Los grandes que nunca fueron
Se ha dicho muchas veces que los más grandes escritores de los últimos ochenta años se murieron sin el Premio Nobel. Es una exageración, pero no demasiado grande. Leon Tolstoy, cuya novela Guerra y paz es, sin duda, la más importante en la historia del género, murió en 1910, a la edad muy nobiliaria de 82 años, cuando ya el Premio Nobel se había adjudicado diez veces. Su libro magistral llevaba ya 4.5 años de gloria, con numerosas traducciones y reimpresiones en el mundo entero, y ningún crítico dudaba de que estaba destinado a existir para siempre.En cambio, de los diez escritores que obtuvieron el Premio Nobel mientras Tolstoy vivía, el único que permanece vivo en la memoria es el inglés Rudyard Kipling. El primero que lo obtuvo fue el francés Sully Prudhomme, que era muy famoso en su tiempo, pero cuyos libros no se encuentran ahora, sino en librerías muy especializadas. Más aún, si uno busca su nombre en un diccionario francés, se encuentra con una definición previa que parece una mala jugada del destino: «Prototipo moderno de la nulidad satisfecha y la trivialidad magistral». Otro de los diez primeros laureados fue el polaco Henryck Sienkiewicz, que se había colado de contrabando en la gloria con su ladrillo inmortal, Quo Vadis. Otro había sido Federico Mistral, un poeta provenzal que escribió en su lengua vernácula y que tuvo el triste honor de compartir el premio con uno de los dramaturgos más deplorables que parió la madre España: don José Echegaray, ilustre matemático a quien Dios tenga en su santo reino.
En los dieciséis años siguientes murieron sin obtener el premio otros cinco de los grandes escritores de todos los tiempos: Henry James, en 1916; Marcel Proust, en 1922; Franz Kafka, en 1924; Joseph Conrad, en el mismo año, y Rainer Maria Rilke, en 1926. También durante esos años estaban sentados en el escaño de los genios nadie menos G. K. Chesterton, que murió sin su premio en 1936, y James Joyce, que murió en 1941, cuando su Ulysses había cambiado el curso de la novela en el mundo, diecinueve años después de su publicación.
En cambio, de los catorce autores que lo obtuvieron en esa mala época, sólo cuatro perduran: el inglés Maurice Maeterlink, los franceses Romain Rolland y Anatole France, y el irlandés George Bernard Shaw. El indio Rabindranat Tagore, a quien debemos tantas lágrimas de caramelo, fue arrastrado por los vientos de la justicia del carajo. Knut Hamsun, el noruego que obtuvo el premio en 1920 en el apogeo de la gloria, ha corrido la misma suerte, aunque menos merecida. Dos años después, la Academia Sueca sufrió su segundo accidente mortal en lengua castellana: el inefable don Jacinto Benavente, a quien Dios tenga lo más cerca posible de don José Echegaray hasta el fin de los siglos. Con mayores o menos méritos, ninguno de los premiados de este lapso lo merecieron tanto como los que se murieron mereciéndolo.
La omisión de Kafka y Proust es comprensible. En 1917, cuando el Premio Nobel fue compartido por dos ilustres conocidos en su casa -Karl Gjellerup y Heriryk Pontoppidan-Franz Kafka tuvo que retirarse de la compañía de seguros donde trabajaba, y murió siete años después aniquilado por la tuberculosis en un hospital de Viena. La metamorfosis, su obra maestra, había sido publicada poco antes en una revista alemana. Sólo en 1926 -como se sabe tal vez demasiado-, su amigo Max Brod contrarió la voluntad del muerto, y publicó sus dos novelas geniales: El castillo y El proceso. Ese año le concedieron el Premio Nobel a la italiana Grazia Deledda, quien vivió todavía diez años más para creerlo.
La dudosa justicia
También Marcel Proust murió sin conocer su gloria. En 1916, el primer tomo de su obra máxima había sido rechazado por varios editores, y entre ellos Gallimard, por decisión de su consejero literario, André Gide, quien por cierto había de ser el muy justo Premio Nobel de 1947. Fue publicado más tarde por cuenta del propio autor. Luego, en 1919, publicó el segundo volumen -A la sombra de las muchachas en flor-, que le valió un prestigio inmediato, y la distinción mayor de las letras francesas: el Premio Goncourt. Pero hay que ser justos: sólo un poder adivinatorio real hubiera podido prever lo que sería el espléndido monumento literario de este siglo: A la búsqueda del tiempo perdido, sólo publicada en su totalidad después de la muerte del autor.
En la misma conversación que cité aquí ayer, Graham Greene me dijo que sus dos influencias decisivas habían sido las de Henry James y Joseph Conrad, ambos considerados en vida como dos clásicos de la lengua inglesa. El año en que muríó Henry James, el Premio Nobel fue el sueco Verner V. Heldenstam. El año en que murió Conrad lo fue otro escritor nacido en Polonia -como él-: Wladyslaw Reymont. Ninguno de los dos era un genio oculto, como sin duda lo son el griego Giorgios Seferis, premiado en 1963, y el norteamericano Isaac B. Singer, premiado en 1978.
Al contrario de Kafka y de Proust, Conrad había vivido su gloria. Había publicado dieciséis novelas y numerosos cuentos, la mayoría de ellos magistrales; estaba reconocido como uno de los más grandes escritores de su tiempo y se había dado el lujo de rechazar el título de caballero del imperio, británico. Acababa de cumplir 67 años, que entonces era una buena edad para morirse tranquilo.
