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Tribuna:En torno a la universidad
Tribuna
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Aceptación, enmienda o rechazo global al proyecto de ley de autonomía

Durante treinta años hemos estado hablando de la reforma universitaria. Se ha investigado, se han organizado seminarios, se han publicado libros. Cientos de comisiones han presentado documentos sobre la universidad. Estos documentos han conducido a proyectos de ley, pero cada proyecto se ha considerado o demasiado moderado o demasiado progresista. Cada proyecto originó años de discusión y controversia dentro de las universidades; los estudiantes han suspendido con frecuencia las actividades académicas para presentar sus reivindicaciones. Vivimos en un clima de compromiso precario porque las viejas leyes están anticuadasContra lo que pudiera creerse, las anteriores palabras no se han escrito en España, a la entrada de 1980, sino hace más de dos años, por el profesor Salvo Mastellone, refíriéndose a Italia. El riguroso paralelismo de situaciones es, pues, preocupante. De aquí que, si no quiere seguirse la «vía italiana» hacia el caos universitario, convenga meditar sobre la moraleja que este autor propone: «Es importante evitar prometer una reforma y luego no llevarla a cabo: las largas discusiones sobre la reforma tienen el riesgo de causar el caos en la universidad; la peor de las reformas es mejor que ninguna reforma».

Como puede verse, el problema universitario no es original de España ni tampoco las reacciones públicas que provoca el proyecto de ley que ha sido enviado a las Cortes. Ahora se trata de saber si la solución va a enderezarse por caminos enérgicos y hasta traumáticos, al estilo francés, eficaces al estilo alemán o, por el contrario, va a desembocar en la parálisis indefinida de tipo suramericano.

Lo grave de la situación española no es su deterioro actual (puesto que realmente su pasado no ha sido nunca excesivamente glorioso), sino su incapacidad de reacción, que amenaza en convertir en endémico el «mal universitario». Entre nosotros, al igual que ha sucedido en Italia, cualquier proyecto de reforma es bloqueado simultáneamente por la derecha e izquierda extremas. Al menos aparentemente, porque la realidad es que quien imposibilita el movimiento son los intereses enquistados en la universidad, sean de profesores o alumnos. Apurando las cosas, es fácil constatar que, al amparo de disquisiciones teóricas, lo que de veras se discute son las condiciones profesionales de quienes viven de la universidad o aspiran a aprovecharse de los beneficios de los títulos que expende. Los individuos realmente interesados por la universidad, quienes están a su servicio y no pretenden que la universidad esté al servicio de ellos, combaten muy razonablemente el actual proyecto de autonomía universitaria, en cuanto que no remedia del todo su tremenda frustración vocacional; pero ven en él, al menos, una rectificación del actual estado de cosas. Ahora bien, quienes sienten heridos sus intereses personales o corporativos o sus cómodas perspectivas de futuro le han declarado la guerra sin cuartel, no tanto para mejorar el texto como para impedir que prospere.

En este sentido, el proyecto es valiente y el Ministerio no ha esquivado el peligro de afrontar la situación, asumiendo la responsabilidad de una reforma, que forzosamente había de concitar a tantos enemigos, máxime cuando afirma sus pilares en las progresivas ideas del servicio público, de la solidaridad interuniversitaria y de la participación social. Tres ideas que superan la vieja concepción de la autonomía universitaria como acantonamiento de privilegios en beneficio de los grupos que viven parásitariamente de la institución, y que, por tanto, obligan a repensar el tema desde unas coordenadas nuevas, a las que los universitarios no están acostumbrados. Por ello, si no se toma conciencia de este cambio de nivel que se ha producido, las discusiones que están apareciendo puedtn fácilmente convertirse en diálogo de sordos.

Seamos coherentes: si se predica que la universidad no debe estar separada de la sociedad, hay que aceptar las consecuencias de este principio y no rasgarse las vestiduras ante un proyecto que inserta en la organización universitaria representantes de la sociedad. Parafraseando una conocida expresión, la universidad es algo demasiado serio como para dejarla exclusivamente en manos de los universitarios.

Si se predica que cada universidad no es un cantón independiente, hay que aceptar que la autonomía universitaria no es sólo una cualidad de cada universidad aislada, sino de todo un sistema coordinado, en el que el Consejo General de Universidades es pieza clave, que juega como alternativa al viejo centralismo ministerial.

Y si se acepta que la universidad es un servicio público, hay que aceptar también la intervención de los poderes públicos en garantía de los derechos de todos sus usuarios y no únicamente de sus funcionarios.

De esta manera, la tradicional re,lación bipolar Ministerio-universidad se transforma en un pluralismo de raíz constitucional, en el que cada universidad, las universidades en su conjunto, las comunidades autónomas, la Administración del Estado y la sociedad encuentran el lugar que les corresponde.

Ni que decir tiene que este modelo es nuevo, quizá demasiado nuevo, imaginativo y optimis, por lo que nada tiene de extraño que no pueda ser asimilado de pronto por quienes esperaban un simple retoque al modelo tradicional. De aquí el inicial desconcierto que ha producido el proyecto y la variedad de las reacciones: favorables unas, con las naturales reservas; contrarias otras aún, reconociendo sus aciertos parciales, y otras, en fin, empeñadas en bloquear el proyecto a todo trance. La polémica así surgida promete ser fértil y ha de contribuir a aclarar mucho las cosas y a formar el juicio de los parlamentarios en el momento en que las Cortes Generales pronuncien la última palabra, que les corresponde de forma exclusiva en un sistema democrático.

En cualquier caso, el problema no estriba en rectificar puntos concretos del texto, dado que todo proyecto es perfectible por definición, sino en resolver sobre la oportunidad del mismo y de la reforma por él planteada; o, lo que es lo mismo, si deben seguir las cosas tal como están, dejando que se pudra irremediablemente la cuestión, o si vale la pena asumir una idea nueva, una concepción original de la universidad.

Alejandro Nieto es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Alcalá de Henares.

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