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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una legislación para la enseñanza

LA CONFLUENCIA en el Congreso de la ley de Autonomía Universitaria y del Estatuto de Centros Docentes no ha obedecido, con toda seguridad, a otros motivos que la necesidad de acelerar la aprobación de dos normas sobre las que descansa la posibilidad de mejora en la calidad y en la extensión de nuestras instituciones educativas y que van a desarrollar el articulado de la Constitución en dos ámbitos de gran significación para la sociedad española.Sin embargo, la casualidad de que ambos proyectos puedan ser sometidos a debate durante el mismo período de sesiones ha deparado a la oposición la oportunidad de meterlas en un mismo saco de enérgico rechazo y resuelta condena.

Es verdad que la posibilidad de fundir en un único movimiento de protesta a los estudiantes universitarios y a los alumnos de enseñanza media, que de añadidura confluyó con la protesta obrera del pasado diciembre contra el Estatuto de los Trabajadores, era una tentación. También es cierto que la capacidad de movilización de la izquierda parlamentaria ha podido situar a socialistas y comunistas entre la espada y la pared, obligándoles a sumarse a movimientos cuyo control sólo pueden conquistar jugando al alza en la subasta demagógica. Sin embargo, la izquierda parlamentaria, con esa identificación de la ley de Autonomía Universitaria con el Estatuto de Centros Docentes, tal vez haya caído, sin percatarse, en una hábil emboscada tendida desde los sectores confesionales de UCD. Porque esa alocada y simultánea embestida está permitiendo a los centristas de obediencia democristiana convertir el proyecto sobre la enseñanza superior en un cimbel para distraer la atención de la polémica sobre la financiación y el ideario de los colegios religiosos, y son esos mismos sectores, que apoyan denodadamente el proyecto de Estatuto de Centros Docentes y contemplan des aprobadoramente la neutralidad de la ley de Autonomía Universitaria respecto a las subvenciones a las universidades de la Iglesia, los que empiezan ya descaradamente a propugnar la devolución de este último texto al poder ejecutivo.

La ley de Autonomía Universitaria ofrece una amplia superficie para las dudas, las discrepancias y las críticas. Principios en sí mismos válidos, como el acercamiento de los costos reales a las tasas en los casos en que los alumnos estén en condiciones de pagarlas, como la selectividad o como el derecho a la investigación, adolecen de suficiente concreción y especificación. Tampoco están resueltas las eventuales contradicciones entre este proyecto y los estatutos vasco y catalán. Y no son pocas las excrecencias en el texto de aquellos puntales y remiendos con que algunos ministros del último tramo del anterior régimen -especialmente Villar Palasí- trataron de contener con escasa fortuna el derrumbamiento del viejo y pesado artilugio de la deteriorada universidad de la posguerra. La ineficacia administrativa, el peso en su funcionamiento de influencias corruptoras o mafiosas, las diferencias entre profesores numerarios y profesores contratados y el frondoso universo de centros creados de forma tan ligera como arbitraria por el franquismo amenazan igualmente con perturbar el escaso ámbito de autonomía de las universidades y reducir el vuelo del proyecto a una simple descentralización administrativa, con el Ministerio de las Universidades desempeñando el papel de hermano mayor para reprender, obstaculizar o coartar.

Pero esos aspectos de la ley de Autonomía Universitaria, que podrían ser mejorados a su paso por el Congreso, no son los que mueven a los sectores de UCD a crear el clima de inquietud y descontento propicio para la devolución del proyecto al Gobierno, tarea a la que, consciente o inconscientemente, la izquierda parlamentaria contribuyó con sus virulentos e indiscriminados rechazos del texto. La razón es que, en tanto que la financiación estatal de los colegios privados se hallaba inicialmente incorporada al proyecto de Estatuto de Centros Docentes, la ley de Autonomía Universitaria parte de criterios distintos y aun opuestos.

De una parte, propone que la universidad, como servicio público, sea costeada no sólo por los Presupuestos Generales del Estado, sino también por quienes utilizan sus prestaciones, pueden pagar tasas complementarias en función de su nivel de renta y no deben cargar íntegramente el peso de un servicio que sólo a ellos beneficia sobre el resto de los contribuyentes. De otro, establece que los fondos públicos, especialmente limitados en una época en que la crisis fiscal del Estado se acentúa y cuando queda por delante la ingente labor de hacer gratuita toda la enseñanza preuniversitaria, deben aplicarse prioritariamente a reconstruir el desvencijado y semiderruido edificio de la universidad pública. En definitiva, lo que escuece a esos sectores de UCD, hasta el punto de convertirlos en promotores de la devolución del proyecto al Gobierno, es el artículo 13 de la ley, que exige la intervención de las Cortes Generales para la creación de universidades privadas y que aclara que ese eventual reconocimiento «no implicará la concesión de subvención económica con cargo a los Presupuestos Generales del Estado».

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