Bolivia, tragedia de la política civilizada
Comparto la indignación de quienes execran a los militares bolivianos, que, sintiéndose sin otro derecho que el de la fuerza, dueños del país, han derribado un Gobierno que evidentemente luchaba lo mejor que podía por mantener una Constitución y las puertas abiertas a una mejora en la educación política y la civilidad del pueblo. Las noticias horrendas de asesinatos, persecuciones e intimidaciones parece que consolidan, de momento, en aquel país lo que hemos conocido durante largos años en España y en otros países de Europa, y lo que desgraciadamente parece ahora establecido en media América del Sur.Una vez más, la democracia y el pluralismo son holladas por los militares, que usan sus armas para derribar al Gobierno que habían de servir y para dominar como soberanos un país.
Cuando ocurre una de estas tragedias tenemos, además de lamentarlas, que inquirir sus causas. Y entonces sentimos un escalofrío, porque vemos que la flor de política civilizada que es una democracia pluralista no resulta posible en muchos países, en una mayoría de ellos.
La invención política por la que un pueblo elige sus legisladores y gobernantes y periódicamente les confirma o retira su confianza en nueva votación, además de que en ese sistema se reconozca una legítima existencia y representación a las oposiciones, a quienes no están conformes con leyes y Gobierno, es hasta ahora una fórmula no superada.
Cierto que para el funcionamiento del sistema se requieren condiciones nada fáciles. Tiene que haber un amplio consenso entre los distintos grupos y tendencias, y entre los ciudadanos en general, sobre las bases mismas de la política y, lo que es más, de la sociedad. La aceptación de la base de una Constitución es condición primera para la estabilidad del inmejorable sistema. De ahí el problema de los «extremismos» en todo sistema pluralista, basado en verdaderos partidos y agrupaciones políticas. Los extremismos sabemos, por experiencia, que se acentúan en momentos de inestabilidad económica, y de su secuela, el desencanto político. Los bordes descontentos de tendencias que aceptaban el juego constitucional sienten entonces, a la voz de demagogos, tentaciones extremistas a prescindir de las reglas del juego, a imponer violentamente lo que en circunstancias difíciles puede parecer fórmula salvadora.
La naturaleza humana es tal, que la adhesión a una fe política puede llevarla a disponer de la vida de hombres. Y en caso como este de los militares bolivianos, ni siquiera necesitamos concederles una fe muy sincera. El afán de poder, la codicia de dinero, el servilismo a intereses poderosos, puede llevar a los mayores horrores.
El caso de Bolivia es, desgraciadamente, uno entre muchos. En América hay ahora numerosos ejemplos de dictaduras, y ahí las tenemos, bien agitadas e inestables, en América Central. Y, curiosamente, esta inestabilidad no es exclusiva de los países de tradición y lengua española y portuguesa, sino que se extiende a territorios que han tenido colonizadores ingleses, franceses u holandeses.
Yo siempre he considerado insultante que en esa confusa categoría, vigente en la política mundial, de Tercer Mundo fueran incluidos los países americanos. ¿Cómo se pueden poner juntos países de más de siglo y medio de existencia nacional (condicionada, es cierto, por imperialismos), con países en los que una dominación colonial breve y predominantemente económica no ha cambiado su mentalidad exótica?
Un golpe de Estado en Bolivia o en Chile indigna más, mientras que encontramos natural que en Africa o en Asia sea el caudillo prestigioso aureolado como héroe de la independencia el que, más o menos vinculado a los tipos de las llamadas «democracias populares» o a las francofonías o anglofonías o islamismo, se mantenga en el poder sin sombra de pluralismo, hasta adentrarse por los campos de lo monstruoso, como Idi Amín o Bokassa. Indudablemente, en la América de nuestra lengua las posibilidades de que funcione el sistema democrático pluralista son, en general, mayores que en el mundo de las colonias hasta ayer, donde los requisitos para que funcione no existen en absoluto.
De modo que lo que se tolera, en Zaire, o Mozambique, o en Tanzania se encuentra inadmisible en Bolivia. Y es que es absurdo incluir en el Tercer Mundo a un país latinoamericano. Estos países, en su ya larguísima etapa de paso de país colonial a país con mayor o menor desarrollo, llevan una larga ventaja a los países de independencia reciente. Parece que la lección latinoamericana del general que da el golpe y se impone como «salvador de la patria» ha sido aprendida en otros continentes. Pero que indigne más un golpe como el de Bolivia nos demuestra que la idea de Estado va depurándose en América de los elementos de fuerza, que indudablemente entran a formarlo, y se perfila como predominantemente jurídica. Los Gobiernos de fuerza necesitan por eso intensificar su cinismo, como el del general del golpe boliviano, para no sentirse demasiado provisionales.
Todavía es pronto para que el general boliviano que consiga imponerse (y ojalá que no lo consiga) comience a prometer la vuelta a una normalidad, es decir a unas normas que no sean la expresión de un capricho individual. Por ahí tenemos las promesas voluble mente, renovadas de los generales brasileños o del argentino Videla. Pinochet, para perpetuarse, tiene que acudir a las abstrusas construcciones constitucionales que conocimos aquí con Franco.
