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Tribuna
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La televisión que mata

Cuando Jack Rubv le asesinó, Lee Oswald estaba rodeado de guardianes paralizados por las cámaras de televisión. La televisión ejerce sobre las percepciones humanas un poder de fascinación y arrastre, y no había mayor necesidad de esta prueba suplementaria de su particular acción. El asesinato del presidente Kennedy hizo sentir directamente a la población el poder que tiene la televisión de suscitar un compromiso en profundidad, y, al mismo tiempo, provocar una torpeza tan profunda como el dolor mismo. La significación última que han deducido del hecho ha sorprendido a la mayoría de la gente. A otros les ha asombrado la calma y la sangre fría que han manifestado las masas. El mismo acontecimiento, contado por la Prensa o por la radio, y en ausencia de la televisión, habría sido percibido de manera absolutamente distinta. El país hubiera perdido la cabeza. La excitación hubiera sido mucho mayor; pero la participación profunda en una percepción común habría resultado, eso sí, mucho menor.

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Como ya hemos dicho, Kennedy daba una excelente imagen en televisión. Se servía de este medio como Roosevelt había aprendido a hacer con la radio, con eficacia. Por la televisión, Kennedy consiguió de modo absolutamente natural hacer participar al público en las funciones de la presidencia, tanto como máquina administrativa como en cuanto a imagen. La televisión separa los atributos corporativos de la función. Puede virtualmente transformar al presidente en monarca hereditario. Un presidente simplemente electo no tiene la profundidad de compromiso y don total que exige la televisión. Incluso los profesores se encuentran con que su público estudiantil les atribuye, en la televisión, un carácter carismático y místico, que supera en mucho los sentimientos que pueden inspirar en las aulas o en las salas de conferencias. Un hecho desconcertante que aparece regularmente en numerosos sondeos hechos entre el público de la televisión educativa. Los telespectadores tienen la impresión de que el profesor tiene un carácter casi sagrado. Una impresión que no se basa en conceptos o ideas, sino que parece surgir de manera inesperada e inexplicable. Y desconcierta tanto a los estudiantes como a los que analizan sus reacciones. Ningún rasgo es más revelador del carácter de la televisión. La televisión no es tanto un medio visual como un medio audiotáctil que pone en juego todos nuestros sentidos en una interacción profunda. En el caso de gentes que tienen la costumbre de la experiencia puramente visual de tipo tipográfico o fotográfico, parece que sea la sinestesia, la profundidad táctil de la experiencia televisiva, la que trastorna los hábitos corrientes de pasividad e indiferencia.La reflexión trivial y ritual del letrado clásico, de que la televisión se dirige a un público pasivo, está muy lejos de la realidad. La televisión es, ante todo, un medio que exige como reacción una participación creadora. Los guardias que fracasaron en la protección de Lee Oswald no estaban pasivos. Simplemente, ver las cámaras de televisión les cautivó hasta hacerles olvidar su tarea, puramente práctica y especializada.

Comunicación total, directa, masiva

Quizá han sido los funerales del presidente Kennedy los que han convencido a más público de la capacidad de la televisión para imprimir a un acontecimiento un carácter de participación colecti va. Ningún acontecimiento, aparte de los deportes, había tenido nunca tal publicidad ni tal público. Este ha revelado su incomparable poder para asociar inexplicablemente al público a un proceso complejo. En tanto que proceso colectivo ha hecho palidecer y ha reducido a proporciones insignificantes la misma imagen del deporte. El entierro de Kennedy, en suma, ha hecho aparecer el poder de la televisión para hacer participar a una población entera en un proceso ritual. En comparación, la Prensa, el cine e incluso la radio son simples máquinas de empaquetar bienes de consumo.Por encima de todo, el asesinato de Kennedy nos permite confirmar un rasgo paradójico de este medio frío que es la televisión: nos implica en profundidad y nos emociona. Pero no excita, no agita, no subleva. Se puede presumir que se trata de un rasgo propio de toda experiencia en profundidad.

Traducido de Pour comprendre les média (Comprensión de los medios), Editions du Seuil, París 1968.

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