Montaigne en el cuarto centenario de sus ensayos
En 1580 se publican en Burdeos los dos primeros libros de los Ensayos, de Montaigne. Estamos, pues, en el cuarto centenario. El tercer libro se añade en la edición de Abel Langelier, en París, en 1588, aún en vida de Montaigne, que morirá en 1592, cuando tenía 59 años. Michel de Montaigne, o mejor dicho d'Eyquem, porque el nombre que le ha hecho inmortal es el del lugar donde nació, situado a sesenta kilómetros de Burdeos, es de origen judío español por parte de madre —Antonia López—, cuya familia tuvo que huir en el siglo XV de su Aragón natal.
Desde mis estudios en el Liceo Francés siempre me ha producido un profundo impacto la lectura de los textos de los Ensayos, y mis trabajos sobre la historia de los derechos fundamentales me han hecho admirarlos aún más, al tener que bucear sobre los orígenes históricos de esa libertad en el tránsito a la modernidad. Entre sus raíces más profundas me he encontrado la ética de la libertad, escéptica relativista, tolerante y antidogmática, que tan eminentemente representa, junto con otros valores, Michel de Montaigne.
No es en absoluto vano en la España de 1980, evocar la obra de Montaigne, y el cuarto centenario de la edición de los Essais parece una ocasión apropiada. Todavía hoy es pertinente el ejemplo y la palabra de un hombre del siglo XV quizá como exponente de que el progreso no es constante ni inexorable y de que se pueden dar grandes saltos atrás. La alabanza de la tolerancia y de la libertad crítica que Montaigne representa son una base indispensable para la democracia y para la convivencia civilizadas frente al dogmatismo de los que «embisten cuando se dignan usar de la cabeza». Montaigne sigue representando la duda, pero también la fortaleza moral; el antifanatismo, pero también la sabiduría, y cuando muchos sólo desean seguridad en doctrinas acabadas y cerradas a las que simplemente adherirse, él significa que eso es una ilusión imposible. La España democrática naciente, si quiere fortalecer sus raíces de libertad, tiene que volver a la veta de pensamiento y al modelo que Montaigne representa. Muchos en nuestro país han pasado de Trento al marxismo-leninismo sin haber bebido en hombres como a quien hoy evocamos. Otros, simplemente quieren resucitar Trento. Los mismos antifranquistas del pueblo y de la clase trabajadora habían puesto demasiado entusiasmo en la democracia, y ha venido en muchos el desencanto. Sólo la educación puede permitir entender que hay que seguir defendiendo a la democracia como el mejor régimen político, o quizá el menos malo, pero distanciándose de cualquier entusiasmo de niños grandes, con reserva, atrincherándose tras una sonrisa y un puede ser.
Montaigne, como dice Voltaire, «un gentilhombre campesino en tiempos de Enrique III, sabio en un siglo de ignorancia, filósofo entre fanáticos y que como suyas pinta nuestras debilidades y locuras, es un hombre que siempre será amado».
En los Ensayos, el estoicismo inicial y el relativismo antidogmático, son completados, ¿por qué no?, por un cierto epicureísmo que algunos calificarán de libertino. Son los puritanos, los censores de las costumbres ajenas, los fariseos de aquel tiempo. Pero Montaigne es tan sagaz, tan profundo, que todos irán entrando a saco en su obra, plagiando sus ideas y sus textos. Desde Charron, el primer pirata de Montaigne, como dice Ricardo Sáenz Hayes, uno de los grandes estudiosos de nuestro autor, hasta La Rochefoucault, pasando por La Fontaine y por Shakespeare. Otros, como Voltaire, le defenderán de los ataques de Pascal y le rehabilitarán ya para siempre en la historia de la cultura. Bacon, Leibnitz, Beccaria, Goethe, Horkheimer, y en España, Quevedo, Machado y Azorín, sobre todo, han valorado su trascendencia y su importancia y han recibido también su influencia.
Montaigne ha intuido a lo largo de su obra el daño que en la historia de la cultura han producido las filosofías cerradas y dogmáticas, las que querían obtener sobre la historia del hombre y de la sociedad unas conclusiones ciertas y definitivas, de realización histórica necesaria e inexorable, como las leyes de las ciencias físicas y naturales. Esa gran tentación o esa gran ilusión del espíritu humano, hambriento de un imposible absoluto en la Historia y de una certeza tranquilizadora, como si fuera posible comprar esas mercancías en el mercado de la inteligencia y de la razón, es uno de los frenos de la democracia y del progreso. En los Ensayos se enfrenta con ese talante. Un texto del capítulo XII del libro segundo, que luego retomó Pascal, también pirata de Montaigne, es lúcido y crítico.
