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Karl Marx sobre el divorcio

En esta España nuestra secularmente anacrónica, en la que se debate con uñas y dientes problemas ya solventados hace más de cien años en casi todos los países de nuestro continente, no parece fuera de lugar traer a la memoria, precisamente hoy, la polémica desatada con motivo del proyecto de ley de divorcio prusiana de 1842; una polémica en la que intervino, entre otros, el mismo Marx, ofreciéndonos así el único testimonio directo que poseemos de él sobre su posición ante el divorcio.La chispa que hizo estallar la polémica fue la publicación, el 20 de octubre de 1842, en la Gaceta Renana, un periódico cuyo redactor-jefe era, a la sazón, K. Marx, del texto íntegro de un proyecto de ley de divorcio redactado ya en julio del mismo año y que el Gobierno había mantenido desde entonces en el más riguroso secreto.

Lo que fundamentalmente provocó el escándalo fue, no tanto el hecho en sí de la publicación de un proyecto que el Gobierno había querido mantener estrictamente secreto, sino, sobre todo, el carácter violentamente reaccionario del texto, que trataba de derogar en lo esencial la regulación muy liberal de divorcio contenido en el Código general prusiano de 1794. La nueva ley de divorcio, cuya finalidad, según la exposición de motivos del proyecto, era «corregir los abusos que, con ocasión del divorcio, habían socavado la santidad del matrimonio», y retornar como único remedio a «los principios cristianos de la institución», no sólo derogaba, en efecto, dos causas fundamentales de divorcio, el mutuo disenso y la «aversión mutua y profunda», lo que hoy llamaríamos quiebra irreparable de la comunidad conyugal, que habían sido derecho común en Prusia y en Renania desde la promulgación del Código General de 1794, sino que establecía, en determinados casos, un plazo de dos años de separación antes de conceder el divorcio, siguiendo así -como últimamente entre nosotros- la jurisprudencia de los tribunales eclesiásticos evangélicos, y para colmo, hacía suya la legislación canónica, creando la figura insólita del «defensor del matrimonio» y prohibiendo a los católicos divorciados contraer nuevo matrimonio mientras viviera el otro cónyuge, incluso cuando ambos o uno de ellos abjuraran de su religión y se acogieran a la disciplina protestante. No es, por eso, extraño que la publicación del proyecto provocara una reacción inusitada, no sólo en los medios liberales más radicalizados, sino también en quienes, al oponerse al nuevo proyecto, lo. hacían en nombre de su propia tradición jurídica. Finalmente, y como resumen y conclusión de la polémica, y «desde el punto de vista de la filosofía del Derecho», Marx expuso en los números 319 y 353 (15 de noviembre y 19 de diciembre de 1842) su propia posición ante el problema.

Con su peculiar sagacidad para ir directamente al núcleo de la cuestión, Marx pasa por alto los argumentos jurídicos e históricos que se habían hecho valer contra el proyecto de ley y centra su atención en un solo punto: la naturaleza del matrimonio como institución social, y, en consecuencia, la naturaleza y posibilidades del divorcio. Esto y no los ataques contra la intromisión religiosa en la institución matrimonial es lo esencial. Porque, en efecto, dice Marx, «si el legislador considera como esencial del matrimonio, no la necesidad humana, sino la sacralidad religiosa, es decir, si en lugar de la propia decisión, sitúa la decisión desde lo alto.... y en lugar de la sumisión leal a la naturaleza de la relación pone la obediencia pasiva frente a mandatos superiores a esta naturaleza, ¿es posible censurar a este legislador, si somete el matrimonio a la Iglesia y sitúa a éste bajo la jurisdicción de las autoridades religiosas?». La intromisión religiosa no se refuta poniendo de manifiesto su posición en materia de divorcio, «porque el legislador religioso no polemiza contra la disolución del matrimonio secular, sino contra el carácter secular del matrimonio; de lo que trata es de privarlo de esta secularidad, y allí donde esto no es posible, lo que procura es reducirla a un aspecto meramente accidental y tolerado».

