La situación en Afganistán bajo el dominio soviético es caótica
Tres semanas después de que Babrak Karmal derrocase a Amin, la situación en Afganistán es caótica. En estos veinte días se ha iniciado una gran operación para crear un régimen popular. El presidente se prodiga en alocuciones y ruedas de prensa, donde pronuncia idénticas frases: condenas a la banda de Amin, a Estados Unidos y la CIA, y alabanzas a la Unión Soviética. La proclamación de la amnistía general ha costado, paradójicamente, dos muertos, en el transcurso de una jornada que pudo terminar en masacre.La Administración del país no existe, se está construyendo desde los eslabones más bajos: todo ha sido barrido para dar paso al grupo de los triunfadores, la facción Parcham (comunista prosoviética) del Partido Democrático Popular de Afganistán. Los carros de combate y las metralletas es lo único que sostiene en estos momentos a un país sometido totalmente a Moscú, cuyos dirigentes lo planifican desde el Kremlin y cuyos funcionarios lo organizan desde Kabul.
Por otra parte, desde Pesawhar, ciudad paquistaní fronteriza con Afganistán y utilizada por la guerrilla musulmana antisoviética como base de operaciones, nuestro enviado especial Félix Bayón, informa que el presidente paquistaní, Zia Ul Haq, se ha declarado contrario a desatar la «guerra santa» contra los soviéticos invasores de Afganistán.
La jornada de luto nacional celebrada el domingo en Kabul honró a los dos infelices manifestantes que el pasado viernes quisieron ser los primeros en abrazar a alguno de los 146 prisioneros políticos, miembros de la familia real, encarcelados desde hace seis años que fueron puestos en libertad en olor de multitud, en la ya famosa bastilla de Pule Charkli, a veinte kilómetros de Kabul.
Los medios de información habían anunciado que el día 11 serían puestos en libertad nuevos prisioneros políticos. Según cifras oficiales, en el país hay más de 10.000 presos políticos. Miles de personas se dirigían hacia Pule CharkIi. Era viernes y se celebraba una festividad religiosa rigurosamente mantenida por todos los regímenes.
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Los soviéticos controlan toda actividad ante la indiferencia de la población afgana
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La prisión es una fortaleza, en medio de un llano, construida por el príncipe Daud -que en 1973 derrocó a la monarquía feudal-, rodeada por un foso de separación y enormes verjas de entrada. Las puertas se abrieron y por allí pudieron pasar a un patio junto a los periodistas occidentales, miles de personas que empezaron a clamar por la ejecución de todos los ministros de Amin, que se encuentran en la citada prisión, al tiempo que gritaban «No queremos rusos».
El clima fue haciéndose tenso, y los manifestantes, dentro del amplio patio, se dirigieron hacia las dos entradas laterales que conducen a las galerías de los prisioneros. Los soldados soviéticos que mantenían vigilancia en el patio se veían en la imposibilidad de contener a la multitud. De improviso se escucharon ráfagas de ametralladora, disparadas desde la parte alta de las murallas; dos hombres quedaban muertos, uno totalmente cubierto de sangre, pues le habían alcanzado en plena frente.
Tres autocares trasladaron desde Pule Charkhi a Kabul a centenar y medio de presos. Atrás quedaban los dos primeros mártires del nuevo régimen, y la sensación de terror en el pueblo. Sin embargo, la costumbre de esta violencia no hace ley en sus conciencias y siempre espera que sea para mejorar, aunque en estos momentos la sabiduría popular acierta en su respuesta, y cuando a nuestra llegada a Kabul preguntamos al taxista que nos trajo del aeropuerto cómo iba la situación, nos respondió: «Parva nist» («no le importa»). Los habitantes de Kabul soportan ya con indiferencia cualquier situación. Están acostumbrados. La mayoría son pequeños artesanos y comerciantes que viven de mantener dieciséis horas al día sus persianas abiertas. La experiencia les ha hecho saber que al oír el primer disparo deben cerrar inmediatamente su negocio, y así lo hacen. No quieren saber nada de regímenes políticos. La opinión general sobre este golpe de fuerza es negativa. Tan negativa como lo fue con los anteriores, aunque en esta ocasión mezclan a «los rusos» y su actitud ante todo lo soviético no es favorable. Sino todo lo contrario.
La ciudad parece normal para quien venga por vez primera, pero no es así. Continúa el toque de queda. De ciudad turística ha pasado a ser centro de combate, y no hay más que ir al «cogollo» de la población a Chitken Street (llamado así desde la época de dominación inglesa), para que todos y cada uno de sus habitantes muestren, cuando saben que no eres ni de unos ni de otros (soviéticos o americanos), su indignación por la usurpación que se hace al pueblo de sus derechos.
Taraki ha reaparecido, tímidamente, en los posters que hace menos de un año inundaban cualquier tienda de los bazares. Las fotos de Karmal se venden en las esquinas, paradójicamente, por pequeños muchachos que lo ofrecen a cualquier precio. En los tenderetes de libros están Lenin y Brejnev en el idioma del país. La tienda dedicada a los libros soviéticos sigue vacía.
Mientras tanto, el aparato administrativo sigue su curso. Han cambiado todos los gobernadores de las veinticuatro repúblicas. El comité central del Partido Democrático del Pueblo está ahora formado por los nuevos y jóvenes miembros. A diario la radio y televisión, como una guía telefónica, transmiten nuevos nombramientos.
Todo se hace en función de unas directrices que apuntan al mejor servicio al grupo comunista dominante. El tema de los religlosos musulmanes habrá que tratarlo con más cuidado, pero es importante. Nadie puede olvidar el fanatismo de los musulmanes y la gran fuerza conseguida después de los acontecimientos de Teherán. En este país también tiene su importancia.
Al margen de cualquier circunstancia, en Kabul, oficialmente, sólo cambian moneda imperialista: libras, marcos o dólares, en los bazares y en las pequeñas tiendas, por vez primera, rublos. El negocio es el negocio.
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