Ni virreyes ni embajadores
AL TIEMPO que los dirigentes de los grandes partidos brindan con champafía para celebrar la creación de un frente inconstitucional en torno a la modificación de la ley de Modalidades de Referéndum, las protestas del Parlamento catalán y del Gobierno vasco contra la denominación y competencias de los supergobernadores Josep Meliá y Marcelino Oreja, por un lado, y el conflicto acerca de las competencias de la Generalidad sobre las cajas de ahorro, por otro, deberían ayudar a nuestra clase política a salir de su irresponsable euforia. Porque parece bastante insensato lanzarse a tumba abierta a la improvisada y chapucera multiplicación de comunidades autónomas, con los mil escollos que llevan aparejadas las transferencias de competencias máximas, cuando las instituciones de autogobierno catalanas y vascas, aprobadas por referéndum hace un año, comienzan a plantear serios e inéditos problemas nada más ponerse en marcha. Quizá fuera prudente, antes de proseguir la articulación del misterioso Estado de las autonomías, estudiar en ese laboratorio ya existente la manera de resolver los inevitables conflictos a los que forzosamente dará lugar el largo proceso de reacomodo de los viejos hábitos centralistas a la democracia local, por un lado, y de aprendizaje de los Gobiernos autónomos a ejercer sus competencias dentro de los límites constitucionales, por otro.El bautismo como gobernadores generales de los delegados que el poder ejecutivo puede designar, de acuerdo con el artículo 154 de la Constitución, para dirigir «la Administración del Estado en la comunidad autónoma» y .coordinarla «con la Administración propia de la comunidad», denuncia de manera quizá inconsciente las tendencias inerciales de la Administración central a confundirse con todo el Estado y a considerar a la Administración local -y ahora a las comunidades autónomas- o bien como meros auxiliares de su función, o bien como cuerpos extraños situados en una especie de limbo de la vida pública. Es cierto que la disputa nominalista sobre la manera de designar a Josep Meliá o Marcelino Oreja resultará extraña para muchos y que la reacción de catalanes-y vascos puede sonar excesivamente airada a otros. Sin embargo, los argumentos de quienes se sienten ofendidos por ese título -que se presta, en cualquier caso, a notables equívocos y confusiones y posee desagradables connotaciones virreinales- descansan en la lectura literal del artículo 154 de la Constitución, que habla de un delegado y no de un gobernador gen PraL De añadidura, no hay razón para que los recelos y susceptibilidades de catalanes y vascos ante la sonoridad megalómana del cargo sean juzgados con mayor rigor o menos benevolencia que la propensión de los servidores del poder ejecutivo a rodearse de pompas y honores, aunque sean tan menores como preferir el retumbante título de gobernador general al más modesto de delegado o disputar la precedencia en actos públicos o banquetes.
Pero no se trata sólo de una cuestion de rótulos. El Gobierno de Vitoria y la mayoría ciel Parlamento catalán también impugnan el contenido del real decreto del 10 de octubre, regulador de las competencias de los delegados del Gobierno en las comunidades autónomas, y lo tildan de inconstitucional. Así pues, no es sólo el fuero, sino también el huevo lo que se dirime en este conflicto. Sería deseable a este respecto que tanto el Gobiemo como las instituciones de las comunidades iutónomas desdramatizaran políticamente este litigio y eligieran, para dirimirlo, la senda jurídica del Tribunal Constitucional, pieza clave de nuestro sistema para resolver este tipo de problemas. A este alto organismo corresponde, en última y única instancia, dictaminar la adecuación o inadecuación del título de gobernador general y de las competencias asignadas a ese cargo, sea cual fuere su denominación, a la legalidad constitucional.
Uno de los peligros que acecha a a los regímenes estatutarios es que la Administración central no se resigne a la idea de que las instituciones de aulogobierno son también parte del Estado. A este respecto, los textos legales han alimentado con su imprecisión la posibilidad de identificar la Administración central con la Administración del Estado. Ese enfoque llevaría, entre otras cosas, a duplicar gravosa, innecesaria y conflictivamente los aparatos públicos en los territorios autónomos, de forma tal que las instituciones de las comunidades no ocuparían el vacío voluntariamente dejado por el desmantelamiento de una parte de las instalacíones periféricas de la Administración central, sino que se superpondrían confusa y conflictivamente a ellas.
Pero esa desfiguración no es el único peligro a la vista, ni todos los riesgos parten de Madrid hacia la periferia. Así, por ejemplo, el incoado ccnflicto en torno a las competencias de la Generalidad de Cataluña sobre las cajas de ahorro que operan en ese territorio es enormemente delicado, tanto por sus eventuales repercusiones sobre los acuerdos de mayoría en el Congreso como por sus efectos sobre el funcionamiento del sistema financiero español. La medida adoptada por la Consejería de Economía y Finanzas no ha pasado por la Comisión de Transferencias y probablemente -rebasa el techo de competencias del Estatuto de Sau. También en esta ocasión corresponderá al Tribunal Constitucional, -caso de que la Generalidad no atienda al requerimiento enviado por el Gobierno, resolver sobre bases jurídicas un litigio que no debería ser exacerbado políticamente en ningún caso.
Por lo demás, este incidente, aunque anterior al real decreto de 10 de octubre y no vinculado directamente con sus materias, puede servir para ilustrar el peligro simétricamente opuesto al ejemplificado con los nombramientos de Josep Meliá y Marcelino Oreja. Si bien estos delegados no deberán constituirse en virreyes de la Administración central en Cataluña y en el País Vasco, tampoco pueden ser meros embajadores del poder ejecutivo ante esas comunidades, comisionados para traer y llevar recados o para ejercer funciones decorativas y representativas. Las instituciones de autogobierno no deben ser interferidas por la Administración central, pero tampoco el ejercicio de sus competencias puede rebasar los techos que la Constitución y los estatutos han determinado.
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