Vivir con Alfred Hitchcock
Por fin, un día mientras comía en los estudios Universal, reuní el valor suficiente para pedirselo. Podría dejarme.... qué le parecía la posibilidad de que yo..., en fin, ¿aceptaría dejarme escribir su biografía? Hitch se detuvo un momento, pensativo, magistral. «John, me lo ha pedido mucha gente y siempre he dicho que no. A ti no te quiero decir que no, pero tampoco quiero decirte que sí, por ahora». Perfecto. Aquí se acabó la conversación. Continuamos comiendo, yo, un filete bien hecho, y él, una hamburguesa pequeña con puré de patatas ( lo recuerdo porque es lo que comíamos siempre), y hablamos de otros temas: política británica, el teatro de su juventud, el actual estado de la catedral de Westminster. Era lo que hacíamos normalmente, porque desde que llegué a vivir a Los Angeles había adquirido la costumbre de ver a Hitchcock con cierta regularidad, con el único objetivo de pasar un rato agradable en su compañía. Me parecía que le gustaba porque, en primer lugar, yo era, a fin de cuentas, británico y podía entender todos los temas de actualidad británicos que le preocupaban, ya que prácticamente todo mi conocimiento del estado del mundo provenía de la lectura del Times todas las mañanas; en segundo lugar, porque estaba bastante informado del cine sin estar en modo alguno directamente implicado. Sin embargo, debería retroceder un poco para explicar cómo llegué a este punto, a principios de 1973. Hacía años que conocía a Hitchcock, en el sentido que un crítico de cine conoce a un director, lo cual supone cierta reserva por ambas partes. El crítico trata, por regla general, de no acercarse demasiado personalmente a alguien cuya obra quizá tenga que criticar adversamente; el director, a pesar de lo bien que pueda llevarse personalmente con el crítico, teme naturalmente una posible traición. Aunque cuando conocí a Hitchcock, aproximadamente en 1960, se le podía perdonar a cualquiera el pensar que debía ser inatacable: lógicamente, a una persona que había realizado Vértigo, Norte-Noroeste y Psicosis, y que estaba realizando Los Pájaros en ese momento, poco podía importarle lo que pudiera decir cualquier simple crítico. Yo, deslumbrado por la emoción de conocer a Uno de mis ídolos eternos, no podía pensar que entre los dos surgiera una amistad. Más tarde descubrí que me había equivocado en ambas suposiciones. A mí me parecía que, por el momento, estábamos los dos bas tante abiertos.Le conocí mejor gracias a un incidente bastante desagradable. Pasé el mes de febrero de 1972 en Los Angeles, pensando que debía a mi profesión el poder ver algo de Hollywood mientras todavía perduraba el Hollywood que yo había conocido y amado de lejos. Salí con algunas personas que me habían sido presentadas, y una de ellas me invitó una noche a la casa de un famoso productor para ver su notable colección de arte. Por la tarde me llamó su secretaria para pedirme que fuera un poco más tarde de lo acordado porque estaba visionando la nueva película de Hitchcock (Frenesí) y pensó que quizá me gustaría verla. ¡No me iba a gustar! Pero cuando llegué, acompañado de un amigo, todo fue bastante extraño. Mi anfitrión se mostró poco explícito y abstraído. Qué pena que hubiera llegado tan tarde; tendría que enseñarme la colección con bastante prisa porque dentro de media hora iban a venir algunas personas a ver una película. Al principio, yo estaba algo molesto (¿había entendido mal?); luego, cada vez más irritado, de manera que decidí presionarle de una manera muy ligera, y resultó que al cabo de un rato nos habíamos hecho amigos, y como los otros invitados no vinieron acabó proyectándonos Frenesí. Depués supe que una vez que había hecho que su secretaria me invitara recordó que era crítico de cine, la persona menos recomendada para ver esta película que nadie había visto todavía.En la familia
