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Títulos, historia y política

La capacidad de impregnación de la juventud es tal que una educación trucada en materias humanísticas, educación básica, quiero decir, infiltrada de ideologías groseras o de zafio antideologismo, puede crear reacciones instintivas, que resisten los desarrollos y reajustes de esa educación, haciendo que incluso especialistas competentes, en ocasiones de controversia política, se manifiesten como escolares mal adoctrinados. Nadie podría creer que un profesor de Teoría del Estado o de Derecho Político, como se decía antes, como el señor Fraga Iribarne, confunda el concepto de nación con el de Estado y, sin embargo, nada, sino esa confusión, instintiva o producto de una antigua impregnación retórica, explica las protestas de ese sabio profesor, convertido en líder político, frente a las reivindicaciones nacionales que se manifiestan precisamente con ese adjetivo. En la mismísima Constitución y en la retórica de casi todos los partidos políticos españoles, con hipocresía o por prudencia, que viene a ser lo mismo, se llaman nacionalidades; a las naciones, lo que haría reír a los clásicos de cualquier opinión, que, nunca a lo largo de la historia moderna, han confundido las naciones con los Estados. Nacionalidades, en cambio, es un término lleno de ambigüedad, cuyo campo semántico se revuelve contra los que, por centralismo o por burocraticismo de raíces mitológicas, lo pronuncian a regañadierles. Nacionalidad es término de clasificación, tecla de ordenador, bueno para las filiaciones policiales y las casillas de los pasaportes. Los nombres, naturales y artificiales, históricos o inventados, de los sujetos políticos, de las comunidades gobernadas, en tanto que tales, y de los que las gobiernan, los títulos dei Gobierno, son muy importantes en cualquier tipo de organización social porque transportan una carga de legitimidad o de ilegitimidad que, a veces, los sujetos ignoran, pero que sienten y que los hacen, a esos nombres y títulos, aceptables u odiosos. Cuando aún no se había aceptado el axioma, tan invocado por los que lo respetan como por los que lo conculcan, de que la legitimidad reside en la voluntad del pueblo, eso, siendo mucho menos sencillo, estaba, en cambio, mucho más claro. Veamos como ejemplo el caso de Cataluña e intentemos explicar por qué ciertos títulos de Gobierno irritan en la actualidad a los catalanes. Cataluña no es una región, no lo es en sentido geográfico, porque desde ese punto de vista es indudablemente un conjunto de cuencas y regiones muy diferenciadas, y no lo es desde el punto de vista histórico. Los catalanes eran diferentes de los cristianos de otros reinos hispánicos, incluso en el lenguaje de los musulmanes españoles, únicamente por razón de sus orígenes históricos en el siglo VIII. Las diferencias que pudieron haber existido en la larga etapa de la romanización y de la administración visigótica son pura arqueología. Para los califas y los reyes de Taifas, los catalanes eran ifrani, francos, incluso en los tiempo del Cid, como prueban los documentos. Los catalanes, desde su propio punto de vista, eran sujetos del conde, no sólo los que habitaban los primitivos condados, sino los que fueron rescatados del moro o repoblaron las tierras conquistadas de los reinos de Lérida y de Tortosa, que no pertenecían al condado, pero sí a la Terra Nostra del conde. Y eso era así cuando el conde, además de tal, era rey de Aragón, de Valencia, de Mallorca -a veces-, de Cerdeña, de Nápoles y de otros Estados mediterráneos. Pero Pere el Ceremoniós, manipulador de los usatges, entre otras cosas para poder nombrar duques y marqueses, es, decir, dar títulos políticos, en tierras de sus condados, inventó la denominación de principat (principado), que se usó desde entonces sin ningún contenido y se sigue usando no sin irritar a algunos. Sus juristas, por razones de legitimidad casi simbólica, le desaconsejaron que titulase reino al conjunto de sus condados carolingios y de las tierras añadidas, aun siendo esta parte, todavía entonces, la principal de sus Estados. Cataluña se llamaba principado en las crisis dinásticas del siglo XV y se siguió llamando así cuando el rey de Madrid se hacía representar en su territorio por un virrey. Ese título, que ahora parece irritar a los historiadores nacionalistas, que proyectan hacia atrás esa irritación, no parece haber sido, en sí, odioso a los catalanes. En cambio, siempre ha resultado insufrible la denominación de provincias, impuesta por la lamentable división administrativa que acabó de inventar el mediocre escritor Francisco Javier de Burgos. De mal sufrir eran las provincias y fueron, por su título, los gobernadores civiles. Una de las reivindicaciones que todos los catalanes mantienen, aunque en ciertos discursos políticos se aluda indirectamente, es la de la supresión de las provincias, reivindicación para la que generalmente se invoca la realidad geográfica, de geografía humana, a mi juicio menos estable que la legitirnidad histórica. Los estudios que, en los años treinta, dieron lugar a una sabia división en veguerías que coincidían con comarcas naturales, debieran hoy ser revisadas a la luz de los cambios de asentamiento de las poblaciones, de las comunicaciones y de las formas de producción vigentes. Pero su reclamación lo que implica es la desaparición de las provincias y de sus gobernadores. La Constitución y el Estatuto de Autonomía, prevén, junto a las autoridades catalanas, la figura de un delegado del Gobierno que aplicaría los poderes que siguieran radicando en el Gobierno central del Estado. Hubiera sido más lógico que junto al presidente de la Generalitat se hubiera previsto la figura de un representante del jefe de Estado, de la Corona, del Rey, con funciones meramente representativas, lo que no crearía ningún problema de protocolo, porque en el orden del respeto sería esa figura, sin duda alguna, la primera. Sería la figura del virrey con poderes representativos civiles y militares. A mí me gustaría más que se le llamase vizconde y que el rey premiase sus servicios dándole ese título hereditario cuando cesara en sus funciones, y que hubiera delegados del Gobiemo en cada una de las divisiones administrativas en que se organizase la administración territorial catalana desde la autonomía. Volviendo al viscoso presente y para que dejara de serlo, don Juan Carlos sería en Cataluña, cuando heredase de su padre, antes Conde que Rey y estaría representado por un vizconde que ocuparía su lugar en el protocolo. El Príncipe de Asturias sería también Duque de Gerona, como ya pidió al principio de la transición un alcalde de aquella ciudad en el balcón del Ayuntamiento, a Su Majestad. En las divisiones territoriales, veguerías o no, fuesen cuantas fuesen, habría un delegado del Ministerio del Interior representando los poderes del Gobierno. Podría incluso, llamarse gobernador sin irritar a nadie. Incluso podría sobreponerse la administración territorial catalana a la actual -y fantasmal- administración provincial, convenientemente racionalizada, con gobernadores en minúscula. Al fin y al cabo, las administraciones política, religiosa, militar y universitaria tampoco coinciden. Aunque eso es ilógico, evidentemente. Y en ese caso la historia o la estrategia obsoleta están de más. Pero no habría necesidad de caer en esa monstruosidad histórica e incluso léxica del supergobernador que impone un reciente y torpe decreto. Supergobernador es una palabra infantil, casi un término de la lengua cheli, que los catalanes no admitirán y que debiera, por motivos de antropología cultural, repugnar a todos.

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