Las patatas
Las patatas, las marfileñas patatas, las esparteñas patatas españolas, eso que los franceses, cuando se ponen cursis -hay que ver los franceses cuando se ponen cursis-, llaman «la manzana de tierra», las patatas son hoy la única riqueza nacional, porque no hay otros surcos de oro en nuestra piel, signo de que nadie nos quiere. Gran cosecha de patatas que la señora Thatcher se ha negado a comprar y pesar en su balanza de pagos de verdulera del Soho, por donde yo he comido patatas a la inglesa (disfrazadas patatas nacionalfranquistas) entre cines obscenos y cuatreros de la Harley-Davidson con groupier compacta e incorporada. Nos desdeñan las patatas, nos hacen devolver la sardina, como al gato, nos cierran las puertas de ese mercado de Legazpi que hay en Bruselas, adecentado como CEE, puertas que nunca nos habían abierto por culpa de Franco (un Franco al que ellos ayudaron a ganar y permanecer), y la Francia nos manda al señor Barre, que es como el otorrino del chiste de Eugenio, el humorista catalán:-Tiene usted una fuerte infección en la garganta. Hágase mirar esto, eh, hágaselo mirar.
Barre ha venido a decir nos que tenemos un grave contencioso con Francia y que debiéramos hablar con algún francés influyente. Así las cosas, al español de julio no le queda otro destino en lo universal que la OTAN ni otro destino en lo nacional que las patatas. Entre la asonada romántica (siempre la misma desde hace casi dos siglos), que opera en plan década ominosa, y el ingreso en la OTAN, que sustituiría la conspiración sesteante por la tecnología beligerante, el español pasa total y se queda con una patata en la mano, como el alhelí pobre de un alba democrática que ya anochece.
Si Barre no se ha comprometido a nada, la Inglaterra, por su parte, nos mancia a Graham Greene. Quieren, como siempre, vendernos novelas, pero no nos compran patatas. Lo cual que Tierno me invita a recibir al novelista una cosa tipo floral, y se lo agradezco, aunque estos escritores funcionales -Green, Hemingway, Le Carré- que hacen novelas como dameros malditos, a mí nunca me ha interesado nada. Para damero maldito, prefiero el de Conchita Montes, que la otra noche estuvimos en su casa y le cogí como cariño al galgo, catorce años, o sea viejísimo, ojos de cierva vulnerada, enfermedad de la próstata y una fina piel color guante. Conchita ha vivido siempre como una actriz o una escritora francosajona, y para nosotros los niños de derechas era Europa viva y femenina, cuando salía al escenario arrastrando gasas y tisis para interpretar a Guitry o a Yegulev. Ahora queremos más a Conchita y a su galgo, pero creemos menos en la Europa gran burguesa que se lo monta de minué. «Nadie sabe lo que se esconde en un minué», dijo el maestro D'Ors. Y lo que se esconde, ahora, es un vulgar mercado de verduras con las verduleras coronadas de adelfas, como los anarquistas de Vicent. Paso la tarde en casa del pintor Lucio Muñoz y me saca al jardín para darme melocotones de su melocotonero:
-Mira, el cosechón -me dice, aludiendo a un reciente tema y título míos.
El cosechón. Los melocotoneros encendiéndose al costado nuclear de Barajas, bajo la sombra quevedesca del conde de Orgaz, y las patatas, marfil y estameña, la patata, icono natural de la pobreza española, cuando España se ofrece a manos llenas y ni el Gobierno ni lo que don Torcuato Luca de Tena llamaba «las cancillerías extranjeras» aprovechan la oferta. Que no es sólo frutal, porque en los últimos cuadros de Lucio Muñoz también ha florecido un barroco lírico e inexplicable, que, como el de Nieva en el teatro o Gimferrer en la poesía, son el mejor fruto posfranquista de la libertad. Ya lo digo en las entrevistas que me hacen: «El fruto cultural de la democracia no es un señor determinado, o dos. Es la libertad creadora de todos los señores». Patatas y barroco. Una eclosión nacional que veo muy clara. Un cosechón. de libertad que dejarán pudrirse.
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