De cualquier modo, ya que naturalmente la película me dejó sin habla, le pareció que podría decírselo a Hitchcock, añadiendo que me había encantado. Hitch se puso furioso -no creo que haya perdonado todavía a este productor-, pero, afortunadamente, el hecho no pareció afectarme a mi, y creo que a partir de entonces fui siendo paulatinamente aceptado en la familia; había pasado la prueba: no había utilizado información privilegiada ni había dicho a nadie que había visto la película hasta después de su presentación en Cannes, tres meses más tarde. Hitch estima bastante la lealtad y supongo que lo consideré una demostración de lealtad y de confianza o algo parecido. Le cuesta dar su confianza a alquien, pero cuando decide hacerlo, lo hace completamente; el incidente de Frenesí parece que fue el primer paso.Ese mismo otoño, fui a Los Angeles como profesor invitado del Departamento de Cine de la Universidad de California del Sur: iba por un semestre, aunque según me iba atrapando la ciudad y la gente se convirtió en dedicación exclusiva.Y había entablado estos contactos regulares con Hitch. De repente, después de haber entregado el libro en el que habla estado trabajando, y en mi acostumbrado estado de depresión posnatal, empecé a preguntarme qué era lo siguiente que iba a escribir; empecé a comprender lo que era obvio. Creo que los temas de los libros vienen normalmente en tu busca; una vez que la idea se ha formulado por sí sola, uno comprende que, inconscientemente, se ha estado preparando durante algún tiempo, almacenando ideas e información como piezas de un rompecabezas, sin saber claramente por qué y para qué.Eso me había ocurrido a mí. Siempre me hablan fascinado las películas de Hitchcock; 39 escalones y Posada Jamaica fueron dos de las primeras películas que vi en mi vida (Posada Jamaica me asustó mucho cuando tenía seis años, pero me negué rotundamente a salir del cine hasta que no acabara la película) y desde entonces me han seguido gustando. Y, como era natural, cuando supe que el director era la persona que hacia realmente la película, Hitch empezó a fascinarme. Yo era un empedernido coleccionista de recortes y tenía todo un libro de ellos dedicado enteramente a él. Posteriormente, cuando me hice periodista y comencé a hacer entrevistas, siempre procuraba preguntar sobre Hitchcock a alguien que hubiera trabajado con él; preguntaba sobre sus técnicas cinematográficas, sobre su personalidad. Por eso, cuando se formó la idea en mi mente, vi que ya tenía bastante material en mi cabeza y en artículos. Lo único que me hacía falta era su aprobación.Más que nada, porque para los primeros días de su carrera parecía que él era virtualmente la única fuente Y autoridad y, además, porque me agradaba tanto su persona y su compañía que no quería hacerlo sin su aprobación.
Entonces me pregunté qué debería hacer para lograr su futuro acuerdo sobre el proyecto. La respuesta era, claramente, nada. A su debido tiempo le dejaría que lo pensara, sin obligarle a tomar una decisión apresurada; por el momento me limitaría a esperar y seguir Observando. Y eso es exactamente lo que hice. Muchos escritores que han trabajado en los guiones de sus películas me han dicho después que esto es una pauta normal de su vida. Cuando le presentan una idea, le gusta meditarla tranquilamente, y, como si dijéramos, investigar la confianza, compatibildad y demás de la persona en cuestión. Supongo que es lo que hizo conmigo en los meses siguientes. Durante más de un año continuamos reuniéndonos con bastante frecuencia, hablando de cualquier tema imaginable, excepto la propuesta biografía. Sin embargo, me di cuenta de algo; en sus divagaciones cambió gradualmente de decir «Si escribes esta biografía ... » a «Cuando escribas ... ». Finalmente, cuando regresé a Inglaterra durante el verano, le escribí para preguntarle, desde una lejanía que le diera cierto confort, si había decidido algo sobre la cuestión, y tras un pequeño paréntesis