« ¿Qué clase de bondad es la que ayer gozaba de predicamento y mañana se desacredita, ni la que el curso de un río convierte en crimen? ¿Qué verdad la que esas montañas limitan y que se trueca en mentira para los que viven más allá?
No dejan de ser graciosos cuando, para imprimir a las leyes alguna certidumbre, aseguran que las hay firmes, perpetuas e inmutables y que éstas se llaman naturales por estar selladas en el género humano, por la condición peculiar de la propia esencia de éste; de éstas, quién fija el número en tres; quién, en cuatro, unos más y otros menos, prueba evidente de que en ello hay igual incertidumbre como en todo lo demás. En verdad son infortunados los que así se expresan, pues no puedo escribir otro nombre al considerar que de un número tan infinito de leyes no se encuentre ni una siquiera que el azar o la casualidad hayan hecho acepta universalmente por general aquiescencia de todas las naciones. Todas las cosas ofrecen matices diversos y se prestan a consideraciones varias, lo cual engendra la diversidad de opiniones...»
En el momento histórico en que vive su relativismo, que conduce directamente, como vemos, al pluralismo, que es un elemento indispensable de la libertad y de la democracia, le hace enfrentarse con el dogmatismo medieval y de su época, que es el iusnaturalismo, la creencia de que existe un derecho justo, permanente e inmutable, que es modelo del derecho yo. Pero su lucidez es atemporal y su crítica se puede aplicar a los dogmatismos de todos los tiempos y también de nuestro tiempo. Es imposible construir ese pensamiento infalible que todo lo explica, que todo lo abarca y que todo Lo comprende. Por eso la tradición cultural que Montaigne representa y que hoy alabamos en esa conmemoración es inseparable del socialismo si de verdad queremos ir realizando en la Historia la utopía socialista, que es algo tan sencillo de decir —pero muy difícil de hacer— como convertir en reales los lemas de la revolución liberal —libertad, igualdad y fraternidad—. Porque el socialismo ha estado marcado desde Marx, o mejor dicho desde algunas revisiones de Marx, como la leninista o la mecanicista positivista de algunos socialistas, como Kaussky, por una interpretación totalizadora de la vida de realización inexorable, que es la tentación iusnaturalista trasplantada al socialismo, una especie de determinismo o de calvinismo sin Dios, como dijo lúcidamente Bernstein, en virtud del cual la meta se alcanza sin el concurso humano e incluso, como la Historia ha demostrado en algunos países a partir de la revolución rusa, por encima y a costa de lo humano.
Pero solamente el esfuerzo del hombre, con respeto a todos e intentando convencerles, con razones, del valor de la idea, puede hacer psperar al socialismo como la doctrina moral y política que mejor se ajusta para lograr la progresiva liberación, en la Historia, del hombre social.
Montaigne también representa otra tradición, la utilitarista, la pragmática, que quiere el mayor beneficio para la mayor cantidad de hombres posibles, la que prefiere pequeños avances reales a grandes construcciones imposibles. Es la tradición del carpe diem de Horacio que Ronsard expresa en su famoso verso: «Cueillez dès aujourd'hui les roses de la vie. » Montaigne no quiere sacrificar a ninguna generación en beneficio de las futuras, prefiere así modestamente caminar paso a paso. Su modelo es la antítesis del superhombre, del hombre extraordinario, del führer o del caudillo. El texto con el que concluyen los Ensayos es un buen ejemplo de esa sabiduría: «...Es una perfección absoluta y como divina la de saber disfrutar lealmente de su ser. Buscamos otras condiciones por no comprender el empleo de las nuestras y salimos fuera de nosotros por ignorar lo que dentro pasa. Inútil es que caminemos en zancos, pues así y todo tenemos que servirnos de nuestras piernas, y aun puestos en el más elevado trono de este mundo, menester es que nos sentemos sobre nuestro trasero. Las vidas más hermosas son, a mi ver, aquellas que mejor se acomodan al modelo común y humano, ordenadamente, sin milagro ni extravagancia...»
El mundo vive hoy una profunda crisis que no es sólo económica, sino cultural y de pensamiento. También lo vive nuestro país. Sin embargo, no podemos desesperar. Ese esfuerzo de razón ha superado otros momentos históricos más difíciles. En última instancia, me parece que es un problema de moralidad, de objetivos para el hombre y para la sociedad en la Historia. Por eso es también un problema de educación, de pedagogía de la libertad, y me parece que, en este esfuerzo, la obra de Montaigne debe estar muy presente. No era casual que Flaubert recomendase la lectura de los Ensayos como medicina contra el desánimo y la desesperanza.
Gregorio Peces-Barba Martínez es diputado por Valladolid y miembro de la Comisión Ejecutiva del PSOE.
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