El único punto de partida para una solución correcta del problema es, por eso, para Marx, la consideración del matrimonio como una institución humana, cuya sustancia ética reside, como él mismo diría poco antes, en su crítica a la escuela histórica, en la «purificación del impulso sexual por la exclusividad, en la belleza ética que idealiza un impulso natural hasta convertirlo en momento de una unión espiritual». Por esta sustancia ética, el matrimonio se convierte en una entidad autónoma, que, aunque creada por la voluntad de las partes, posee leyes propias independientes de esta voluntad. Desde aquí, Marx combate no sólo las pretensiones de la Iglesia, sino también el individualismo radical, que habían mantenido en el calor de la polémica algunos críticos de la nueva ley. Porque la voluntad de los cónyuges, escribe Marx, no puede prevalecer sobre la «voluntad objetiva» de la institución; y, si es cierto que nadie está obligado a contraer matrimonio, no es menos cierto que todo el que lo ha contraído está obligado, mientras el matrimonio subsiste, a observar sus leyes inmanentes, las cuales no son más que un predicado de la institución como tal. Y lo que dice del individuo puede decirse también del Estado, el cual tampoco puede intervenir en la esencia propia del matrimonio. «El legislador tiene que considerarse a sí mismo como un científico de la naturaleza; es decir, que no hace las leyes ni las inventa, sino que sólo las formula,

Contra la disolubilidad del matrimonio

Esta concepción, tan típica de Marx, que ve en el matrimonio una institución autónoma sostenida en su individualidad por su propia sustancia ética, va a caracterizar toda su posición respecto al divorcio. Porque si el matrimonio recibe su existencia de sí mismo, de leyes que le son inmanentes, el matrimonio en tanto que tal no es susceptible de disolución, a no ser que deje de ser tal matrimonio. Esta es, en sustancia, la tesis de Marx, quien al parecer, paradójicamente, niega la disolubilidad del matrimonio, pese a ser producto de voluntades individuales. Ya Hegel había dicho que el matrimonio era indisoluble «de acuerdo con su concepto»; y Marx, muy hegeliano en este punto, vuelve, una vez más, a la tesis del maestro. Si el matrimonio no es sólo una unión accidental de dos personas, sino una unión en la que se manifiesta una idea, el matrimonio representa, como tal, una existencia ética, y es, también como tal, una institución no susceptible de disolución. «Todas las situaciones éticas son por su concepto mismo indisolubles, una vez presupuesta su verdad. Un verdadero Estado, un verdadero matrimonio, una verdadera amistad son indisolubles».

Ahora bien, cuando esta correspondencia entre la esencia de la institución y su realidad empírica desaparecen, no queda de la institución más que «una cáscara vacía». O, lo que es lo mismo, la institución no es disuelta por la instancia que sea, sino que ha perecido por sí misma. Y aquí sí que juega un papel el Estado y su legislación. «Así como en la naturaleza se da al acabamiento y la muerte cuando una existencia no responde ya a lo que tiene que ser, y así como la historia universal decide cuándo un Estado se ha apartado tanto de la idea del Estado que no merece subsistir, así también el Estado establece cuáles son las condiciones que nos dicen que un matrimonio ha dejado de ser matrimonio». El divorcio aparece así en Marx en una nueva perspectiva. Al hacer del matrimonio una existencia ética, su término no puede hallarse fuera de él, sino en él mismo. «El divorcio no es más que la declaración: este matrimonio ha perecido, su existencia no es más que apariencia y engaño». Y las llamadas «casas» de divorcio revisten así también un nuevo sentido, porque ya no son motivos abstractamente tipificados que comportan la disolución del matrimonio, sino, como dice Marx muy significativamente, «síntomas de la muerte ética de la institución». Lo que quiere decir, en otras palabras, que el problema del «mutuo disenso» o de la «aversión profunda», tan apasionadamente debatidos en la época -¡hace ahora más de cien años!-, es sólo el problema de si en el uno o en la otra se ponen de manifiesto la desaparición de la sustancia ética del matrimonio y, en consecuencia, de la existencia del matrimonio mismo.

Y, como colofón, algo igualmente importante. La protección que el Estado debe a la institución matrimonial cesa en el momento en que termina la sustancia ética que era el supuesto de aquella tutela jurídica. Y es que, como dice Marx contundentemente, «así como el Estado no puede imponer su moral como obligación, así tampoco puede prestar a la inmoralidad como tal el rango de validez jurídica».

Felipe González Vicén es catedrático de Filosofía del Derecho.

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