Los regímenes
Hace poco se lo decía yo a Carmen Diez de Rivera:
-Lo que pasa en este país, Carmen, es que no tenemos un Régimen bueno o malo, sino varios Regímenes.
Esto se ve bien en cualquier gran acto oficial, conmemoración, cosa, y la teletonta (que no parece tan tonta, a juzgar por los informes que se viene marcando este periódico), recoge involuntariamente esta pluralidad y convivencia de varios Regímenes en un solo travelling histórico: los restos de una dictadura, los fastos de una monarquía, las estructuras de una democracia, las nostalgias azañistas de una República.
Son como capas geológicas superpuestas que se nos revelan en el helado al corte de quienes ya no tomamos helados, ay, por la faringitis. La democracia se ha resuelto a su manera, pero los otros sistemas practican junto a ella el alterne y el descorche en un vivaqueo muy madriles.
Las esbeltas legiones de ángeles añil de la violencia que periódicamente caen sobre la contestación pasota de Malasaña, o las últimas acuñaciones españolas del franquismo, con o sin divorcio de por medio, lucen mayormente en celebraciones de alta solemnidad totalizadora (confusionaria) de la vida nacional.
La monarquía, tan recortada y atenida en lo que a los propios monarcas se refiere, no deja de tener sus apoteosis sepia (el sepia es el color de la nostalgia) entre quienes han decidido instalarse y vivir para siempre dentro de un romance de Agustín de Foxá, conde de lo mismo.
La democracia, como he dicho aquí hace poco, es hoy una democracia de la legua, más que de la lengua, que anda por los caminos de España con su bululú, diciendo las verdades que Madrid calla. Y la República, por su parte, es un modelo entre la nostalgia y el futurible, entre el sombrero duro de Azaña y la gorrita a cuadros cuadrados del canciller Schmidt.
Según soplen los vientos y la pulmonía velazqueña del Guadarrama, somos en Madrid una cosa u otra: franquistas desde la tele, monárquicos desde el ABC, demócratas desde el café de San Jerónimo, con leones y cronistas ucediarios que todavía piden recado de escribir, como Emilio Carrére, para cantar la democracia como musa del arroyo y amada mal vestida.
Republicanos, en fin, o cuando menos repúblicos, desde los suplementos literarios y los colorines dominicales. En «El año cultural español 1979» (dirigido por Andrés Amorós), veo yo también esta convivencia y connivencia de Regímenes en lo cultural, este compadreo/chalaneo/cachondeo/recochineo. Antonio Vilanova me invita a dar una conferencia en la Universidad de Barcelona y dice que los chicos me esperan. Voy a ir, claro, pero me pregunto: ¿a quién esperan, al Umbral pasé, al «portavoz rojo de los rojos», señor ministro, al castellano de Castilla, al eterno rondador de Cataluña, al demócrata, al republicano, al que se sienta en las consolas borbónicas de La Zarzuela, como anota Vizcaíno-Casas en su diario íntimo?
Porque ocurre que uno mismo, por estar tan al día, vive esa pluralidad de días, de idus, de gentes, esa simultaneidad de Regímenes que hoy es España. Todos nos hemos quedado a vivir en la Constitución como en uno de esos pisos desalquilados de General Fanjul o por ahí, que los hijos de la ira y de la calle ocupan mediante el expediente de la patada a la puerta. Yo diría que el secreto de que esto no se haya ido ya a tomar por retambufa es el delicado y peligroso equilibrio entre los varios Regímenes que verbenean hoy dentro de Régimen. Más vale.
Manuel Vicent y otros solanescos me invitan a pregonar el entierro de la Sardina en homenaje, memoria y reivindicación del pintor y escritor Solana, pero a uno le parece que aquí todas las sardinas están por enterrar, a nadie se le manda a casa, y no sólo los ex-ministros, sino incluso los ex-Regímenes tienen renta vitalicia de respetabilidad e intangibilidad. ¿A cuál nos apuntamos, Carmen?
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