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Del desencanto a la nostalgia

Ni en serio ni en broma, con Franco no vivíamos mejor. Con Franco no luchábamos mejor. Con Franco ni siquiera vivíamos igual. Ni con rabia ni con nostalgia vale el juego del nada ha cambiado. Quizá con Franco los héroes resultaban más visibles, pero eso es cosa suya.En Euskadi, la broma ha encarnado en un tejido de nostalgias que se transparentan, aunque sea en forma parabólica, incluso en opiniones de portavoces de la izquierda. En unos, porque durante el franquismo real estuvieron callados -quizá ausentes, quizá absortos-, amablemente exiliados, o en actividades de intendencia; útiles, pero en las que se desconoce el verdadero silbido de las bofetadas. Otros, porque cada uno cree que la guerra empieza cuando él es llamado a filas. Otros aún porque la urgencia, o la necesidad, de magnificar la propia acción exige manifestar al enemigo. El caso es que todos olvidan que cuando se puede decir, por escrito o en público: este régimen es una dictadura, es que ese régimen no es una dictadura, porque las dictaduras impiden cuidadosamente su definición. Al actual sistema político le brotan con demasiada frecuencia excrecencias del anterior, hay silencios excesivos y complicidades múltiples con el régimen sustituido, la corrupción ha sido amnistiada y los tiros al aire siguen haciendo blanco, los herederos, urbanos o armados, ocupan espacios preocupantes, y todo eso se debe tener presente, conocer, analizar y definir con la mayor exactitud posible, denunciándolo e intentando acabar con ello. Pero este régimen no es una dictadura política y toda operación que arranque de ese planteamiento no se resolverá jamás. Las cosas no están como estaban. No es verdad que nada haya cambiado. Entre otras evidencias, porque antes los franquistas no estaban infiltrados, sino que estaban. Y los incontrolados figuraban en el quién es quién de la corte de los milagros. Y, entre otras cosas más, porque se dice «estoy muerto», puede que la agonía esté a punto de alcanzar su objetivo, pero no se está muerto, porque la muerte se caracteriza precisamente porque no permite hacer declaraciones. Y las dictaduras, tampoco.

Si se traduce represión por ocupación militar, con todas sus connotaciones, como he oído en el acto público de presentación de un libro en Bilbao, el día que un ciudadano recorre Bilbao-Bayona sin tropiezos, la credibilidad de las proclamas se debilita notablemente. Alguna vez, cuando, intentando precisar con exactitud la poco optimista situación real lo he expresado así, he obtenido respuestas airadas que, al mismo tiempo, en su falta de reflexión producida por la víscera bullente, me daban la razón: ¿Y cuándo sucede lo contrario y hay controles aquí y operación filtro allí? Eso es lo que yo digo, que un día, de repente, hay control y filtro, los he sufrido, pero que eso mismo borra la imagen de la ocupación militar, en la que nada de ello se produce por la mecánica del bingo, sino con una eficaz e insoportable regularidad. Porque, otra alusión a las obras completas de Perogrullo, cuando se dice que alguien, algún día, mata, es precisamente porque ese alguien no mata todos los días. En las ocupaciones sólo hay reglas. Cuando se producen también excepciones, éstas obligan a tener la capacidad política suficiente -lo que supone un esfuerzo y algún conocimiento que otro- para saber que se trata de algo distinto. Y quien dice en un acto público: estamos ocupados militarmente como Francia por los nazis en 1940, y después se va a cenar con los amigos, está extendiendo un aval al poder, y no al contrario. Que testimonien Francia y Argelia.

En sus tiempos, al franquismo no sólo no se le podía llamar dictadura, sino que ni siquiera se le podía llamar franquismo, se decía «el régimen». Durante muchos años no se pudo publicar «guerra civil», y llamar general al general Franco -sin el aumentativo que servía para decir Avenida del- podía creas problemas. Y son minucias, no como las monterías en el coto del coronel Eymar, que lo tenía propio y muy activo.

La extrema izquierda de Euskadi que dice que todo está como estaba, cierra el círculo iniciado por la extrema derecha, puesto que a la nostalgia de unos se une la presunción de otros de que todo sigue igual y, por tanto, lo mismo hubiera sido que continuara lo anterior; creciente decepción que me parece caricatura de una imagen apocalíptica buscada quizá para otras justificaciones. ¿Incapacidad para ofrecer una sociedad alternativa?