recibí una de sus típicas cartas que comenzaba con una frase que decía- «Sí; por supuesto que puedes» y que luego continuaba con una horripilante relación de dos páginas sus últimas enfermedades, entre ellas piearas en el riñón («Por supuesto que ahora no te abren. Entran por delante, ¿me entiendes? »), colitis y la colocación de un marcapasos; todo ello realizado con tan sólo anestesia local, ya que le gusta estar al tanto de todo lo que sucede. Quizá se pregunten por qué he dicho «desde una lejanía que le diera cierto confort». Esa es una de las primeras cosas que aprendí cuando conocí bien a Hitch. Para el mundo externo tiene una imagen imponente, y en su trabajo está resueltamente decidido a lograr lo que quiere. Pero, como persona, es el ser más suave, más delicado y más tímido que se pueden echar a la cara. Cualquier enfrentamiento le aterroriza, evita todo tipo de discusiones y no le gusta verse en situaciones en las que quizá tenga que expresar una opinión desfavorable de algo hecho por alguien que conoce. Charles Bennett, guionista de varias películas de Hitchcock, realizadas en Gran Bretaña y Estados Unidos, lo expresó de manera sucinta cuando dijo, a propósito de Hitch: «El matón más grande del mundo; la persona más amable que he conocido en mi vida». Cuando acabé la biografía, tuve ciertamente que obligar a Hitch a leer el original; todo lo contrario de lo que sucede con aquellas otras personas que insisten en revisar y corregir todo lo que escribes de ellos, convencidos de que el hacerlo mal forma parte de la naturaleza misma del escritor.
La memoria de Hitch
Parecía que, en cuanto me diera su aprobación, todo iría sobre ruedas. Y así sucedió, en líneas generales. Pero la personalidad de Hitch tiene cierto lado burlón; para protegerse ha convertido con los años su vida en una especie de juego que los demás tienen que jugar con sus reglas si quieren hacerlo. Sentía que le podía preguntar cualquier cosa, pero había cosas que si las averiguaba por mí mismo me harían ganar puntos. Sabiendo que tenía un hermano y una hermana, podía fácilmente haberle preguntado si aún vivían, y en caso afirmativo, haberle pedido su dirección. Pero parecía más adecuado al espíritu de la empresa que lo averiguara yo mismo, como, por casualidad, pude hacerlo. Un día estaba yo hablando del libro con un grupo de personas, entre las que estaba, sin saberlo yo, un pariente de Hitch, que me dijo que su hermana aún vivía, y que, tras más preguntas, me dio su dirección. Me resultó muy grato y divertido poderle decir a Hitch, cuando regresé a California: «A propósito, tu hermana me ha dado recuerdos para ti», y notar (me pareció) una ligera nota de sorpresa en su acostumbrado rostro cuidadosamente impasivo.
No hay duda de que, en cuanto a documentación, Hitch es maravilloso. Todos los que han trabajado con él están deseosos de hablar de él (con una notable excepción, aunque finalmente conseguí que lo hiciera), y es asombrosa la devoción que ha inspirado; en ocasiones esperaba irreverente mente que alguien me dijera algunos detalles maliciosos. Pero jamás apareció ninguno. Lo que abundaban eran los detalles pintorescos: hay gente que tan sólo se ha cruzado con él y tiene alguna anécdota que contar sobre Hitchcock. La señora que me ayudó a conseguir una copia de su partida de nacimiento (así descubrí el lugar exacto de su nacimiento, ocupado actualmente por una tienda de ultramarinos paquistaní abandonada en Leytonstone) preguntó tímidamente: «¿Es el director de cine?», y luego me dijo que era el padrino de uno de sus hijos, porque su difundo marido había trabajado en un par de películas suyas antes de la guerra. Un amigo librero me contó con todo detalle cómo había visto, cuando tenía seis años, a Hitch filmando El hombre de Manx cerca de Penzance, y el revuelo que habían formado en el pequeño hotel, tremendamente formal, en el que se había alojado todo el equipo.
