La razón de una vida
Los primeros papeles de la ópera-revista Evita han sido muy codiciados. En España, el protagonismo femenino que idearon Tim Rice y Andrew Lloyd Weber lo consiguió, tras diversas vicisitudes, Paloma San Basilio. La versión televisiva de la NBC fue una carrera entre animales pura sangre, Barbra Streissan-Marlon Brando se inscribieron, pero ganó la pareja Fave Dunaway-Robert Mitchum. La protagonista que actualmente lo representa en Broadway, Patti Lupone, ha logrado un «Tony» a la mejor actuación del año, consiguiendo la obra además otros seis premios. También en España la expectación es grande y las entradas se han puesto a la venta con meses de anticipación, como en todo el mundo. En eso no somos diferentes.En Iberoamérica existen ejemplos de mujeres que han reinado sin ser reinas. Un precedente muy cercano es el de una de las hijas; del dictador venezolano Marcos; Pérez Jiménez, la cual no sólo fue una especie de Evita caraqueña, sino que consiguió fundar un partido político para reivindicar la discutible actuación de su padre.Cuando en Paraguay tomó posesión del Gobierno Francisco Solano López, sucediendo a su padre, Carlos Antonio López, lo primero que hizo fue visitar la corte de Francia, asistir a un baile y llevarse para Asunción, del Paraguay, a una de las más delicadas flores de Versalles, a madame Lynch. La bella dama acompañó al centauro hasta el último momento, la batalla de Cerro Corá, en donde viejos de ochenta años y niños de seis lucharon contra las fuerzas conjuntas de Argentina, Bolivia y Brasil. Los paraguayos murieron inmolados y hasta quienes fueron sus enemigos se descubrieron luego, respetuosamente, ante aquellos patriotas valientes o suicidas; madame Lynch fue todo un símbolo.Eva, en cambio, fue otras muchas cosas más. Nacida en un modesto pueblo, Los Toldos, a 350 kilómetros de Buenos Aires, a los dieciséis años se empareja con un guitarrista-cantor de mala muerte, Roberto Magaldi. Al conocerla Juan Domingo Perón, la futura jefa espiritual de la nación era «una mezcla rara de Musseta y de Mimí», como gime el tango de Enrique Delfino, es decir, alguien que, viviendo como Manon Lescot, aspira al estrellato de la Du Barry.
Su vida se ha contado, e inventado también, en cientos de libros, folletos y panfletos. Uno de los más famosos historiadores que visitó Argentina en esa década de 1940-1950, el futuro presidente de Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, prefirió dedicar su tiempo a investigar la influencia de la Iglesia, descubrir los secretos de la doma de potros y comparar la extensión de las estancias argentinas con las del «King Ranch». Fruto de sus investigaciones es un curiosísimo libro -Catholicism, nationalism and democracy in Argentina (Universidad de Notre Dame, EE UU, 1959)- que el clan Kennedy jamás menciona y al que sus panegiristas Arthur M. Schlesinger y Theodore C. Sorensen prefieren olvidar. Olvidamos, a menudo, aquello que queremos olvidar.
Pienso que con el anuncio del estreno en España del musical Evita se avecina una avalancha de opiniones frívolas sobre una de las más complejas y discutidas figuras femeninas del presente siglo. Si sus enemigos irreconciliables -los oligarcas- no vacilaron en calificarla de prostituta, sus adeptos tuvieron la desfachatez de reunir la correspondiente documentación para intentar en Roma una canonización que rozó el delirio. Sin embargo, repasando las biografías de Eva Duarte de Perón, desde Arthur P. Whitaker, Mario Amadeo y Alejandro Magnet hasta la magnífica obra de Carmen Llorca recién publicada en España, hay un hecho que si bien se menciona tan sólo en tres o cuatro líneas, merece un tratamiento; me refiero a su desmedida afición a las joyas, hecho que escamotea en su autobiografía La razón de mi vida.
La habitación de la moribunda Evita, en el primer piso de la mansión de la calle de Agüero. 2502, estaba muy cerca de otra habitación en donde cincuenta fornidos «descamisados» custodiaban una impresionante colección de joyas, condecoraciones y piedras preciosas. La «compañera» pidió unas cuartillas y con letra temblorosa fechó el papel orlado con su nombre y el escudo de la nación: 26 de julio de 1952.
El testamento -cinco carillas- da «imprimatur» a su constante y mesiánica actividad. Dice que las banderas contra la oligarquía deben continuar levantadas y que los «descamisados» tienen que obedecer ciegamente al jefe, Juan Domingo Perón, que es el «primer trabajador del país», orden, dicho entre paréntesis, en la que subyace el deseo común a todos los dictadores de que todo quede en casa.
Su última voluntad también menciona las joyas, un detalle absolutamente imposible de ocultar dada la magnitud de la colección. Sobre el destino final de estas riquezas, Evita dictamina: «Mis joyas no me pertenecen. La mayor parte fueron regalo de mi pueblo. Pero aun las que recibí de mis amigos o países extranjeros, quiero que vuelvan al pueblo. No quiero que caigan jamás en manos de la oligarquía, y por eso deseo que constituyan en el Museo del Peronismo, un valor permanente que sólo podrá ser utilizado en beneficio directo de mi pueblo».
