El juguete de Tamayo
«Don José, que yo empiezo a las diez en punto, que ya sabe usted lo que pasa», le dice a Tamayo el regidor Loyola -un madrileño lento pero seguro en un oficio que se está perdiendo-. Le pregunto qué puede pasar si se retrasa y me explica el fenómeno: como el público es de plaza de toros, reclama la puntualidad obsesiva de las corridas. «Y el teatro es otra cosa». Impuntual. (A las diez en punto, en efecto, comenzarán lo que los cronistas taurinos llaman «palmas de tango»: el continente ha conformado el contenido.)Entré en la plaza por el patio de arrastre, admitido, identificado y acompañado por los pretores de Martín Berrocal (luego llegaría el César: impresionante camisa de seda, con hojitas estampadas de color avellana). La ilustre arena dorada, las gradas vacías aún; en el tablado, Luisillo -diminuto, ingrávido- ensaya todavía a tres bailarines con traje de calle. Mamás de artistas, niñas de artistas. «Se ha cortado mucho el aforo», me dice la empresa, «por el escenario y para que todo el mundo pueda verlo de frente.
Antología de la zarzuela
Espectáculo creado y dirigido por José Tamayo. Intérpretes: Pedro Lavirgen Angeles Chamorro, Sergio de Salas, Mary Carmen Ramírez, Fernando Carmona, Paloma Pérez-Iñigo, Francisco Mudarra, Rafael Castejón, Florinda Chico, etcétera. Ballet de Luisillo, Agrupación Lírica de Madrid, Rondalla Española, banda de cornetas y tambores, profesores de la Orquesta Sinfónica de RTVE. Dirección musical de Eugenio M. Marco. Escenografía de Pere Francesch. Figurines de Emilio Burgos, Víctor María Cortezo y César Oliva. Estreno: plaza de toros de Madrid, 3-7-1980.
La idea de las antologías de la zarzuela se la dio Herrera Petere. Tamayo tuvo que pasar un año de reposo total en Suiza -el teatro, a veces, quema a sus hombres- y allí estaba, exiliado, el poeta comunista. «Tengo todas sus obras: preciosas, preciosas...» Herreta Petere sufría esa nostalgia horrible que es el exilio: puede uno llegar a adorar la zarzuela. Tamayo la adora de nacimiento. Cantaban -canturreaban, imagino- trozos, fragmentos. Y allí, en Suiza, entre un exiliado y un enfermo -dos enfermedades- comenzó la antología. Intercalados en la loa con que empieza este espectáculo -de Calderón, con toda su simetría y todo su conceptualismo: se finge que nace la zarzuela y que las partes del mundo, que eran cuatro entonces, vienen a adorarla- hay un verso de Herrera Petere: habla del pueblo dolorido, del pueblo siempre dañado, al que hay que representar, «aunque sea con música». «Se le ve la oreja», le digo a Tamayo, y se ríe. Tamayo se ríe mucho, con risa de conejo feliz. Está encantado con su enorme juguete. Es como un teatrito recortable, pero en dimensiones inmensas. Enormes cipreses, estatuas, fuentes madrileñas. ¿Kitsch o simplemente camp? Las dos cosas. Y además, naif. Cuando vengan las luces de los reflectores tendrá el sentido de trompe l'oeil (con tanto españolismo siente uno el deseo de acumular palabras extranjeras: perdón) de la escenografía. Me dicen que es terrible iluminar desde una distancia inmensa (lo hace Fontanals: una isla catalana en Madrid, absorto siempre en su trabajo). En cambio, los trajes son de una belleza extraordinaria. Son una herencia de Vitin Cortezo, muerto y siempre recordado, y una aportación de Emilio Burgos y de César Oliva.
El pueblo escucha, ve y aplaude. Come bocadillos («No coja usted los de chorizo, que el pan es de ayer. Se los va a tragar mi patrón; al público hay que darle honradez»), y ve los viejos fantasmones antiguos, los personajes de la fábula que duró tantos años: el dueto de El barberillo, las fumadoras de Los sobrinos del capitán Grant, la pareja pasional de La Revoltosa. La chaqueta blanca del maestro recibe muy bien la luz del foco. Por fin, el número esperado, el de la Banderita: el que el año pasado inquietó a los progresistas y movilizó a los ultras. «Se me ocurrió a mí solo», dice Tamayo, para espantar cualquier sospecha que pueda yo tener de consigna. Si la Antología se la sugirio un comunista -Herrera Petere-, lo de la bandera se le apareció en la nieve de Moscú. «Había visto yo al Bolchoi, que hace un impresionante número de partisanos que bailan y se agrupan en torno a una inmensa bandera roja. Y paseaba yo sobre la nieve, y tarareaba la Banderita, hasta que caí en la cuenta de lo que se podía hacer... ¡Pero, hombre, por qué se tiene que apoderar nadie de la bandera, si la bandera es de todos! Pobres y ricos... ¡Los que más aplauden son los de las gradas! El pueblo, el pueblo... Ya se ha oído algún viva España con esa prosodia característica que convierte el «pa» en un paro, en una explosión. La segunda parte es más tranquila, al principio. Empieza con La corte del faraón (un padre explica a su hijo -hay muchos niños-: «Mira, mira, el carnaval de Río»). Estuvo prohibida por lo de «Vámonos pronto a... Judea» y por lo de «se me sube se me sube y se me baja, la sangre por todo el cuerpo», o sea, una tontería contra otra: las dos Españas. Los madrileños aplaudirán mucho La Gran Vía y a Florinda Chico (aplauden siempre que sale una de las primeras partes: Mary Carmen Ramírez, Pedro Lavirgen, Angeles Chamorro, Sergio de Salas). Y otro final en punta: la jota, las jotas. terminaba con la gran bandera española, la segunda lo hace con la Virgen del Pilar, hay brío, mucho brío, y hay otra vez viva España; y ahora la «pa» se confunde con estallidos de cohetes, de fuegos artificiales que suben desde el tejadillo. La gente mira al cielo. Es una noche de estrellas, también antiguas (ahora, con la polución, no se ven), y aplauden y vitorean: van saliendo los creadores al escenario: los cantantes, el maestro, Tamayo mismo dentro de su juguete.
Babelia
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