Pero, además, como parte más importante y más destacada, está la propia memoria de Hitch. Tiene fama de ser extraordinaria, en este caso con toda justificación. Conocemos a mucha gente que se han programado para recordar todo, pero que sólo recuerdan las historias que han contado de sus vidas, pero no la vida misma. Con Hitch sucede todo lo contrario. Naturalmente hay anécdotas que ha contado con mucha frecuencia, algunas no estrictamente ciertas, sino retocadas por el arte del narrador nato. Pero se le puede apuntar en cualquier dirección, haciéndole preguntas específicas, y buscará en su fichero mental hasta dar una respuesta igualmente específica. En cierta ocasión, encontré una referencia a The prude´s fall, la quinta de las seis películas en las que trabajó como diseñador, ayudante, guionista y hombre para todo, antes de dirigir su primera película, que señalaba que había sido filmada dos años antes y arrinconada. Le pregunté si era cierto. Lo pensó durante un momento. «No, porque, veamos, empezamos a rodar los exteriores de The prudes fallen Calais, en abril de 1925 -recuerdo que el tiempo era horrible- y luego regresamos a Islington (barrio del norte de Londres), donde estuvimos rodando otras cuatro semanas ... ». No hay ninguna razón que le haya hecho pensar en este incidente durante más de cincuenta años, pero cuando tiene que hacerlo, lo recuerda. La mayoría de nosotros no podríamos dar tanto detalle sobre algo que hubiera sucedido hace sólo un año.
Casi igualmente importante que la memoria de Hitch es la de la señora Hitchcock, Alma. Mi primer recuerdo de Alma es en un almuerzo con la Prensa, en Londres, con ocasión de Cortinas rasgadas, creo. Un compañero justamente famoso por su galantería con las damas estaba intentando entablar conversación con ella. Le preguntó si alguna vez leía los guiones de las películas de Hitchcock antes de su realización. Respondió que normalmente sí. Quizá, prosiguió el periodista, le interesara el ángulo femenino, pensando en la actriz adecuada para la protagonista femenina. «No», dijo Alma, dulcemente, «normalmente intento ver si resultan fácilmente montables», A Hitchcock le encanta recordar que ella empezó en el cine antes que él, que ella era una montadora experimentada cuando él era poco más que un botones. Caprichosa y franca, es el único elemento discordante en el reconfortante mundo que Hitchcock se ha construido a su alrededor para mantenerse alejado de enfrentamientos. Especialmente por esto, mucha gente que conocía a los Hitchcock me dijeron que no lograría hablar con Alma; nunca concedía entrevistas, estaba todavía recuperándose lentamente de un ataque al corazón, y, además, Hitch nunca sabía a qué atenerse con ella. Pero estas personas estaban subestimando al matrimonio Hitchcock; cuando fue necesario, pude ver a Alma en unas cuantas ocasiones y hablar con ella libremente.
Cenando con ellos una noche en Chasens, el restaurante favorito de Hitch desde hace muchos años (siempre cenan allí los jueves, y siempre en la misma mesa), pude incluso sacar una anécdota a Hitchcock que ni siquiera Alma conocía. Se me ocurrió que ya que en 1917 tenía dieciocho años, debía haber sido apto para el servicio militar en la primera guerra mundial. Hitch dijo que el examen médico no había sido satisfactorio, pero que se alistó en una compañía de territoriales, y que recordaba que, cuando acababa de trabajar, iba con otro muchacho a realizar maniobras en Hyde Park, y los problemas que tenía para que las polainas no se le cayeran a los tobillos; y que luego se iban a comer huevos escalfados con tostadas (él, que afirma que jamás ha comido huevos) en un café cerca de Marble Arch. Alma estaba asombrada: «¡Hitch, nunca me dijiste que estuviste en el Ejército! ». Sentí que era un triunfo, pequeño quizá, pero verdadero.
