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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los incidentes de la Feria del Libo

Los MADRILEÑOS estaban este año de enhorabuena. Después de un breve e incómodo exilio en la Casa de Campo, la Feria Nacional del Libro regresaba a donde solía y de donde nunca debería haber sido expulsada: el parque del Buen Retiro. Hubo que vencer para ello reticencias y racanerías de la Delegación de Cultura del Ayuntamiento, más preocupada en ocasiones por determinar quién organiza las cosas que por las cosas mismas. Los conflictos de competencias entre la Administración central y la Administración local, en los que, a veces, subyacen infantiles pujas partidistas por el protagonismo, seguramente también se hallan en el origen de la insuficiencia de las instalaciones, que obligó a recurrir al sorteo para asignar unas casetas cuyo número era inferior al de socilitantes y que ha dejado fuera de la exposición a varias decenas de frustrados feriantes. Al menos por este año, las esperanzas de que el Ministerio de Cultura y el Ayuntamiento democrático madrileño, dejando aun lado cualquier deseo de capitalización política, colaborarán con entusiasmo y generosidad para dar a la Feria del Libro un marco adecuado, destinándola, si fuera preciso íntegramente al paseo de Coches, se han visto defraudadas.Sin duda, la única beneficiaria en el terreno estrictamente mercantil de esta feria es la industria cultural. Pero es una tonta y unilateral simplificación reducir los libros a pura mercancía; los autores, a la condición de perceptores de derechos; los editores y libreros, al papel de empresarios, y los lectores, a la dimensión de compradores. Si bien ta cultura se difunde a través de canales comerciales y su explotación industrial produce beneficios y rentas, una feria del libro es, sobre todo, una fiesta mayor para las gentes que gustan de la letra impresa, una excepcional ocasión para que autores y lectores se encuentren y una manifestación colectiva de lo que una sociedad es capaz de producir, casi siempre fuera del Estado y, en ocasiones, en contra de la Administración, en el campo de la creación literaria y del pensamiento.

Pero si el Estado se ha limitado a cubrir el expediente en su apoyo institucional a esta muestra cultural, no se puede decir que no haya echado el resto a la hora de amargar la fiesta a los expositores y visitantes de la feria del Retiro en sus primeros días de actividad. A la inauguración faltaron los ministros, encerrados en el Pleno del Congreso, pero acudieron funcionarios del Cuerpo General de Policía para secuestrar ejemplares de un libro, irrumpir en las casetas y detener y encarcelar ciudadanos. Y estos hechos, que han sembrado justa zozobra en el mundo de la cultura, se producen justo en el momento en que escritores, periodistas, cineastas e intelectuales se enfrentan con la pleamar de la ofensiva, contra la libertad de expresión desatada por el Gobierno, de quien depende orgánicamente un ministerio fiscal lanzado a interponer querellas y denuncias contra las manifestaciones públicas de las ideas, pero exquisitamente cauto a la hora de hacer una interpretación correcta de la Constitución en lo que se refiere al ámbito estrictcmente castrense de la jurisdicción militar y a sus competencias para procesar a periodistas y artistas o secuestrar El crimen de Cuenca.

El peligroso paralelismo entre el anterior régimen y el actual Gobierno, en lo que se refiere a la asfixia de la libertad de expresión, cuadra también para algunos aspectos del fondo del secuestro de El libro rojo del cole, objeto de nueva persecución, tras haber sido reimpreso por un colectivo de editores. Porque esa medida, acompañada del procesamiento del primer editor de la obra, fue adoptada por un juez de la Audiencia Nacional, esa jurisdicción presuntamente especializada que amenaza con convertirse en jurisdicción especial, gracias al sospechosamente inconstitucional decreto-ley de 3 de diciembre de 1979, tan garbosamente defendido por el señor Arias-Salgado el pasado miércoles en el Congreso. Esta disposición, en la estela de la estremecedora tradición de amalgamar procesalmente delitos de significación bien distinta con el terrorismo, atribuyó a la Audiencia Nacional las ofensas de escándalo público "cuando se realicen por medio de publicaciones, películas u objetos pornográficos, al lado de un surtido lote de infracciones, tales como el tráfico de drogas, la falsificación de moneda, los fraudes alimenticios y la prostitución organizada.

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Por lo demás, no cabe duda de que El libro rojo del cole puede, de verdad, escandalizar a muchos padres y madres de familia. No importa que algunas páginas de esa obra, escrita pordos profesores daneses y de inspiración -para entendernos- ácrata, sean una demostración de insufrible ñoñería progresista. La verdad es que otras partes del libro ofenderán a aquellos de sus lectores que no comparten sus supuestos. Pero nadie debería olvidar que otros segmentos de la población española se sienten, por su lado, escandalizados por textos pedagógicos que, en cambio, los horrorizados lectores del libro secuestrado consideran admirables.

La Constitución garantiza, en su artículo 16, la libertad ideológica, religiosa y de culto, y en su artículo 20, el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones. La pluralidad ideológica y la libertad de pensamiento no puede, no debe, ser cercenada mediante el cómodo recurso de satanizar como escándalo público aquellas concepciones y teorías que nos escandalicen privadamente o que impugnen u ofendan nuestras creencias. Tampoco parece justo descalificar como una provocación la decisión adoptada por el grupo de editores que resolvió reimprimir colectivamente una obra que había sido previamente secuestrada. Al fin y al cabo, sólo una sentencia firme puede situar fuera de la ley la publicación de El libro rojo del cole. Y no está de sobra recordar que el rasgarse las vestiduras en torno a este polémico folleto no se produjo en el momento de su publicación, sino meses después, justamente -¡qué casualidad!- cuando el Gobierno y su grupo parlamentario consideraron oportuno utilizar municiones de todos los calibres para preparar en el Congreso la discusión de1 Estatuto de Centros Escolares.

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