Un personaje "impresentable"
En los manuales al uso, y no menos en los de nuestro país, se suele despachar a Giovanni Papini con algunas frases más bien mostrencas sobre su catolicismo, presentándosenos como un moderno Saulo que hubiese caído del caballo a los fuertes destellos de la fe e invertido, desde entonces, el destino de sus fuerzas, desvelos y ataques (cuando se nos menciona su carácter reaccionario.... o ambas cosas a la vez): un personaje, diríase, decididamente impresentable. Que una abultada serie de ediciones de La historia de Cristo (entre nosotros, diez o más, hasta 1966, y en cuestión de una decena de años) y una lectura parcial e interesada del resto de su obra (si el fascismo se apoderó el pensamiento de Nietzsche, ¿qué no se podrá hacer con un autor mucho más manejable, cuyos coqueteos mussolinianos, por ejemplo, no podrán serle perdonados jamás?) han contribuido a esa visión (negativa o maléfica) parece más que probable.Un hombre acabado (1912) es un libro escrito desde la mitad del camino de la vida, cuando Papini tiene 31 años, diez antes de su conversión, y en el que recoge recuerdos y experiencias de su infancia y juventud, junto a ideas y obsesiones que traspasan su alma de entonces. Al leerlo, Henry Miller dirá que lo ha reconciliado consigo mismo («no me importa que sea un patriotero, un beato o un pedante miope», agrega), y rinde tributo de admiración al hombre que a los dieciocho años ha leído a Homero, a Dante, a Goethe, a Aristóteles, a Platón, a Epicteto, a Rabelais, a Cervantes, a Swift, a Whitman, a Poe, a Baudelaire, a Villon, a Manzoni, a Nietzsche, a Schopenhauer, a Kant, a Hegel, a Darwin, a Spencer, a Huxley y a una porción más de autores y obras que harían interminable la lista.
Pero el aprendizaje intelectual de Papini se desarrolla en condiciones especialmente adversas. Vive sus primeros años enfermizos, de niño feo, pobre, desvalido, en medio de una hostilidad (que él hace recíproca en cuanto puede) casi general. Cuando aprende a leer, la falta de dinero, tanto mayor cuanto más grande es su deseo de lecturas, le lleva a inventar todo tipo de trucos economizadores o trampas descaradas para lograrlo.
Esa búsqueda incesante del libro, aunque sea viejo y desencuadernado; del diario, aunque no tenga nada que ver con la actualidad («robatiempos» llamará luego a los periódicos), le lleva a privaciones y humillaciones sin cuento. Hasta descubrir las bibliotecas públicas de Florencia. Entonces, Papini tiene unos doce años. Para entrar en «aquellos paraísos» había que tener dieciséis cumplidos, según el reglamento. Y decide envejecer, a ver si hay suerte. El día señalado, una calurosa mañana de julio, se siente preso de palpitaciones y zozobras. Rellena la papeleta de pedido y, temblando, la entrega al celador. La pregunta no se hace esperar: «Perdone, ¿cuántos años tiene?». Rojo de rabia y de vergüenza, debe reconocer que menos de los necesarios. Meses después, nueva tentativa. Y nuevo fracaso. El odioso funcionario le impide saciar su hambre de libros, le arrebata, «en nombre de un número escrito, un año entero de luz y de alegría». Al verano siguiente conseguirá su propósito. Y empieza entonces un aprendizaje voraz, denodado; sin más guía que -su propia ansia de saber ni más orientación que la que él mismo se impone: «Saber, saberlo todo».
Febril actividad
Y vienen ahora los años de febril actividad: encuentros, tertulias, torneos verbales, peleas callejeras... Y siempre el dato, la fecha, el último autor leído, la cita, oportunos y certeros, que le hacen ganar admiradores. Con otros dos amigos funda una sociedad literaria, La Trinidad, como una forma de huir de las monótonas clases escolares y la ruindad de los compañeros. A pesar del escaso número de miembros, la sociedad se rige por unos estatutos y unos cargos. Cada cual debía escribir una memoria: la lectura de un violento alegato de Papini contra Los novios, de Manzoni, es algo demasiado fuerte que los otros dos miembros de aquella cofradía no pueden soportar. Y la sociedad se deshace. Luego, otros grupos, otras rupturas. Y la filosofía: como ayuda, como orientación, como hallazgo del mal, como cristalización del pesimismo. La generosidad de su juventud le impide aceptar de Schopenhauer la hostilidad al suicidio; en Max Stirner encuentra su primer y verdadero maestro; en Nietzsche descubre la forma aforística con que dar salida a la agresividad, lírica, mordaz, demoledora. «Para el hombre de veinte años, cualquier anciano es su enemigo». El espíritu romántico y aventurero tiene a don Quijote por santo patrón, y en Sansón Carrasco encuentra el «padre y modelo de todos los filisteos». En este ambiente, Papini conoce al que será amigo íntimo durante muchos años, Giuliano (Giuseppe Prezzolini, que firmaba sus trabajos como Giuliano II Sofista, en tanto que Papini lo hacía bajo el seudónimo de Gian Falco). Y surge la primera aventura periodística.Primero, en la mismísima calle, bajo la lluvia y el frío, y luego, en la inhabitable buhardilla del palacio Davanzati, antes de ser restaurado para servir de pasto de turistas, se constituye y reúne casi a diario la redacción de Leonardo, el periódico que sale cada diez días. Es el año 1903. Con el tiempo se quiebran los entusiasmos iniciales, y Papini y Giuliano serán los únicos redactores de esa revista. La aventura durará unos treinta meses, en los que, casi en solitario, Papini realiza la confección y redacción, poniendo siempre en ejercicio el pensamiento como fuga de la realidad atenazadora, como huida del «buen sentido», como negación de la trivialidad y la ramplonería. Como liberación constante, en suma. Y continúan incesantes las lecturas: libros, libros, libros de los «hermanos muertos». Shakespeare, Shelley, Taine, Leopardi, Heine, Cervantes, Dostoyevski, Sthendal, Carlyle, Novalis, Montaigne, Diderot. Y la música de Bach, Beethoven, Wagner, oída de tarde en tarde. En compañía aún de Giuliano (1908), funda La Voce, que se publica durante los años en que escribe esta guía para caminantes, este Un hombre acabado (que termina por no reconocerse tal) que venimos leyendo. En estas páginas, Papini se ve como «un poeta y un destructor, un fanático y un escéptico, un lírico y un cínico».
Babelia
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