La conocida historieta de que un dictador cabalga sobre un tigre, y lo difícil es la operación de descabalgar, tiene aplicación en países donde el tigre, es decir, el pueblo reducido a súbdito, tiene ya cohesión histórica, una cierta existencia nacional. Donde todavía no se da esto, descabalga uno y puede montar otro, y el mundo que contempla el espectáculo no se indigna ante la dictadura ni la considera tan provisional y peligrosa.
Ahora bien, aunque podamos consolarnos con la idea de que en Bolivia y otros países que nos tocan más de cerca una dictadura puede parecer interina y, en definitiva, incómoda para el dictador, lo que nos interesa es que, cada vez más, como en el mundo más civilizado y más seguro, en nuestro mundo, las dictaduras resulten imposibles. La prevención de la dictadura es el tema político más importante.
El fascismo pudo triunfar en Italia porque no se presentó como dictadura. Mussolini jugó hábilmente en un mundo ansioso de novedades. Copió, al servicio de lo contrario, el partido único de Lenin y las milicias políticas de Trotsky. Y sólo cuando la corrupción, que de modo inevitable acompaña al poder omnímodo, hizo evidente que el fascismo era simplemente una dictadura, se desvaneció el atractivo vanguardista, futurista, como de cosa nunca vista antes, que tenía, y así entró en la guerra mundial con innegable aire caduco y gastado.
Ahora, a pesar de la superviviencia de fascistas y neonazismos, ya no pueden estas tendencias marcar sus diferencias de las vulgares dictaduras. Por eso, no es posible en el mundo actual un golpe de teatro, como la marcha sobre Roma, en 1922, ni tampoco es imaginable, con las experiencias que tiene el europeo de la segunda mitad del siglo XX, que los votos lleven a un loco como Hitler al poder.
Pero la dictadura está ahí, como fórmula al alcance de los simplificadores, de los ambiciosos, de los que no quieren ver que la política es un arte complicado, con el que se entretejen los elementos y los intereses más dispares, y que permite vivir tendencias, ideas, opciones, sin cerrar el camino a lo que puede llevar en sí las mejores posibilidades para el futuro. En una época innovadora, con tan inquietante progreso material y tan grandes cambios en la vida, la gente se siente acaso incómoda y la nostalgia de épocas pasadas puede ser mala consejera. La tremenda multiplicación actual de la especie humana es la prueba de que nunca se ha vivido mejor que ahora. Aunque haya tantos hambrientos todavía, aunque preocupe con razón la contaminación y la destrucción de los recursos del planeta, aunque en el mundo sea tan corriente la violencia y la injusticia, la verdad es que nunca el hombre ha estado tan seguro ni ha tenido tantas probabilidades de llegar a viejo.
Pero este hecho positivo que es el aumento de los humanos y de la vida humana constituye por sí un peligro. El juego libre de las fuerzas económicas, que en el pasado (y aun en el presente) quiere decir incapacidad para prever, producir, distribuir, no puede garantizar el mantenimiento de esta humanidad multiplicada.
El sistema social que permita tal mantenimiento no está inventado todavía. Por un lado, el vértigo ante las dificultades puede llevar a la aparente solución de la dictadura de derechas: la defensa de una situación social que puede ser, tremendamente injusta. «Orden» con sacrificio de vidas humanas y de libertad, dejar jugar una economía que se llama «libre» y no es más que la acentuación de la más injusta desigualdad. Por el otro lado se ofrece la solución de la «democracia popular»: un orden social que se llama a sí mismo justo, pero que se basa en la dictadura de un grupo en definitiva privilegiado y que, en general, por lo que la experiencia de los países llamados socialistas parece probar, no se di.stingue por su capacidad de gestión. Los mismos comunistas occidentales se llaman eurocomunistas para diferenciarse de los regímenes que han ensayado, con éxito, en el mejor de los casos parcial, un sistema totalitario de producción y distribución.
Y en medio, con sus riesgos, sus ensayos, sus errores, sus imperfecciones confesadas, lo que podríamos llamar política civilizada, la de los países más ricos y de mayor cultura. Cierto que uno se pregunta si la civilizada política de los países industriales se mantendría si los países que van confundidos en la categoría de Tercer Mundo se independizaran de ellos.
La política mundial de los próximos decenios va a girar alrededor de esto. Y de la creación de doctrinas y prácticas económicas que sepan organizar la producción y distribución de un irnodo más racional y perfecto, sin creer demasiado en la «economía de mercado», pero sin darse prisa a hundirse en los ineficientes planes totalitarios, dependerá que el mundo salga adelante sin una catastrófica guerra mundial.
Pero, en modo alguno, admitiremos que en una dictadura incipiente «la normalidad vuelve lentamente», según leímos en un matutino madrileño hace unos días, porque el gordo general boliviano se deja retratar paseando por la calle protegido por sus guardaespaldas.
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