Ningún problema -y Euskadi los tiene enormes- se ha resuelto nunca planteándolo con los datos que nos gustaría que se dieran, sino con los que se dan. Y la situación ha variado. Y no lo ha hecho de forma anecdótica, sino que incluso son nuevos elementos tan importantes como las condiciones de intervención de los partidos obreros y nacionalistas, incluso radicales; entre los que queda alguno sin legalizar, que es batalla pendiente, pero que no convierte la situación en idéntica por mucho complejo de ombligo que se posea. Existe la libertad sindical y es posible la aparición de la prensa de izquierda y aun de extrema izquierda («para los obreros la palabra libre es pan y aire») y la posibilidad de intervenir e influir en una cultura hoy inexistente o ruin, si se tiene capacidad para ello. Sé que esta posibilidad está limitada por cuarenta años de mordaza y secano, pero nunca se empezará si se parte de que todo sigue igual.

La situación lleva a ciertos antifranquistas desencantados a adoptar la actitud -¿o es aptitud?- franquista de esperar a que alguien resuelva las cosas y nos devuelva el encantamiento. El desencanto, en cuanto corresponde a desilución, se hace desencantamiento en cuanto se asume como pérdida del embeleso. El desencanto de tantos que apenas hicieron ni hacen esfuerzos por cambiar, me recuerda aquella frase paródica de Jeanson: «Yo no te esperaba y tú no viniste, qué hermosa coincidencia.»

La tentación del catastrofismo suele ser, en el diagnóstico social, la hipertensión que produce la conciencia de la incapacidad. La baja tensión es el desencanto. El catastrofismo tiene que arrancar de que todo sigue igual. Igual a Franco es Suárez; lo idéntico al suarismo es el franquismo. La incomprensión hacia Euskadi a mí me parece evidente, así como ciertas formas de represión, ahora más sutiles o quizá más selectivas. También me parece evidente el antivasquísmo de una parte de la opinión y medios del Estado, e incluso la mirada bizca con que

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Del desencanto a la nostalgia

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algunos nos observan ahora con «simpatía». Las trabas, unas políticas, otras administrativas, otras incluso con apariencias de cientifismo, a la recuperación del euskera, me siguen pareciendo evidentes y denunciables. Pero no identificables. No estamos como estábamos, y las guerras no pueden prolongarse para que el que no pudo, no quiso o no se atrevió a participar en su momento pueda hacerse ahora la foto de recuerdo. Porque la cabeza izquierdista de esa pescadilla intransigente que se nutre de irracionalidad, oportunismo, demagogia o de la búsqueda obsesiva del yo-protagonista, está a punto de morder la cola derechista de la nostalgia cuando dice: nada ha cambiado. Que significa: con Franco estábamos mejor. Ni siquiera igual, mejor; porque con Franco, al menos, la solidaridad internacional era tangible. Mi oposición al suarismo, mis reticencias frente a la situación, en general, y, en particular, a la década que se abre con una derecha que tiene los ojos rojos, una censura que coletea -El crimen de Cuenca, El proceso de Burgos-, una degradación cultural evidente, las amenazadoras ofensivas de todas las ortodoxias o un paro de escalofrío, no me llevan a creer que nada ha cambiado, ni, por cierto, al desencanto. No sé si porque no estaba encantado o porque me aojó Mandrake.

Con franco vivíamos peor. Mucho peor. Con Franco casi no vivíamos. La obligación de ser mudos nos obligaba a jugar a ser ciegos. Es cierto que puede comprobarse la prolongación de lo que Umbral llama el tardofranquismo, que va más allá de lo que otros llamamos el franquismo senil, porque el franquismo senil acaba con el punto más alto de la senilidad, que es la muerte, y el tardofranquismo es transmisible, pero aun así no supone el franquismo puro y duro. Por ejemplo, y si no recuerdo mal, Marcos Ana fue condenado a muerte, aunque conmutado, por escribir un periódico clandestino en el penal de Burgos.

Algunos dicen: todo está como estaba, vivimos bajo una ocupación nazi. Y, para que conste, lo escriben en periódicos legales.

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