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Tribuna
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Arquitectura de papel, papel de la arquitectura

Hablar de un mundo que no sea el de papel suscita en nuestro interlocutor, infaliblemente, una condescendiente sonrisa o un gesto de impaciencia. El mundo material resulta, para los «nuevos intelectuales» engendrados por la crisis, algo imperdonablemente vulgar y vagamente pasado de moda. De tal convicción participan, desde luego, muchos de nuestros arquitectos, que, sensibles al cambio de cuadrante del viento, han iniciado una vertiginosa involución hacía el núcleo puro y duro de su disciplina.Después de las traviesas andanzas y correteos de las últimas décadas por los variados y feraces campos de la cibernética y la sociología los arquitectos se retiran hoy prudentemente a sus cuarteles de invierno, esperando sobrevivir a la glaciación política y económica en el retiro doméstico de sus madrigueras disciplinares. Desde ambos lados del Atlántico, se nos propone como tarea del momento «desarrollar la arquitectura a partir de la arquitectura» (Rossi dixit) o bien, en palabras de Eisenman «explorar la naturaleza de la propia forma arquitectónica... a través de una arquitectura de cartón -Cardboard Architecture- que ponga en cuestión la realidad del entorno físico ... ».

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Propongan monumentos impávidos o trabajos de orfebre, su talante es en todo parejo. Aquejados del síndrome geométrico, per siguen en los sólidos platónicos la fruición intelectual de sus arquitecturas de papel. Ensimismados en el placer (solitario) de sus textos cristalográficos, enfrascados en íntimas declamaciones de lenguajes privados, salpican su arquitectura -como algunos cineastas- de exasperantes homenajes, citas elaboradas, crípticas alusiones a sus propios trabajos, en un universo cerrado y autorreferente. Quejosos de las incrustaciones extrañas de las que de un tiempo a esta parte se ha ido adornando la arquitectura, proponen la restauración de la prístina pureza y autonomía disciplinar, edificándola sobre el seguro fundamento de la razón y la geometría. A la amnesia del movimiento moderno responden con un exacerbado historicismo, ni siquiera erudito, que sólo atiende a los episodios que hablan de un esplendor antiguo.

El jardín de Academo y la selva de las tendencias

Sus epígonos hispánicos, como cabría esperar, no se andan a la zaga. Atrapados entre la figura cúbica y la arquitectura civil recta y oblicua, indecisos entre Herrera y Caramuel, buscan a tientas su jardín de Academo dentro de una selva de tendencias. Algunos hay que apuestan por un lenguaje minucioso e iniciativo; otros, los más, vuelven la cabeza hacia las mieles perdidas del clasicismo. La desmoralización histórica, el desconcierto cotidiano y el repliegue disciplinar han conducido de esta forma a paladinas defensas de la arquitectura del despotismo, las formas significativas del príncipe y las instituciones normalizadoras de los plebeyos; así, se proyectan escuelas que hay que imaginar pobladas de tarimas adustas y pupitres unánimes, viviendas cuya voluntad monumental convierte en carcelarias, y otros tantos desatinos del sueño de la razón.

Hasta hace bien poco, los inevitables rasgos de familia no ocultaban la existencia, dentro del hogar arquitectónico, de dos fraternidades bien diferenciadas: el fundamentalismo jacobino de los arquitectos capturados por la seducción intelectual del «juvenil mundo antiguo», del que hablaba Marx, y el eclecticismo escenográfico y emotivo que hemos aprendido a calificar de irónico. Entre el «café para todos» neoclásico y la «tabla de quesos» del pluralismo posmoderno, sin embargo, los lazos se estrechan cada día, y los más finos críticos aventuran ya la cristalización de la nueva síntesis, el clasicismo posmoderno, que aúna razón y sentimiento, blancos y grises, imposición y elección.

