Peligros de la relectura
Hay tanto peligro de decepción al releer a autores predilectos de nuestra adolescencia como al encontrar otra vez a amigos del colegio o de la «mili», y por razones idénticas: desaparecida la intimidad casi forzosamente entrañable de una situación subjetiva o social que no ha de volver, lo que fue fascinación es ahora fastidio y los detalles más exaltantes de antaño empalagan como golosinas pringosas y baratas. Claro que también hay autores y amigos que pasan la prueba del reencuentro: esos ya son jubilosamente nuestros para siempre. De los escritores que cautivaban con despótico imperio mi gusto a los catorce años (H. G. Wells, Oscar Wilde, Poe, Stevenson ... ), sólo Chesterton y Papini tenían algo que ver con lo que luego supe que se llama «ensayo filosófico». Recuerdo a Papini como una especie de tifón retórico, aullando sus paradójicos desvelos a través de nombres ilustres, blasfemias, mitos, despropósitos, enormidades, condenas, arrebatos líricos, pensamientos surgidos de las tribulaciones del insomnio más que de la reflexión y, por ello mismo, propicios a mi edad... Releo ahora a Papini, con motivo del centenario de su nacimiento, y reencuentro todo aquello, pero como deforme. Hay algo de irremediablemente ajado, de incurablemente superficial, de desafortunado en cada una de sus páginas. Al releerle no puedo dejar de pensar que la auténtica grandeza no vocifera tanto, y luego ¡cuántas torpezas en sus demasiado obvios «homenajes» a los autores que le apasionan!, ¡qué previsibles nos son hoy todas las paradojas diseñadas para zarandear a lectores de hace setenta años!, ¡qué empachoso modernismo antimoderno, como un eco caricaturesco del peor Unamuno! y ¡qué satanismo de sacristía, derivando luego, como era de rigor, hacia ese cristianismo «fuerte» que reemplazó al existencialismo en los fascismos subdesarrollados! Y eso sin mencionar los clarinazos belicistas y reaccionarios, que no faltan en su obra, no demasiado importantes en sí mismos, pero que, por estarse poniendo cínicamente de moda otra vez, vuelven a sonar tan mal como siempre le han sonado a quienes no han nacido para bufones o cocineros del gran Khan.Y, sin embargo... Y, sin embargo, hay algo de sano en este polemista nato, atrabiliariamente sincero, chapucero por avidez literaria, pero a menudo contagiosamente entusiasta. Hay algo noble en su fidelidad a la excelencia en cualquiera de sus facetas, en su culto brusco y sin servilismo a los grandes artistas. A veces, la palabrería rimbombante que atosiga en sus biografías tiene un momento feliz: «La vida de John Keats fue, como es justo, breve, pero no tanto como para no poder contener todas las infelicidades». O esta observación al final de su Dante vivo: «En la cabeza de la gente mediocre existe, inextirpable, la idea de que un hombre grande tiene que ser grande siempre y en todas partes, constantemente victorioso, siempre el primero de la clase... La verdad es muy otra: que cada hombre paga su grandeza con muchas pequeñeces, su victoria con muchas derrotas, su riqueza con múltiples fracasos. Todo gran genio es, al menos por uno de sus lados, un raté. Y si no aparece el raté, difícilmente se puede creer en el genio». Papini es un autor que trepida siempre, que traquetea como un viejo tren del Oeste lanzado a toda máquina a través de la llanura y perseguido por los indios: reprocharle sus excesos grandilocuentes viene a ser como censurar a las cataratas del Niágara por su manía de salpicar. En cierta forma, por vía negativa, él mismo acertó a señalar sus virtudes al echarlas de menos en otros, cuando escribe en Mostra personale: «Hoy día hay escritores, incluso entre los jóvenes, que, por miedo al sentimiento, acaban en el cinismo; por terror a la retórica, caen en la mortecina monotonía; por odio al entusiasmo, se pierden en la esterilidad de la ironía; por temor al romanticismo, se precipitan en la seca y helada pedantería ». Sentimiento, retórica, entusiasmo y romanticismo forman un bagaje no desdeñable en estos tiempos de crisis prefabricada; en último término, son los rasgos que rescatan al Papini de nuestra adolescencia de la absoluta perdición literaria y le instalan en un dubitativo y generoso purgatorio, donde, por su propio olor a chamusquina, él se ha de encontrar muy a gusto.
Babelia
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