionar arte y por hacemos partícipes a los demás -generosamente- de estos sus gozos privados.

Reconociéndole, por consiguiente, en su específica pasión y adentrándonos en los vericuetos de su historia personal, podremos entender cómo las exigencias -la capacidad de selección-, que Zóbel ha impuesto al destino de su colección, proceden de lo que se ha exigido a sí mismo. Ahí están, por ejemplo, sus estudios, de los que. nos importa menos el aluvión de sonoros títulos y medallas que por ellos consigue internacionalmente, como, de nuevo, esa peculiar pasión que los anima, que es la que le empuja al conocimiento vivo -vivo, porque en él nunca es acumulación de saber por sí mismo, sino vivencia- de la historia del arte. En este sentido, se puede hablar con él, siempre apasionadamente, de la escuela de grabadores de Praga, las polémicas históricas que dividieron a los calígrafos españoles, los tratados de arte, el dibujo de los grandes maestros del arte occidental y, entre otras muchas casas, naturalmente del Oriente, tema que domina en sus más variopintas facetas. Pero si no por encima de sus estudios, pues son consecuencia de una misma pasión, hay que apreciar lo que primordialmente la cualifica: su vocación insaciable de contemplador. He aquí lo que al respecto declaró una vez: «Yo creo que cada pintor pinta en relación con lo que le rodea, y a mí lo que me ha rodeado siempre es la historia del arte, obras de arte. Ese es mi mundo».

No; precisamente por eso, por ser el resultado de una vida entregada apasionadamente a la contemplación, asumiendo sus goces y sus dolorosas exigencias, la experiencia de Zóbel no se puede repetir, responde a una actitud y a un estilo totalmente singulares, cuya proyección exterior, no obstante, por su propia naturaleza ejemplar, nos beneficia. En fin, que queriendo alabar una virtud pública me he visto obligado una y otra vez a cantar las excelencias de una pasión privada, cuyo carácter maníaco la hace parecer casi un vicio. No me arrepiento, pues es precisamente a donde quería llegar para sacar toda su enjundia al acto que acaba de poner de actualidad la colección artística de Zóbel: demostrar, en medio de una época en que se temen particularmente todos los gestos personales, cómo a la postre son siempre éstos los que dan sentido y valor los objetos.

En nuestro país y en las particulares circunstancias en las que nos hallamos, cuando se trata de redefinir una política artística, oficial y privada, que fue desastrosa desde tiempo inmemorial, la lección es soberana. Porque, como demuestra la historia, no ha habido colecciones de arte públicas sin la existencia previa de coleccionistas privados, al igual que estos últimos nunca han podido acreditarse de verdad sino en la medida de sus pasiones, que, desde luego, no se planifican ni se improvisan. Léanse al respecto los hermosos ensayos que han escrito Sclilosser, Taylor, Trevor Roper, Bazin y, sobre todo, ese juez y parte que es Maurice Rheims, cuyos libros La vie étrange des objeis y L'enfer de la curiosité nos ofrecen un buen repertorio de esos estados febriles que ocupan con fanática belleza el alma de los coleccionistas memorables. Fernando Zóbel, que no ha dudado en compartir públicamente el tesoro de sus singulares aficiones y que ahora, inteligentemente, ha querido que mantuvieran el mismo espíritu con que se desarrollaron, incluso más allá de su particular cuidado, merecería estar entre los espíritus nobles que glosa Rheims y, desde luego, aquí y ahora, nuestro agradecimiento y admiración. El Estado, que debe alegrarse de que sus ciudadanos se valgan bien por sí mismos, debería premiarle, y la Fundación Juan March, mantener simplemente el espíritu de la colección que recibe, en beneficio de todos nosotros.

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