Marie Curie obtuvo el Premio Nobel de Física en 1903, compartido con su esposo Pierre, y obtuvo, luego, el de Química, ella sola, en 1911. También el norteamericano John Bardeem compartió el premio de Física en 1956, por descubrir los efectos del transistor, y volvió a compartirlo en 1972, por su aporte al desarrollo de la teoría de la superconductividad. Por último, el profesor Linus Carl Pauling, que obtuvo el premio de Química en 1954, repitió con el de la Paz en 1962. Einstein, en cambio, mereció dos veces el premio de Física, y sólo se lo dieron una vez. Los encargados de adjudicarlo fueron previsivos: temiendo que la teoría de la relatividad resultara falsa, le concedieron el premio por el descubrimiento de la ley de los fenómenos fotoeléctricos.
La Academia Sueca no incurre en jesas frivolidades. Al contrario: si una virtud hay que reconocerle es su carácter drástico. No tiene miedo de equivocarse -y se equivoca mucho, por supuesto-, concede el premio una sola vez por una obra de toda la vida, y parece considerar que quien es bueno en una ciencia no puede serlo también en el arte de las letras. La única inconsecuencia en que ha incurrido -y tal vez no lo vuelva a hacer- fue adjudicar un premio póstumo, en 1931, al poeta más popular de Suecia, Erik Axel Karlfeldt, que había muerto seis meses antes. Más raro aun: Karlfeldt había declinado el premio en 1918, y en consecuencia fue declarado desierto ese año. Uno no se explica entonces por qué no se hizo lo mismo cuando lo rechazaron Boris Pasternak, en 1958, y Jean Paul Sartre, en 1964, sino que se les siguió considerando premiados contra su voluntad.
En todo caso, una superstición muy difundida entre escritores pretende que el Premio Nobel de Literatura es siempre un homenaje póstumo: de 75 premiados, sólo doce están vivos. Conozco varios escritores grandes que por estos días no sienten la ansiedad de Borges, sino todo lo contrario, un terror metafísico, porque cada vez prospera más la creencia de que nadie sobrevive siete años al Nobel de las letras. Las estadísticas no lo prueban, pero tampoco lo desmienten: veintidós han muerto dentro de ese plazo.
El mal ejemplo lo dieron los primeros. Sully Proudhomme murió seis años después de recibirlo. El alemán Theodoro Mominsen murió al cabo de un año. El noruego Bjornstjierne Bjiornson murió a los siete años. El récord del primer decenio lo batió el poeta italiano Giosué Carducci, que recibió el Premio Nobel en noviembre de 1906 y murió en febrero del año siguiente. Sin embargo, el récord actual lo conserva el gran poeta inglés John Galsworthy, quien recibió el premio en 1932 y murió sesenta días después del hecho.
Quienes no creen en supersticiones, por supuesto, tienen la explicación lógica: la edad promedio a que se adjudica el premio es de 64 años, de modo que es una probabilidad estadística que los premiados mueran dentro de los siete años siguientes. Lo demuestran por la negativa con los premiados más jóvenes: Rudyard Kipling, el más joven de todos, que lo recibió a los 42 años, murió a los 76: Sinclair Lewis, que lo obtuvo a los 45, murió a los 66; Pearl S. Buck, la bien olvidada, que lo obtuvo a los 46, murió a los 81, y Eugenio O'Neill, que lo recibió a los 48, murió a los 73. La excepción bien triste fue Albert Camus, que obtuvo el premio a los 44 años, en el esplendor de su gloria y su talento, y murió dos años después, en el accidente de un automóvil conducido por un destino que tal vez no era el suyo.
Sin embargo, la vida siempre encuentra la manera de estar contra la lógica. Para demostrarlo está la lista de los tres premiados más viejos: el alemán Paul Heyse, con ochenta años; Bertrand Russell, con 78, y Winston Churchill, con 79. Heyse, que en este caso es la excepción al revés, murió cuatro años después del premio. Pero Churchill sobrevivió once años, fumándose una caja de puros y bebiéndose dos botellas de coñá al día, y Bertrand Russell batió todas las marcas mundiales: murió veinte años después de recibir el premio, a los 98 años de su edad.
Números misteriosos
El caso más extraño, y fuera de todo cálculo, fue el de Shmuel Y. Agnon y Nelly Sachs, que compartieron el premio en 1966. Agnon había nacido en la India en 1888, pero emigró a Israel con su familia, y adquirió la nacionalidad israelí. Fue, sin duda, el más grande novelista hebreo. Nelly Sachs, que fue una gran póeta y muy buena autora de teatro, había nacido en Berlín en 1891, también en el seno de una familia hebrea, pero conservó siempre la nacionalidad alemana. Al principio de la segunda guerra mundial escapó de la persecución nazi y se radicó en Suecia. El 17 de febrero de 1970, a la edad de 82 años, Agnon murió en Jerusalén, cuatro años después de recibir el Premio Nobel. Ochenta y cuatro días después, el 12 de mayo, y a los setenta años de su edad, Nelly Sachs murió en Estocolmo.
Jean Paul Sartre no dió nunca ninguna muestra de creer en estos misterios de los números. Salvo una; cuando un periodista le preguntó si estaba arrepentido de haber rechazado el Premio Nobel, contestó: «Al contrario, eso me salvó la vida.» Lo inquietante es que murió seis meses después de decirlo.
* Otros que merecían el Premio Nobel: Thomas Hardy, Aldous Huxley, Virginia Woolf, Henry de Monterlari y, por supuesto, André Malraux.
Babelia
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