Obsesión romántica
Así pues, ¿dónde estuvieron los problemas? Tiene que haberlos habido. Supongo que el más obvio era el que menos me preocupaba. ¿Cómo hacer que resulte interesante la vida de una persona que no tiene ningún secreto oculto que revelar, que lleva casado más de cincuenta años con la misma mujer, que en sus tratos profesionales se le considera unánimemente un modelo de probidad que llega a resultar pesada y que sólo recibe testimonios elogiosos de casi todo el mundo que ha trabajado con él o que le conoce bien? En teoría, parece un problema casi insuperable; en la práctica, si el hombre al que corresponde la anterior descripción es Alfred Hitchcock, sólo sirve para aumentar la fascinación. ¿Quién lo iba a pensar de un hombre que ha creado la feroz comedia de horror de Psicosis, que ha explorado la mórbida psicología de Marnie o Frenesí, con una comprensión y fascinación tan evidentes, que ha realizado algunas de las mayores historias cinernatográficas de obsesión romántica, en películas como Notorious y Vértigo?
El que este hombre sea, además, un devoto y practicante católico, modelo de marido y padre burgués, que lleva una vida de típica clase media inglesa, aun viviendo como un multimillonario, en pleno corazón de Bel Air, no hace más que aumentar el misterio.
Cuando comencé mi tarea, un antiguo compañero de Hitchcock me dijo: «Alfred Hitchcock no existe fuera de sus películas». Cuando ya estaba llegando al final, uno de sus guionistas dijo: «Nuestros sentimientos hacia Hitchcock dependen de nuestros sentimientos hacia el cine. Se ha convertido en una película». Ambas afirmaciones son y no son ciertas. Si yo hubiera pensado que iba a encontrar «al verdadero Alfred Hitchcock», algo que de ninguna manera esperaba que fuera revelándose paulatinamente en términos de aspectos desconocidos de su vida, llenos de pasión y engaños culpables, hubiera estado abocado a la frustración. Pero lo que yo deseaba era averiguar qué era el hombre que conocía a través de sus películas, y hay pocos directores que puedan ser totalmente conocidos por su trabajo; deseaba señalar cómo encajaban las partes de su vida; cómo, si podía ser, se resolvían las evidentes contradicciones. ¿Cómo era posible que alguien tan celoso de su dignidad se prestase a unos reclamos publicitarios tan ridículos? ¿Cómo lograba preservar su intimidad tan bien alguien tan tremendamente conocido en todo el mundo?
En los cuatro o cinco últimos años he logrado una respuesta aproximada a estas preguntas para mí, y espero que también para otras personas. No puedo todavía dar unas respuestas definitivas a algunas de las preguntas que me hace la gente, tales como por qué en sus películas ensalza, llena de encanto y luego maltrata y destruye a las calmadas y acicaladas rubias. Puedo adelantar como hipótesis, desde luego, un probable trauma de la adolescencia. También puedo contribuir al conocimiento público con el hecho de que, para alguien que tiene fama de misógino en sus películas, Hitch ha contado a lo largo de los años con un extraordinario número de colaboradoras femeninas (empezando por Alma) y parece más feliz en compañía de mujeres que de hombres. Les puedo decir lo que come, lo que hace en sus vacaciones, como pasa los días, qué otra cosa piensa que le hubiera gustado ser, además de director de cine, y lo que piensa sobre la posibilidad de retirarse.
¿Existe Alfred Hitchcock fuera de sus películas? Posiblemente sí. Pero, en una carrera como la suya, ¿es eso necesario? Su vida es la historia de una sola obsesión. Su vida es, en cierto sentido, una película. Pero hay que tener en cuenta el resultado de esta obsesión: que, próximo a cumplir los ochenta años y preparándose para rodar su película número 54, no hay nadie en el mundo cuya próxima película se espere con mayor ilusión, con mayor seguridad de sorpresa, diversión y placer. Dicen que ningún hombre es un héroe para su mayordomo o su biógrafo. No sé si Hitch es un héroe para mí, aunque sus logros son heroicos. Pero sí que sé que, tras todos estos años de relación, es el hombre que más estimo
Copyright; John Russell Taylor, Times Newspapers.
Babelia
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