Fábula de la Celestina y La Cierva
El ministro de Cultura, Ricardo de la Cierva, va a los teatros «por sorpresa». Es una alegre generosidad que quiere dispensar. Fue hace unas noches al Espronceda 34, vio la versión de López Aranda de Calixto y Melibea, y el sorprendido empresario, Manuel Manzaneque, puso ante su boca un improvisado magnetófono para recoger sus opiniones. No tanto para la posteridad, sino para enviarlas, con un afán empresarial comprensible y una utilización moderna de la propaganda y la publicidad -para la que Ricardo de la Cierva ya se ha prestado en ocasión reciente-, con el permiso del ministro. Se han publicado en EL PAIS del 23 de febrero.No son, en realidad, opiniones sobre la obra -salvo que, a veces, le haya parecido como de Shakespeare, lo cual supone una notable confusión intelectual-, sino sobre los críticos. No ha comprendido «las críticas tan destructivas que han realizado algunos críticos». Seria resucitar una polémica de la era de Franco, tan conocida por el historiador-ministro, la cuestión de la crítica constructiva, que suponía simplemente el elogio sin medida, y crítica destructiva, que era punible. «Creo que muchas veces», explica Ricardo de la Cierva, «antes de hacer una crítica sobre un clásico es preciso conocer bien la obra e incluso -leerla o releerla. Lo que no se puede hacer es enjuiciar una obra sin un conocimiento profundo, ya que muchas veces los críticos no captan el contenido completo de las obras clásicas en sus adaptaciones.»
Respuesta personal
Me siento incluido en estos párrafos: soy uno de los críticos que han podido ser «destructivos». Quisiera tranquilizar a De la Cierva acerca de mis conocimientos de la tragicomedia: no sé cómo hacerlo sin un pequeño alarde de cultura que, siendo un particular, me va mal. La Celestina no es una obra rara, de lectura para eruditos, que haya que investigar especialmente. Forma parte natural de un crítico y hasta de un ciudadano de otros tiempos.
«En mi época de escolar, la Il República, se leía y comentaba en clase: creo recordar, no estoy seguro, que estaba editada en la Biblioteca Literaria del Estudiante, de la Junta para Ampliación de Estudios del Instituto Escuela. Eran otros tiempos, otra concepción de la cultura. No fue mucho después cuando pude leer El problema histórico de la Celestina, de Américo Castro: un ensayo que me ha seguido interesando tanto que hace un par de años importuné a la hija de Américo, Carmen Castro de Zubiri, para que me autorizara a publicarlo en una revista que dirijo, Tiempo de Historia. No sólo me autorizó, sino que me envió una versión desconocida, rehecha, que tenía entre los papeles póstumos de su padre.»
Amplia bibliografla sobre el tema
Si Ricardo de la Cierva no ha leído ninguno de esos ensayos, debería hacerlo: le ilustraría mucho sobre la versión q'ue acaba de ver. También podría leer otro libro de esa época, Hervor de tragediá, de un gran ensayista de entonces, Teófilo Ortega (autor de otra obra sobre el tema, El amor y el dolor de la tragicomedia de Calixto y Melibea); le serviría para ponerle en contacto con la obra de aquel escritor, ya desaparecido, que merecería ser reeditado. Aunque esté inscrito también en aquella cultura (otra cultura).
No me sería posible inventariar aquí, paso a paso, -todo lo leído sobre La Celestina, todas las veces leída y vista la obra. Es todo ello obvio. Lo que puede ocurrir es que para generaciones -o clases- de otra educación, de otra formación, La Celestina haya sido una obra un poco misteriosa. Los antecesores de De la Cierva -en el Ministerio y en la religián- la consideraron gravemente peligrosa y la apartaron de los estudios normales. El ministro acaba de nombrar un asesor -que además de novelista y profesor es crítico de teatro: García Pavón- que podrá relatarle una curiosa aventura: opositando a cátedras para la Real Escuela de Arte Dramático, tuvo graves problemas, dificultades y penalizaciones por haber elegido para ejercicio de clase una escena de La Celestina: la consideraron inmoral para los alumnos oyentes. Y eran estudiantes de teatro, no escolares. Ya todo el concepto de cultura había variado. Quizá eso haya podido hacer pensar al ministro que el conocimiento de La Celestina era un monopolio, una exclusiva de los que podrían tener acceso a libros prohibidos. Pero en otros tiempos, y también en éstos, es un lugar común de una cultura mediana. De periodista. En la puerta del mismo estreno de esta versión, un crítico, Antonio Valencia -que también ha sido «destructivo»-, me recordaba, de memoria, palabras de las primeras escenas de lo que suponía que íbamos a ver (no las vimos: estaban cortadas).
El teatro y la cultura como hechos complejos
La cultura es un hecho mucho más complejo de lo que cree el ministro del ramo. Y el teatro forma parte difícil de esa complejidad. Ya lo irá viendo. Si su dedicación especial a la historia contemporánea permitiera a De la Cierva lecturas más profundas sobre la Edad Media y el tránsito hacia el Renacimiento, verá todo lo que falta de cultura en esta versión: todo el cruce de culturas judías, moras y cristianas; todos los tirones de tradiciones distintas, todo un humanismo que comenzaba a introducirse en España -y también a ser combatido-, toda una serie de contradicciones entre sistemas de moral, todo el problema de relaciones entre clases sociales, entre las castas presentes en la obra -la noble, la de los criados, la del lumpen en torno a la Celestina-; toda la angustia de las relaciones hombre-mujer, todos los problemas de la acumulación de intereses en los matrimonios y de las cuestiones paterno-filiales. Vería en todo ello lo que, desdichadamente, no ha podido ver en esta versión. No está.
Mejor callar, antes de frivolizar
Ya irá viendo también el ministro con qué cuidado se plantea hoy la crítica el problema de la adaptación de los clásicos y de cómo se puede verter la cultura, que representan en el mundo de hoy: hay una extensa bibliografía sobre el, tema, española y extranjera, que le puedo facilitar para el día en que cese como ministro y tenga tiempo de leer: aunque quizá entonces el teatro haya dejado de interesarle otra vez, como no parecía interesarle antes de esta visita sorpresa. Ya irá viendo también que al teatro no se puede ir por sorpresa, y para ser uno mismo el espectáculo; hay que ir día a día, año tras año. Los clásicos, el teatro, los empresarios, deben estar más allá de una política de subvenciones y de una rebatiña cualquiera por obtenerlas: hay que ir mucho al teatro para saberlo. Y no para vestir un cargo o justificarlo, o para favorecer a un empresario en apuros, o para improvisar unas declaraciones. Desde un Ministerio no se puede frivolizar. Si no se sabe hacer otra cosa, hay que callarse. Y súplicar que no se graben palabras repentizadas en un magnetófono empresarial.
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