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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Azaña

POCOS HOMBRES, públicos han sido víctimas de tantas calumnias, improperios y vilezas como Manuel Azaña, sobre todo después de la sangrienta contienda fratricida que costó la vida de cientos de miles de españoles, el exilio o el ostracismo de la flor y nata de la inteligencia española y el desmantelamiento de los cimientos construidos a lo largo de la Restauración y de la II República para la edificación de un Estado y una sociedad civil modernos. El primer centenario del nacimiento de aquel gran escritor y notable político, es una buena ocasión para reflexionar no tanto sobre los logros y fracasos de nuestro último regeneracionista como acerca de la incapacidad de nuestro país para asumir el legado de su propia historia y rendir homenaje a las escasas figuras de la vida pública española que sobresalieron de la mediocridad, el conformismo y la vulgaridad, que tan abrumadoramente conformaron nuestro pasado y amenazan todavía con aplastar nuestro presente.El recuerdo de Manuel Azaña es, en verdad, un molesto recordatorio para todos los que consideren la política como una profesión, sustituyen las ideas por el pragmatismo y renuncian a un proyecto de Estado y de sociedad por el simple acomodo dentro de unas estructuras de poder a las que consideran más como domicilio privado de ambiciones personales que como plataforma para la transformación de los hábitos de comportamiento y los valores motrices de la colectividad a la que gobiernan. La historia de España contemporánea se halla tan espectacular y dolorosamente ausente de auténticos hombres públicos y tan colmada de medianías a las que ni siquiera el aura del poder logra hacer dignas de respeto, que la contradictoria, polémica y escindida personalidad del que fuera presidente del Gobierno y jefe del Estado durante la II República se instala, por encima de sus carencias y de sus defectos, en un punto de referencia insoslayable para todos los que se preocupan por las posibilidades truncadas de nuestro pasado.

Manuel Azaña no fue sólo uno de los más grandes prosistas de nuestro siglo y un impresionante orador, que demostró que la eficacia de los discursos puede descansar en las ideas y no en los trucos retóricos o la fotogenia. Su actividad pública a lo largo del primer bienio fue una tentativa, no por fracasada menos digna de estima, de transformar la realidad española de acuerdo con una tradición de pensamiento que se inscribe en nuestra historia con igual o mejor derecho que otras corrientes ideológicas que pretenden abusivamente monopolizar el dominio de nuestro pasado en nombre del espíritu tridentino, del aborrecimiento por la Ilustración y de la condena del triple lema de la Revolución Francesa. Heredero del erasmismo, de la silenciosa y semioculta veta de heterodoxia que Menéndez Pelayo, a la vez condenó y descubrió, del siglo de las luces y del jacobinismo, del krausismo y del regeneracionismo, Azaña, sin asumir por entero ninguno de los componentes de ese heterogéneo legado, convirtió en el eje de su acción política un acendrado españolismo y el propósito de orientar a la sociedad de su tiempo hacia la libertad, la razón y el laicismo. Tras la exhortación orteguiana a construir ese Estado del que nuestro país carecía, Azaña, en los albores de la II República, se esforzó, con independencia de los errores que pudo cometer en la realización de su programa, por dotar a la Administración civil de esos instrumentos que la influencia de otros hipertrofiados poderes institucionales habían hasta entonces coartado o anulado.

Después del Concilio Vaticano II, la política azañista respecto a la Iglesia católica puede ser anacrónicamente motejada de sectaria o extremista. Sin embargo, una reconstrucción histórica honesta de las actitudes y posiciones de los contendientes en aquel enconado conflicto, a la vez ideológico, político y de intereses, forzosamente habrá de distribuir las responsabilidades y las culpas de forma equitativa y de eliminar cualquier maniqueísmo en los juicios. Ni la jerarquía eclesiástica de los años treinta era la de los años setenta, ni la CEDA era la Democracia Cristiana de la Europa antifascista de la posguerra, ni el joven Gil Robles era el culpable exiliado que desde Portugal condenaba al franquismo. De otro lado, la reforma militar de Azaña se anticipó sorprendentemente al actual diseño de los ejércitos europeos y a los principios de subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil de nuestra actual Constitución. Aunque la, reivindicación de la tierra para los campesinos que la trabajan haya sido en gran parte desdramatizada por los progresos del capitalismo agrario y por la emigración hacia las ciudades, la reforma agraria en la década de los treinta era una condición indispensable para la modernización y el desarrollo de la economía española, que Azaña, inequívocamente comprometido con el sistema de valores de la burguesía, trató de impulsar. La batalla contra el analfabetismo y por la expansión y calidad de la educación pública fue otro de los objetivos que el presidente de la coalición republicano-socialista durante el bienio 1931-1933 consideró prioritarios. Y un español tan profundamente patriota como Azaña fue también el patrocinador de la solución autonómica para los viejos contenciosos con las nacionalidades históricas.

Ni que decir tiene que Manuel Azaña no pudo escapar a los condicionamientos de su época, ni superar las debilidades de su carácter, ni domeñar las fanáticas fuerzas destructivas nacionales e internacionales que llevarían a España, primero, y a todo el continente europeo, después, a un sangriento holocausto. Las contradicciones de un desgarrado tejido social le relegaron, cuando en la primavera de 1936 fue elevado a la presidencia de la República, a un papel más de espectador que de actor. El pesimismo de la inteligencia no fue compensado, en el caso de Azaña, por el optimismo de la voluntad, sino reforzado por el escéptico desánimo que le produjo el comprobar que los demonios de la guerra civil derribaban por los suelos su proyecto de modernización de España en el marco de una República burguesa, laica, liberal y europea. El autor de Invención del Quijote, en cualquier caso, mantuvo con dignidad y estoicismo, como presidente de una República -la de la guerra-, que ya no era la suya, su apuesta perdedora en nombre del mismo idealism o que le hizo abandonar la seguridad y la tranquilidad de su mesa de escritor para lanzarse a combatir a unos molinos de viento que resultaron después mortíferos gigantes.

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