¿Puede este país confiar en la derecha?
Hay dos maneras de matar, decía Eugenio d'Ors: una, la que la propia palabra significa; la otra, «hacer imposible la vida». «Es la moda», añadía, «del asesinato lento y oscuro que consuma una multitud de cómplices invisibles». Y hay, en efecto, dos maneras de acabar con una experiencia histórica: sincopándola de golpe o dejándola extinguirse poco a poco, entre la indiferencia, el sarcasmo, la inercia o el desinterés de los ciudadanos. Esta reflexión me parece tanto más útil hoy cuanto que estamos asistiendo en España a los comienzos de algo bastante más serio que una pirueta política o una remodelación gubernamental. Lo que el quinto Gabinete de Adolfo Suárez encara es la oportunidad de la derecha de demostrar o no sus capacidades para dirigir un país en democracia. Un país al que hasta anteayer mismo se le estaba matando mediante el muy difundido sistema de no dejarle vivir.Pienso que este es un enfoque sobre lo que nos sucede algo más atractivo y bastante más preocupante que los diálogos de botica en los que anda metida la política española de los últimos tiempos. En ellos, como decía Gramsci, el criterio fundamental es que si las cosas van mal es porque el diablo ha metido el rabo, y si al final se descubre que un ministro es un cornudo todo queda felizmente esclarecido. Nadie está exento, y yo menos que nadie, de la afición de los comentaristas por personalizar las culpas y difuminar los elogios; pero merece la pena el esfuerzo analítico de suponer que tan es mentira que la transición sea la obra exclusiva de Suárez como que la crisis económica y el descrédito general de la situación se deban sólo a él. Esta ha sido, no obstante, la aseveración más repetida hasta hace unas semanas por un alto porcentaje de los ministros de Estado que hoy se sientan a su mesa.
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De donde sólo es posible deducir dos cosas: o bien que esos ministros son unos bribones a los que no les importa nada con tal de ser ministros, cosa hartamente improbable y que yo niego, pues de otro modo podría incurrir además en grave desacato a la autoridad, o bien -tesis mucho menos frívola y más comprometida- que los éxitos y las culpas deben ser compartidos y asumidos por cuantos nuclean el partido del Gobierno y que hoy, feliz y finalmente, viajan como es debido en su coche oficial. A mi juicio, es, pues, esencial el consenso sobre este punto: que ya está toda la UCD sentada sobre los almohadones del poder y que es la UCD, como fenómeno social y político de nuestro tiempo, la encargada de administrar la gobernación del país en los inicios de su andadura democrática. La UCD y no Suárez, independientemente de las obvias responsabilidades que todo primer ministro contrae.
La otra cuestión sobre la que el consenso me parece más dificil de recabar, y no lo entiendo, pues resulta bastante obvia, es que la misma UCD representa globalmente a la derecha de este país y que sólo los nacionalismos burgueses de Cataluña y Euskadi pueden competir -más bien complementarse con ella- en esta representación. UCD es, como lo ha sido siempre, la heredera directa del poder del franquismo. Si bien se mira, es hasta una creación o emanación de él, y para nada constituye eso una crítica peyorativa, pues esta criatura era necesaria si se quería llevar a cabo la transición de la forma en que se hizo. En el proceso, a la izquierda correspondía el papel más reformista o reformador posible, toda vez que abdicó de los programas revolucionarios, y a la UCD el de la conservación a ultranza de todo lo conservable.
Pues bien, he aquí que ha llegado la hora en que todo ese elenco de testaferros del pasado que se dividió más por motivos de rebotica que por discrepancias reales sobre el modo de gobernar la transición se han vuelto a reunir en torno a la mesa camilla y se aprestan a dirigir -con rigor y firmeza, señalan- los próximos dos años y pico de vida española. Se acabó la fábula de que si fulano o mengano no valen o valdrían mejor de otra manera, porque ahí están sentados prácticamente todos los que son y es difícil encontrar mejor equipo, que se sepa, entre las filas ucedistas. O sea, que este Gabinete puede gustar o no gustar, pero es probablemente el mejor de los posibles si se, mantiene la moda monocolor del Gobierno. Su eventual acierto no será entonces el de unos señores ministros, sino el de un modelo de sociedad y el de un programa: el del partido. Su fracaso -no inimaginable- comportaría el de la derecha española y lo que ella representa. Y no hay más derechas posibles en la democracia., pues todo lo quehay al otro lado de UCD es caverna u oportunismo; o ganas de joder.
