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Hay que salvar a El Salvador

Un amigo, que volvió tarde a su casa después del trabajo, encontró a la esposa viendo en la televisión un espectáculo bárbaro. Era una muchedumbre de hombres, mujeres y niños masacrados por la fuerza pública en el atrio de una iglesia. Muchos estaban muertos, otros agonizaban como gusanos en una cienaga de sangre y los últimos vivos se dispersaban espantados bajo el fuego implacable de la metralla. Parecía una imitación barata de la carnicería de Odesa en El acorazado Potemkim, la película memorable de Serge Elsenstein. Sólo que más feroz y sin ninguna consideración artística. Mi amigo, que se horroriza con el cine de horror, le reprochó a su mujer que estuviera viendo semejante película. Pero ella le contestó impasible: «No es una película, sino las noticias de El Salvador». Esto ocurrió a principios del año pasado. Desde entonces, hasta el diciembre que acaba de pasar, 10.000 personas murieron en aquella masacre continua. Como si el año bisiesto hubiera sido más bisiesto en El Salvador que en el resto del mundo.Ronald Reagan dijo hace poco que ésa es una guerra civil en tres direcciones. Sin duda quería decir que de un lado está la dictadura militar, del otro están las pandillas de criminales de la extrema derecha y del otro lado las fuerzas de la revolución. Pero la aritmética social de El Salvador es más simple. En verdad, esta guerra civil, que ya es la más sangrienta de América Latina en toda su historia, tiene sólo dos bandos: la aristocracia feudal, de un lado, y el resto de la nación, del lado contrario. El 90% de la población del país -cuya densidad demográfica es una de las más altas del mundo- son indios y mestizos. Sólo el 10 %son blancos, pero también son ellos quienes controlan desde siempre y con puño de hierro la totalidad del poder económico y político. La proporción de las víctimas es igual: el 90% de los muertos del terrible año bisiesto que acaba de pasar eran del bando de los pobres. Tanto de los pobres en armas como de los inermes, inclusive el arzobispo primado. Es decir, que, a diferencia de Nicaragua, donde el Frente Sandinista logró concertar a los antisomocistas de todos los tamaños y todos los niveles, las tensiones sociales de El Salvador se han resuelto en una irremediable confrontación de clases. Eso explica en gran parte la polarización radical de esta guerra, su ferocidad insaciable y la resolución de exterminio de ambos lados, con episodios tan bestiales que ya resultan insoportables hasta en la televisión.

Es una guerra antigua. Entre 1931 y 1944, el país padeció la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez, un déspota con ínfulas de teósofo cuyo defecto más notable era que estaba loco. Había inventado un péndulo mágico que suspendía sobre los alimentos para averiguar, según su inclinación, si estaban envenenados. En una ocasión trató de conjurar una epidemia de escarlatina cubriendo con papel rojo el alumbrado público del país. Estas fantasías folklóricas que, después de todo, no molestaban a nadie, tuvieron una expresión brutal en 1932, cuando las fuerzas armadas se enfrentaron a tiros a una vasta insurrección agraria y mataron a 3 1.000 campesinos. Lo repito con todas sus letras: treinta y un mil campesinos. Desde entonces, El Salvador ha pasado por todos los matices del poder militar y, de una u otra forma, la guerra desigual entre los ricos y los pobres no ha tenido un instante de tregua. El inconformismo secular se expresa hoy a través de los movimientos armados, las organizaciones de masas y los partidos políticos de oposición que han logrado por fin una fórmula de unidad, cuya cara pública es el Frente Democrático Revolucionario. Se supone que tienen unos 5.000 hombres sobre las armas, inclusive con piezas de artillería media, y unos 30.000 reservistas dispuestos para la ofensiva final anunciada para estos días. Pero quienes han ido a El Salvador en los últimos tiempos saben que es un ejército popular infiltrado por todas partes. Sus soldados aparecen vestidos de meseros en los restaurantes, de camareras en los hoteles, de choferes en los taxis y hasta de curas con sotanas en los confesionarios. En estas condiciones, el asalto decisivo de estos días podría no ser tan ilusorio como algunos anteriores.

El poder feudal, por su parte, cuenta con el apoyo de Estados Unidos y con unas fuerzas armadas muy bien armadas. Cuenta con bandas de asesinos a sueldo que hacen el trabajo sucio que el Gobierno no se atreve a hacer para que no se le vea la cara verdadera. Cuentan, en fin, con una fracción de la Democracia Cristiana que se olvldó de Cristo y parece dispuesta a no dejar ningún cristiano vivo. A esta fracción pertenece el actual presidente de la República, Napoleón Duarte, que no fue elegido por nadie, sino nombrado por los militares en un momento de apuro para tener una pantalla civil.

No es casual esta actitud de la Democracia Cristiana. Al contrario, forma parte de una estrategia global, cuyo paladín en América Latina es el nuevo presidente de Venezuela, Luis Herrera Campins, y cuya finalidad inmediata es torcer los avances democráticos en el Caribe y América Central, con el pretexto de contrarrestar la influencia cubana. Herrera Campins, de quien se dice que come caramelos todo el día y hace la siesta después del desayuno, no se ha dormido en este empeño. Primero, porque corresponde a su ideología, y segundo, porque corresponde a su obsesión de deshacer todo lo que hizo su antecesor, Carlos Andrés Pérez, contra el cual sigue haciendo oposición desde la presidencia. Hasta ahora ha logrado poner a los Gobiernos del Pacto Andino contra la liberación de El Salvador, con excepción del presidente de Ecuador, Jaime Roldos, cuya vocación progresista es indiscutible. Pero su obra maestra fue conseguir que Napoleón Duarte fuera invitado como presidente legítimo al sesquicentenario de Simón Bolívar, al tiempo que no se invitó al dictador de Bolivia, como si éste fuera más dictatorial, más sanguinario y de origen menos ilegítimo que el régimen de El Salvador. En todo caso, y con igual derecho que Napoleón Duarte, hubieran podido invitar al presidente de Guatemala, general Romero Lucas, que por lo menos subió al poder mediante una farsa electoral.

Este es el panorama que encontrará Ronald Reagan la semana entrante, cuando se siente en la silla presidencial de Estados Unidos. El presidente, de México, José López Portillo, le mandó a decir en público, y pensando, sin duda, en El Salvador, que no intervenga en América Latina, que respete la voluntad de los países que buscan definiciones nuevas, que son mayores de edad y capaces de ocuparse solos de sus propios asuntos. Es probable, además -conociendo el carácter de López Portillo-, que se lo haya repetido en privado, y ya con nombre propio, en su reciente entrevista de la frontera.

Sin embargo -de acuerdo con un memorando del Departamento de Estado que divulgó The New York Times hace un mes-, la intervención de Estados Unidos en El Salvador está ya preparada hasta en sus ínfimos detalles políticos y militares. La ha preparado el presidente Carter, y el presidente Reagan sólo tendría que apretar un botón. Tal como lo hizo John F. Kennedy hace veinte años, cuando llegó al poder y se encontró con el plan de invasión a Cuba preparado por Eisenhower. Dice el refrán que a ningún perro lo capan dos veces, pero lo peligroso en este caso es que se trata de dos perros distintos.

Copyright, Gabriel García Márquez, 1981 (ACI).

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