Las comillas y el gato
Desde hace algún tiempo -no sé qué tocará hoy- me vienen poniendo comillas en la palabra spleen que rotula esta columna, y yo no diré si eso está bien o mal, pues que ignoro las artes gráficas (también las artes gráficas), pero sí diré que, humildemente y desde la poca opinión de mis páginas no de opinión, lo prefiero sin comillas. Por ética y por estética.Me molestan, con perdón, unas comillas tan altas, tan grandes, tan visibles, y me molesta, sobre todo, o me duele y cansa, que un sentimiento tan europeo como el spleen, algo que por sí solo podría hacernos entrar en el Mercado Común, siga siendo en nuestro país cosa entrecomillada, forastera, parentizable. Spleen, en una de sus acepciones inglesas, es una suerte de poético desencanto de las cosas, una como cortés displicencia que algo tiene que ver con las maneras del dandismo, y si lo he incorporado a mi lema periodístico, no es porque me sienta o crea dado o dotado de spleen, sino por el spleen del gato.
La verdad es que miro en torno el país, por fuera, y encuentro que falta ese modal, como otros de la cultura europea, entre las gentes nuestras, y me miro por dentro en torno de mí, y también encuentro que no me lo encuentro: carezco del sosegado spleen que divulgo. El único spleen que elegantiza mi casa es el del gato, y quizá los gatos son los únicos individuos nacionales capaces de spleen. Por eso todavía los españolitos del año 2000 los persiguen a pedradas por el garaje. Decía Eugenio d'Ors, sobre el que acabo de dar una conferencia en Barcelona:
-Nadie tan inteligente como el gato, que ha conseguido ser el compañero del hombre sin dar nada por su parte.
Qué sabios los sabios de las artes gráficas en este periódico. qué artistas los gráficos que siguen entrecomillando spleen, qué sabedores de que no hay tal en España, que ese sentimiento no es nuestro. ni esa palabra, que lo nuestro es el melifluo del Opus o el energúmeno de Dios y la Patria, y apenas tenemos, en la literatura ni en la política, un hombre capaz de spleen.
Mientras escribo, aquí en el campo, recuerdo al gato, solo allá en Madrid, en una casa que se hace enorme para su brevedad, transeúnte silencioso y armónico de unos salones que crecen al paso de su sigilo. Entre la sardina prevenida de la cocina y el sofá con el hueco de mi cuerpo, donde le gusta sustituirme y meditar (yo no medito nunca, ay, y así me va), el gato es el violín del tigre, un ser irreprochable e inútil que no me va a agobiar, a la vuelta, con la manifestación perruna y casi obscena de su gratitud. entre jadeos y lengüetazos, sino que se limitará, como siempre. a esperarme en la puerta (habiéndome presentido desde la escalera), con la cabeza baja, sabedor de que le alzaré a mi altura para mirarle en sus ojos, donde, como dijo Neruda, «hay números de oro».
Eso es spleen, queridos nacionales, eso es lo que tenemos que aprender de nuestros apedreados gatos. Decía Ruano, describiendo cierto Madrid infame: «Un Madrid como visto por la pupila de un gato de solar muerto a cantazos.» Con esa pupila han visto Madrid las últimas víctimas callejeras de la política energuménica que se está haciendo por la extrema derecha, la policía espontánea y los incontrolados ideológicos. No, no tenemos derecho a una palabra como spleen, porque lo nuestro es el trazo grueso, el grito escrito en un almagre de sangre, en un almagre que tacha todo el albo Almagro nacional. Demasié too much, el spleen, para nosotros. Rechazo los extranjerismos como suplencia de todo lo que no se puede decir en castellano, y creo que en cualquier lengua puede decirse todo. Pero el anglicismo, en este caso, aparte su larga tradición literaria, viene a decirnos lo que nos falta: spleen. Como el spleen no lo pongo yo, lo preferiría -perdón- sin comillas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.