Cuatro meses después, el presidente de la República Argentina, Juan Domingo Perón, en un acto de fervor multitudinario anunciaba el deseo testamentario de su segunda mujer: «Compañeros: esta es la decisión de Eva Perón. Yo he de ejecutarla al pie de la letra. Las numerosas alhajas que el pueblo, los amigos y algunas naciones extranjeras regalaron a Eva Perón serán destinadas al museo que se instalará en su monumento, a cuyo efecto han sido entregadas a la comisión correspondiente. Desde allí servirán de garantía para préstamos a familias humildes que deban construir su propia vivienda».
Los militares que en 1955 derrocaron a Perón tenían otras intenciones con respecto a esas alhajas. Decidieron que lo más práctico era enviar todas las joyas a subasta y que los «cabecitas negras», o sea los desocupados del interior del país que tanto habían apoyado a Perón, si querían construir sus casas lo mejor que podían hacer era comenzar a practicar la noble y saludable virtud del ahorro. El ahorro es bueno para los pobres.
La primera pieza que integró la fabulosa serie fue una modesta medalla de oro, obsequio del Sindicato de Sanidad; en el otro extremo estaba la distinción otorgada por el Congreso Nacional -Ley 14.128- del Gran Collar de la Orden del Libertador General San Martín, una fruslería que consta de 3.821 piezas de oro, plata y platino y 753 piedras preciosas, predominando los brillantes, los rubíes y las esmeraldas.
Aunque sus incondicionales juraban que era «una mujer modesta», la realidad es que se vestía en Pierre Balmain, Jaeques Fath, Christian Dior y Madame Rochas, con impresionantes facturas de cien mil dólares, cifra que haría pequeña Jacqueline Kennedy-Onassis años más tarde. Y si para tales atuendos, tales joyas, el arqueo de la colección superó cualquier imaginación, tanto que al final se decidió poner en práctica los antecedentes de un anterior y sonado remate, el de las joyas del rey Faruk de Egipto, agrupando las piezas en lotes. Para abrir boca, los compradores pudieron optar por un bloque de oro de 65 kilos de peso, consecuencia de haber metido en los crisoles un montón de chucherías aúreas. Siguió una gargantilla de platino valorada en 150.000 dólares, una esmeralda de 45 quilates y 450 alhajas más. Y eso era sólo el comienzo.
El lote 279 fue considerado por los expertos como la «prima donna» del remate, un extraordinario collar de brillantes adquirido por un anónimo comprador norteamericano en 800.000 dólares.
Los 462 lotes de la colección provocaron el asombro general. Un historiador liberal, Fermín Arenas Luque, describió en su ensayo Una visita a la residencia presidencial sus impresiones: «Lo más espeluznante fue el espectáculo de una tabla de dos metros de largo, cubierta con un paño de terciopelo azul oscuro. Encima, como quien ha arrojado piedrecillas recogidas en un parque, montones de pulseras, anillos, clipes y collares. Otra tabla gemela exhibía, como arrojadas al azar, cientos de medallas de oro de diversos tamaños y formas». Junto a esa mesa estaba el lote número uno, compuesto de veintidós piezas; un anillo, dos estatuas de marfil y ocho relojes de oro se adjudicaron en 600.000
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Viene de página 9dólares. Una gargantilla de platino y brillantes tasada en 1.500.00(Y dólares no encontró comprador. Mejor suerte logró un elefante de oro, obsequio del Gobierno de Portugal, adquirido en la comparativamente modesta suma de 30.000 dólares.
La memoria de la comisión liquidadora de esos bienes decidió decretar que «algunas de las piezas se quedarán en el país. Las condecoraciones extranjeras se conservarán en la cancillería», con lo cual, entre otras, se salvó de la venta la Real Orden de Isabel la Católica en el grado de Gran Cruz, obsequio del general Franco.
El fallecimiento de Evita superó la forma tradicional de homenaje. El mismo día de su muerte, en todas las ciudades y pueblos se levantaron altares callejeros, y la Confederación General de Trabajadores (CGT) ordenó un paro de tres días; el clima que se respiraba era de tal trascendencia que la difícil oposición, sarcásticamente, tituló la evocación como «velatorio con sucursales»; millones de descamisados demostraron su fervor llorando por las calles, después de haber agotado las existencias de. corbatas, de brazaletes negros Y de alcohol.
La ilimitada afición de Evita por las joyas tuvo continuidad en su desconsolado marido, Juan Domingo Perón; su último tío públicamente conocido, Nelly Rivas, de dieciséis años de edad, fue obsequiada por Pochito, el presidente con unos, pedruscos valorados en un millón de dólares, antes de la forzada separación, impuesta a cañonazos, por los militares revolucionarios. Todavía no se, había cumplido un año del fallecimiento de la «compañera» Evita.
Se asegura alegremente, que en Estados Unidos un niño que venda periódicos en la calle puede llegar a presidente de la nación. Hasta donde alcanzan mis conocimientos, todavía nadie ha llegado por ese camino hasta la Casa Blanca. Sí es cierto, en cambio, que alguna astuta mujer, moviendo convenientemente las caderas, puede llegar muy lejos y avanzar así la razón de su vida.
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