Una "bomba limpia" para la década de los 80
Un conflicto nuclear es posible: esta alarma terrorífica fue enmascarada piadosamente durante los últimos lustros por la detente (distensión) entre el Este comunista y el Oeste capitalista, que, a su vez, se fundaba en la no menos eufemística teoría de la paz asentada en el equilibrio del terror atómico.Pero desde que esa detente quedó entre paréntesis, como consecuencia del asunto afgano, las alertas se multiplican en todo el planeta. Al cabo de los precitados Estados Generales para la Paz, celebrados hace algunos meses en la Unesco, el medio centenar de participantes, investigadores, sabios, educadores y hombres políticos de todo el mundo anotó en su comunicado final: «Nos hemos puesto de acuerdo para juzgar que la situación se agrava continuamente, a causa del gasto loco en armamentos, de igual manera que nos inquieta la quiebra económica que puede ocasionar ese lujo absurdo, y anotamos igualmente la relación directa existente entre la tasa de inflación y el coste de las armas».
Informaciones y editoriales de la Prensa del mundo entero, de unos meses a esta parte, discurren sobre el apocalipsis nuclear, cuya suerte va a jugarse a lo largo de los años ochenta.
En Francia, tercera potencia nuclear mundial, la defensa del santuario nacional se ha convertido en el único tema que apasiona a los franceses, por estar injertado en sus preocupaciones reales. La federacióni de partidos políticos que integran la formación giscardiana Unión por la Democracia Francesa (UDF) acaba de publicar Una doctrina de defensa para Francia, que, además de exp oner los peligros de una conflagración atómica y de justificar, en consecuencia, la política militar del Gobierno, constituye un panegírico tremendista del patriotismo más tradicional: «Sólo alertando con fuerza redoblada a la opinión pública sobre la realidad de la amenaza (la guerra), sobre las crisis que se multiplican, e informando a cada uno de su papel y de sus responsabilidades, se podrá desarrollar el espíritu de defensa».
Cruzadas pre-bélicas
Durante los últimos meses, los medios informativos del mundo han dado cuenta de las cruzadas pre-bélicas de prohombres americanos, como el general Haig y el ex cerebro, de la Casa Blanca Henry Kissinger. Sabido es que en la elección del presidente de Estados Unidos el próximo mes de noviembre jugará una baza decisiva el supuesto retraso de los americanos respecto a los soviéticos, tanto en el sector del armamento atómico como en el convencional.
En Occidente, la doctrina militar de su organización de defensa, la OTAN, como la de Francia, que pertenece a la Alianza Atlántica pero no a la OTAN, aún están fundadas en la «disuasión», es decir, en la hipótesis que permite pensar que el terror atómico impedirá la guerra en última instancia.
Por el contrario, la doctrina militar de la URSS, según la última formulación conocida sobre el particular del órgano oficial Estrategia Militar, dice: «Una salva nuclear simultánea contra los centros vitales y contra el potencial de combate del país enemigo es el medio más rápido y más fiable para conseguir la victoria en una guerra moderna». China, a su vez, mantiene intangible su tesis de siempre: la URSS aspira a la dominación del mundo mediante la guerra.
¿Por qué tanta alarma y tanta precaución? ¿Por qué la estrategia del miedo se abate sobre el planeta Tierra como una tempestad de presagios negros? Los más optimistas quieren creer que el pánico atómico que se cierne sobre los horribres está provocado en gran medida, es decir, que se trataría de una campaña de intoxicación, si no orquestada, favorecida ampliamente.
Más claro: la tensión entre los dos bloques y las perspectivas de una hecatombe nuclear favorecen la hegemonía de los «dos grandes». Estados Unidos puede intervenir más fácilmente en los centros de gravedad del globo, en Oriente Cercano particularmente, para seguir controlando las riquezas petroleras, así como puede también domesticar con menos dificultades a sus aliados: Europa occidental y Japón.
La URSS, por su lado, puede intervenir en Afganistán y, de paso, silenciar cualquier tipo de veleidad de sus aliados del Pacto de Varsovia. De una manera más general, lo que, como consecuencia de la angustia atómica, ya se apellida «ideología de la crisis», le viene como anillo al dedo a un mundo abocado a la recesión económica y a todas las consecuencias político-sociales inherentes: la inflación o el paro se convierten, a la postre, en pasajeros dolores de cabeza, si se piensa en la devastación implacable de una contienda nuclear.
El mundo industrializado en particular encontraría en la preparación de una guerra nuclear el ungüento milagroso que curaría la crisis económica: ante la amenaza del cataclismo final se impone la progresión sin trabas de los presupuestos militares, y con ello se relanzaría el crecimiento económico, basado en el desarrollo de la tercera revolución industrial (la informatización de la sociedad). Por este camino, el miedo a una guerra nuclear, al convertirse en medicina de la crisis económica, incluso podría ahorrar esa guerra. Pero quienes razonan en estos términos tampoco se hacen demasiadas ilusiones: el cultivo de una atmósfera de guerra, antes o después, desembocará en esa guerra.
Ese tipo de análisis no es a excluir y, en todo caso, forma parte del haz de razones que, a veinte años del tercer milenio, hace temer la más espantosa de todas las contiendas que han creado la historia de la humanidad. Pero existen otros argumentos más tangibles. En primer término, la «apoteosis» nuclear ha empezado a perfilarse en el horizonte, a causa de una cadena de acontecimientos que han cuajado como elementos perturbadores durante estos ocho primeros meses del año 1980: el desequilibrio nuclear sobre el teatro europeo (en favor de la URSS), la invasión de Afganistán, la penetración político-militar de la Unión Soviética en Latinoamérica, en Africa, en Asia Meridional; un Tercer Mundo en ebullición, al borde de desestabilizaciones inquietantes, el resurgimiento de fanatismos ideológicos o religiosos, ilustrado espectacularmente por el caso iraní; los desequilibrios acentuados por una crisis económica, que propicia la excitación de los egoísmos más temibles; el resurgir de amenazas fascistas. Todos estos hechos, enraizados en el pasado politico-económico más o menos reciente, han introducido en las relaciones internacionales factores irracionales e imprevisibles.
Y todos ellos configuran el contexto estratégico global, caracterizado porla permanencia del antagonismo entre el mundo capitalista y el comunista y por la emergencia de futuras grandes potencias, como China, Brasil, India o los Estados petrolíferos y, en resumen, por la multiplicación de razones y de zonas conflictivas.
«La realidad de las cosas», anota la ya citada Doctrina de defensa para Francia, «es el mundo incierto, violento, desorganizado en el que vivimos, resquebrajado por una crisis económica que parece poner todo en entredicho, perturbado por conflictos locales, dominado por la confrontación Este-Oeste. La realidad de las cosas es la existencia de una amenaza militar o, más exactamente, de una amenaza político-militar identificable».
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