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La recuperación de un mundo perdido

De todos los aspectos posibles de la literatura de Manuel Llano hay quizá un par de ellos que explicarían, por una parte, su olvido durante todos estos años, y por otra, el particular interés que tiene ahora, en el momento en que se intenta su recuperación. Manuel Llano, rigurosamente contemporáneo a los hombres del 27, aunque tal vez más cercano en sus preocupaciones y en su modo de escribir al populismo regeneracionista del 98, es, además de un excelente prosista, una vía, hermosa y asequible, de conocimiento de las costumbres, tradiciones, mitos y paisajes en los que los hombres de la Cantabria actual esperan encontrar sus raíces.Se trata, claro, de una cultura en trance de desaparición, que ya Manuel Llano sentía en peligro, y que, fascinado por la belleza impecable de aquel mundo recordado de generación en generación, fue transcribiendo y fijando, en un trabajo que tenía mucho de antropología y ciencia del folklore, pero que sobre todo cargaba su escritura de poesía, de genuina literatura. Es, globalmente, la vida del campo, sus personajes y sus conductas, su lenguaje, transcrito en una especial tensión de acercamiento a la voz hablada, a sus variantes populares y dialectales. Son las viejas costumbres, por las que los hombres de la Cantabria campesina se adecuaban al paisaje en que nacieron. Y son, sobre todo, los restos del que fue universo precristiano, de la mitología lunar y matriarcal del orden antiguo, de aquella sociedad que debió existir en Cantabria antes de la gran revuelta, del gran cataclismo social que debió suponer la instauración del poder patriarcal.

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Traslado de los restos de Manuel Llano al panteón de hombres ilustres de Santander

Según recoge Manuel Llano, el panteón antiguo cántabro debió estar presidido por una diosa: la Anjana, el nombre de la que Robert Graves ha llamado la Diosa Blanca, la Luna, y que Llano dibuja, con muchas variantes y también con muchas caras -la divinidad matriarcal es múltiple- como esencialmente buena, nocturna, blanca, que durante el día habita en una gruta rodeada de árboles, que conoce y da el don de la de profecía, el premio, el castigo y la fecundidad. Se enfrenta a un oponente masculino monstruoso, el Ojáncano, un dios vegetal, de único ojo en la frente a la manera de los cíclopes, pero con los colores de los prados y los árboles, el rojo y el verde, responsable de todos los desastres de la naturaleza desatada, y únicamente sometido a la divinidad no natural, al Ama de casa, de Robert Graves, a la Anjana. Por debajo, y aún más degradados por las sucesivas religiones patriarcales, una serie de personajes míticos, divinidades domésticas y de la naturaleza, debían explicar la vida en el orden pacífico. El Trenti de los zarzales y bosques, el trasgo de las casas, los familiares y las mozas del agua son sólo algunos.

Y mucha fuerza debieron tener para que Manuel Llano haya podido volver literatura algunos de los antiguos ritos aún vivos, y recoger oraciones y conjuros que todavía ayer rezaban los campesinos montañeses para invocar el poder de la rendida diosa, pese a los siglos de subordinación al Padre Eterno.

Si los críticos consideran la mejor de sus obras Dolor de tierra verde, un relato terrible de la guerra inmediata y aún no terminada a su muerte, no van a faltar tampoco en su recuperación Pabel o Brañaflor, allí donde las tradiciones y su forma de ser contadas se vuelven definitiva literatura y, al tiempo conocimiento de lo que fue y tal vez pueda cambiar lo que será.

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