Coincide también eso que llaman la opinión en señalar que hay dos problemas esenciales a los que el Gabinete centrista tiene ahora que hacer frente si quiere evitar, de un lado, las tentaciones a la turca que se ciernan sobre nuestros generales, y del otro, llegar en buena posición a las elecciones generales próximas. Estos dos problemas serían la crisis económica, con sus secuelas de paro y agitación social, y la configuración del Estado de las autonomías, con sus ribetes de violencia política y terrorismo. Pero tiene el Gobierno un tercer y quizá más grave problema, a mi juicio, que es el de resolver todo eso desde un hacer democrático, en el más escrupuloso respeto a la Constitución. Y ello no va a ser posible si no se acomete la democratización del Estado en todas sus formas, empezando por la burocracia y los cuerpos. Ahí están esperando el Ejército, la policía y la justicia, hasta ahora más adulados que atendidos en las necesidades de un Estado como el que se quiere construir: vamos a ver qué capacidades tienen los barones centristas para abordar un tema así. La cuestión de la reincorporación o no a filas de los militares de la UMD será una prueba experimento definitiva de esas capacidades. Es probable que el Gobierno pretenda aplazarla por eso, pues no está en condiciones de enfrentarse al Ejército, pero sería imperdonable que se sometiera a él. Por lo demás, este asunto de la democratización del Estado resulta esencial cara a la estabilidad política de la Corona, y no es sólo una manía progresista o un propósito ético a perseguir. No puede vivir en paz un país en el que la Constitución -su letra y su espíritu- es desvirtuada, cuando no vulnerada por los cuadros de la Administración, como ahora todavía sucede entre nosotros.
La derecha española está, pues, frente a un reto histórico, que no sólo debe ser contemplado en las cifras de crecimiento del producto nacional bruto. Y no es catastrofismo decir que esta puede ser su última oportunidad. El voto de confianza que el presidente Suárez va a recabar para su equipo ante las Cortes, el martes que viene, está ya pactado con las fuerzas parlamentarias y ganado de antemano. Pero el propio Suárez sabe, sin duda, que no basta la confianza de los diputados para poder gobernar, sino que es precisa la del pueblo y las instituciones de poder real. ¿Puede este país tener confianza en la derecha? Esta no es ahora una pregunta cosmogónica o ideológica, ni mucho menos una cuestión de corte historicista, sino una interrogante coyuntural y política. Y está por ver que sea en realidad la pregunta que se hagan las diversas formaciones y los propios diputados a la hora de decidir qué botón deben apretar en el Parlamento. La UCD fue el partido que ganó las elecciones, y tiene el derecho y el deber de ejercer el poder en estas circunstancias. Pero no podrá hacer Suárez muchas más crisis de Gobierno después de ésta -por no decir que no podrá hacer ninguna-. El martes comienza entonces la cuenta atrás. El saldo ucedista, desde las elecciones de 1979 hasta el presente, es un saldo «dorsiano» y preocupante por cuanto cada día resulta más imposible vivir en democracia en este país. A la oposición habría que refrescarte, en cambio, el cuentecito de Gramsci, dado que siempre anda en la rebotica buscando al diablo que metió el rabo en la cazuela y estropeó el consenso y todo lo demás. Pero la UCD debe entender que en esta ocasión pone en juego de veras el desempeño de su poder y el modelo de Estado que predica. Si no acierta, su alternativa histórica ha de ser la de los partidos de la izquierda, notablemente la de los socialistas. Claro que entonces habría que preguntarse si podemos tener confianza en la izquierda española o si vamos a poder tenerla -no como interrogante universal, sino como alternativa de Gobierno- en las próximas elecciones generales. Una respuesta decepcionante sería la muerte de la democracia. Y no necesariamente porque alguien viniera a matarla de un golpe, sino porque una multitud de cómplices, con la clase política a la cabeza, se habría confabulado para no dejarla vivir.
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