La reforma fiscal, un ademán perturbador
El anterior ministro de Hacienda y padre de la reforma fiscal, Francisco Fernández Ordóñez, ha publicado, en este mismo periódico (La reforma fiscal, ¿un ademán solitario?, EL PAIS, 18-6-1980), un artículo que fluctúa entre la justificación de una política fiscal, cuya responsabilidad asume gallardamente, y la acusación, nada velada, por cierto, de antidemocratismo y reaccionarismo recalcitrante contra los sectores que han osado alzar su voz frente a los que estiman efectos negativos de los planteamientos tributarios del anterior ministro de Hacienda. Soy, por supuesto, uno más entre los miles y miles de españoles que han expresado públicamente su disconformidad por una reforma fiscal inadecuada en un momento inadecuado, quizá porque toco mucho más de cerca que el señor Fernández Ordóñez la triste, dramática y preocupante realidad de unas empresas y de una economía que se nos muere día a día de inanición entre nuestras manos. Y soy también uno más entre los miles y miles de españoles que se niegan rotundamente a someterse al juicio maniqueo -no sé si fruto de la vanidad intelectual o del simplismo conceptual- que reparte bulas de democracia en función de la mayor o menor adhesión a una controvertida reforma tributaria.Uno comprende la innata tendencia de los buenos profesionales -y el señor Fernández Ordóñez lo es, sin duda- al perfeccionismo técnico y a la belleza de la obra bien hecha. Posiblemente, la actual normativa fiscal es un mecanismo mucho más refinado, más correcto y más eficaz que el mare magnum impositivo anterior. El arte por el arte puede ser, sin duda, un sugerente motivo de polémica intelectual, pero también puede constituir una imperdonable frivolidad si lo extrapolamos al terreno de las decisiones políticas y económicas. La fiscalidad -y esto lo sabe muy bien el ex ministro- no es un concepto neutro. Y no lo es no sólo en su carácter instrumental redistribuidor de la renta, sino en su incidencia real y concreta en la vida económica de los pueblos. De ahí que el diletantismo fiscal y el diletantismo político que juegan a la imagen progresista haya que dejarlos para las discusiones de salón y no introducirlos en los Gobiernos de las naciones. La política -quizá sea una deformación catalana- es, o debe ser, la antítesis del apriorismo y del doctrinarismo. La política vive, o debe vivir, de realidades.
Y la realidad, la cruda y nuda realidad, es que se han apretado las tornas fiscales en unos momentos agobiantes para la práctica totalidad de las empresas españolas, que no son, en su mayoría, ni multinacionales ni grandes, sino medianas y pequeñas. La realidad es que, a la atonía inversora de los últimos años, se ha añadido el pánico al ahorro y a la inversión por las re percusiones fiscales que puedan derivarse La realidad es que el empresario -grande, mediano o pequeño- es sólo una parte de todo un proceso inversor que depende de la canalización de un ahorro, cada vez menor; precisa y principalmente por la reforma del señor Ordóñez. La realidad es que nadie quiere incrementar su patrimonio porque teme a Hacienda. La realidad es que la brutal incidencia tributaria sobre las transmisiones mortis causa ha desincentivado no poco el espíritu de ahorro. La realidad es que cada vez más el dinero permanece en las cajas fuertes, debajo de los ladrillos o se proyecta. hacia inversiones invisibles, pero no fluye hacia la inversión productiva. La realidad es que resulta un sarcasmo equipararnos a Gran Bretaña para justificar la correcta configuración del impuesto sobre la renta. La realidad es que el contribuyente español no ve por ningún lado el resultado del esfuerzo fiscal que se le impone. La realidad es que, como consecuencia de todas estas realidades, no se invierte un duro, el paro aumenta y las empresas se hunden.
Nos estamos moviendo en el terreno de los hechos, no en el de las lucubraciones académicas. Y si bien es cierto que resultaría injusto y demagógico atribuir a la reforma fiscal la causa de todos los males de nuestra economía, no es menor cierto que coadyuva poderosamente, aquí y ahora, a mantenernos en el fondo del pozo. No es, no, un problema de reaccionarismo ni de evasión advertir la radical inoportunidad de la presente normativa fiscal, sino tocar con los pies en la tierra de una atonía inversora, que precisa de estímulos y no de castigos. La evasión es una simple cuestión de inspección tributaria. Y el reaccionarismo creo que resulta cruel aplicarlo a un empresariado que se debate desesperadamente entre la vida y la muerte.
Viene a decir el ex ministro de Hacienda que la implantación de la democracia en España era consustancial con una nueva legislación tributaria. Es posible. Pero, en cualquier caso, me parece excesiva la pretensión de que la reforma fiscal que se hizo era la única reforma posible. En efecto, el abanico de posibilidades iba desde el que ha inspirado la reforma actual hasta la fórmula extrema propuesta por el profesor Lasuén, ex asesor del presidente del Gobierno, quien propugnó una reforma fiscal basa da en el impuesto sobre el gasto. Lasuén justificaba su postura precisamente en lo que preveía serían las grandes exigencias del proceso económico actual: el extraordinario incremento de ahorro necesario para financiar fuentes alternativas de energía, la reconversión industrial y las inversiones correspondientes. Cabe preguntarse si la propuesta de Lasuén fue sopesada y analizada con el interés que las circunstancias económicas requerían.
Si había que pagar el tributo a la justicia planteando. nuevas fórmulas de distribución de la carga fiscal, ¿no era acaso también necesario tener presentes las circunstancias históricas en las que la reforma debía llevarse a cabo? En una crisis de tan profundas consecuencias, como la que padecemos, ¿no debería haberse articulado un sistema impositivo que, favoreciendo la redistribución de la carga fiscal, estimulara también el ahorro y la inversión? El que ello era, y es, necesario parece claro, pero no resulta difícil imaginar que este argumento tuviera poco peso -por este doctrinarismo al que aludía- en el ánimo de quienes confiaban en el incremento de la inversión pública como motor de arranque de la economía nacional. Estos últimos cuatro años han puesto claramente de manifiesto la escasa eficacia de la inversión pública y la incapacidad de la Administración para gestionarla inteligentemente, siendo cada día más evidente la necesidad de no penalizar la inversión y el ahorro privado, porque sólo de ellos depende la reactivación económica y la victoria sobre el paro.
En resumen, creo que sólo un profundo desconocimiento de la presente realidad económica española puede llevar a plantear el tema fiscal en términos de derechas-izquierdas, reaccionarismo-progresismo, democratismo-autoritarismo. No son estos momentos de tópicos y de clichés preestablecidos. Aquí y ahora hay dos problemas gravisimos -inversión y paro-, que un gobernante, sea de derechas o de izquierdas, debe resolver. El señor Fernández Ordóñez lo resolvió incorrecta mente en su día, y, gracias a él, la in.versión y el paro han empeorado. Corregir esta situación, adoptando, entre otras clases de medidasJas de tipo fiscal, que incentiven el ahorro y la inversión, parece de sentido común. De urgentísimo sentido común.
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