En este «clasicismo sin lágrimas » de Jenks, se reúne el monumentalismo naHe de les europeos -Rossi, Krier, Bofill-, con el neorrealismo historicista de los americanos de ambas costas -Moore, Venturi, Graves...- Todos los proyectos paradigmáticos del nuevo estilo comparten el deseo de rehabilitar juguetonamente el lenguaje clásico -el latín de la arquitectura, como lo denominaba Summerson- poniendo en circulación una especie de latín cheli, un rosa-rosae pop de molduras y fustes, de frontones y acantos, entre Vignola y Ben-Hur.

Así los órdenes gigantes de Bofill en el contestado Castronovo o en Les Arcades du Lac, su Versalles/HLM prefabricado, los capiteles de acero inoxidable y los arcos de neón de la Piazza d'ltalia de Moore, el frentón chippendale que corona el A T&T Building de Philip Johnson, o los plintos, pilastras y templetes; a la Poussin del proyecto de Graves para Portland, relatan todos un argumento común: la presencia -¿nostalgia?- del pasado. La misma presencia que congregó este verano en el arsenal veneciano a los primeros espadas del eje oppositions-Lotus para participar en una singular exposición de fachadas de cartón-piedra, cuya ejecución fue encomendada a los tramoyistas de Cinecitta, e idéntica a la que informa el historicismo pop de Stern, el palladianismo de Isozaki, la arqueología hiperrealista de Quinlan Terry o el reduccionismo romántico de Culot, el clasicismo ilustrado de los últimos prOyectos alemanes de Stirling o las escenografías orientales de Hans Hollein. Al final, es difícil saber si la fuente inspiradora de este revival grecocretense -faraónico es Serlio, Ledoux o Cecil B. de Mille.

Presencia del pasado, ausencia del presente

Presencia, pues, del pasado en los tableros de les arquitectos y en el papel pintado de sus construcciones de cartón; y ausencia, tan elocuente como dramática, de un crítico presente y un futuro sombrío. Los arquitectos han ensordecido frente al rumor del mundo y se entregan a la polémica disciplinar «encerrados otra vez con ímpetu en una torre de marfil, rodeados por un aura agitada de éxtasis y desasosiego». Como ha escrito Ada Louise Huxtable, «el péndulo oscila desde el deseo de rehacer el mundo al deseo de rehacer el arte. Pero la oscilación desde el activismo social de los arquitectos en los sesenta hasta las preocupaciones cerradas y esotéricas de los ochenta es ciertamente traumática, y deja sin respuesta alguna la cuestión latente del papel y responsabilidad del arquitecto en la sociedad contemporánea».

En las últimas dos décadas hemos visto el énfasis tecnológico de los primeros sesenta sustituido por la pasión sociológica de los setenta, y ésta, a su vez, sucedida por el ardor artístico que se configura nítidamente como el rasgo más característico del inicio de los ochenta. De la norma al tipo y del tipo a la forma, la secuencia es familiar hasta el tedio. El testarudo y monótono recorrido de los vértices del triángulo, vitruviano -de firmitas a utilitas a venustas- además de permitir aventurar, a los amantes de la historia cíclica, el pronóstico de un próximo renacimiento del interés por la construcción, obliga a manifestar un cierto escepticismo ante el ígnaro entusiasmo de nuestros fascinados arquitectos. Su arquitectura de papel deja efectivamente sin resolver la cuestión del papel de la arquitectura en la sociedad contemporánea. No hay venustas sin utilitas (o, como lo expresaba un famoso telegrama, no hay estética sin ética), y ambas precisan del concurso de la firmitas para efectuar el salto del papel a la calle, en ausencia del cual nos hallaríamos, como advertía Vitruvio, siguiendo «una sombra de la cosa, no la cosa ».

A fin de cuentas, sólo cuando se haya producido ese tránsito de la teoría a la experiencia, de la geometría a la geografía, del pasado al presente y de la academia a la vida, sólo entonces, digo, podremos situar cabalmente el discurso de la arquitectura «en el mundo real y no en un mundo de papel».

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