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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Delito fiscal y moral triburaria

LA NOTICIA del envío por el Gobierno al fiscal de una lista de presuntos infractores del Código Penal en materia tributaria ha producido un cierto sobresalto en la opinión pública. Porque los contribuyentes de a pie están demasiado acostumbrados a contemplar con resignación cómo el lema «Hacienda somos todos» se aplica de forma inexorable a los rendimientos del trabajo personal, de manera notablemente estricta a los profesionales y empleados que presentan además su declaración de renta personal y con criterios ampliamente laxos en el impuesto de sociedades o en el caso de un sector numéricamente reducido, pero financieramente opulento, de ciudadanos. En este sentido, la decisión de la Administración parece un ejemplo saludable pero debe quedar claro que nadie es culpable hasta que no exista sentencia firme dictada por los tribunales, y que en este caso ni siquiera el fiscal ha interpuesto todavía las acciones que Hacienda le ha sugerido.La circunstancia de que los delitos fiscales sólo sean perseguibles a instancias de la Administración deja margen a la sospecha de que el Gobierno pueda utilizar ocasionalmente como arma políticamente discriminatoria la confección de las listas enviadas al fiscal o cree involuntariamente un espacio de ocultamientos y tráfico de favores. Sólo cuando cualquier ciudadano pueda comparecer ante los jueces para denunciar la insolidaridad tributaria de las personas o sociedades presuntamente incursas en el delito podrá disiparse cualquier temor a la manipulación de esa figura penal por la Administración y vaciar de contenido los agravios comparativos de tantos contribuyentes modestos que pagan a regañadientes sus impuestos o se creen con derecho moral a evadirlos.

Para conseguir que el pago de los impuestos se convierta en un acto ciudadano casi reflejo y desprovisto de sensaciones de despojo, injusticia, e irritación, se precisa previamente una política impositiva equitativa, honesta y eficaz. Nunca se insistirá lo suficiente en que cada peseta evadida al Estado lo es, en realidad, al conjunto de la sociedad dado que la Administración no es sino el gerente coactivo de la comunidad y que los fondos escatimados por unos ciudadanos no hacen sino aumentar la carga impositiva que pesa sobre los demás españoles. También son precisos otros requisitos previos, que incumben sólo al Estado, para que los contribuyentes no sientan el pago de impuestos como una pesada obligación, de la que no pueden evadirse, sino como una aportación obvia y voluntaria al sostenimiento de la vida colectiva.

Resulta indispensable que el Estado adecue los tipos tributarios a la tasa de inflación, a fin de que los ingresos reales de esa amplia clase media sobre la que recae la mayor carga de la presión fiscal no salgan perjudicados y no se den motivos para esos agravios comparativos que de manera tan notable socavan la moral del contribuyente. La aceptación como gastos deducibles de una serie de renglones actualmente descartados -como la educación- ayudaría, sin duda, a que el lema « Hacienda somos todos» pudiera ser reproducido sin burlas o sin sarcasmos.

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De otro, la máxima transparencia de la Administración en el manejo de los fondos presupuestarios, la sustancial mejoría de la eficacia de los servicios públicos y la eliminación de la corrupción y el despilfarro en la utilización del gasto son otras tantas condiciones para que los impuestos sean pagados con honestidad y sin rencor. La aprobación parlamentaria del gasto público no debería ser una alocada carrera contra reloj, para lo cual es necesario, entre otras cosas, afinar al máximo el desglose de las diferentes partidas, tanto de los Presupuestos Generales del Estado corno de la Seguridad Social y las empresas paraestatales. El control y la fiscalización por el Congreso de la utilización de esos fondos por la Administración tiene que ser igualmente una de las tareas fundamentales de los diputados. Para que los servicios públicos suministren a los ciudadanos una oferta más eficiente y amable resulta indispensable además que los funcionarios dejen de considerarse a sí mismos como señores feudales propietarios de sus puestos.

Finalmente, no sólo hay que extirpar de raíz la corrupción en la Administración, asunto, al fin y al cabo, que compete a los, tribunales, sino que también es preciso eliminar o moderar los fastuosos derroches y los insultantes despilfarros del sector público, que a veces parece olvidar que está administrando dinero procedente de los bolsillos de los ciudadanos.

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