El regreso de Sísifo
Asistimos en los últimos tiempos a una resurrección de la memoria de Albert Camus, tras el largo purgatorio en que cayó su obra después de su trágica muerte, hace ahora veinte años, que pareció ejemplificar en su momento la victoria del absurdo sobre su combatiente. Pero mucho me temo que esta resurrección venga acompañada de un malentendido más, al estilo de los que tan frecuentemente le acompañaron en su vida y en sus triunfos. Hoy, por ejemplo, sabemos ya que la adscripción de Camus al existencialismo no era más que un trompe-l´oeil de la época. En sus años Finales, a raíz de la publicación de La caída, del Premio Nobel y de su búsqueda de la trascendencia, se le quiso convertir en un cristiano sin Dios. Ahora, su resurrección llega acompañada por los tambores de la nouvelle philosophie, pero sólo en la parte reductora de un anticomunismo visceral. Vuelve, pues, la cadena de malentendidos, rodeando a uno de los artistas más irreductibles. puros y honestos (de la literatura -y del pensamiento- universal. Decía Camus que aprendió la libertad «no en Marx, sino en la miseria». Hijo del lumpemproletariado colonial, nació justo en vísperas de la primera gran guerra del siglo, y cuando sólo contaba un año, su padre, jornalero. caía en la batalla del Marne. Este huérfano inteligente y esforzado advirtió desde el principio en su propia carne que «los hombres mueren y no son dichosos». Esta primera definición elemental del absurdo fue la intuición inicial de un pensamiento que los propios pensadores relegan al terreno de la literatura, siendo así que no hay filosofía perpetuable que no se ancle en la escritura. Escolar y estudiante brillante, periodista, hombre de teatro -y aun deportista, hasta donde su mala salud se lo permitió-, filósofo y narrador, la vida de Albert Camus, en su combate contra la desdicha, fue una frenética carrera contra reloj. No hay que olvidar que alcanzó el Nobel a los 43 años y que, falleciendo tres después, había dirigido periódicos, publicado más de veinte libros y miles de artículos, escrito y adaptado una decena de obras teatrales. No hizo otra cosa en su vida que bajar al fondo del abismo para volver a recoger la roca, pues, a pesar de todo, «es necesario imaginar a Sísifo feliz». La simplicidad de su estilo es tremendamente engañosa. Basta comparar El extranjero con su primera versión, esa narración póstuma que se publicó bajo el título de La muerte feliz, que. si bien era un texto mucho más juvenil e inexperto. apuntaba ya sus obsesiones fundamentales hasta en su propio título. Muerte feliz suena mucho a Sísifo dichoso.
Camus trabajaba sus textos, los calculaba minuciosamente, y la pureza de su estilo, su pasmosa sencillez y eficacia, son el resultado tanto de una actitud vital como de una sabiduría implacable. Bien: Camus cayó en el purgatorio. Pero mucho me temo que haya sido un purgatorio fabricado por elitistas e intelectuales, por políticos y filósofos. En realidad, el pueblo nunca ha dejado de leerle, sus libros se encuentran en todas las colecciones de bolsillo del mundo entero, se reeditan y siguen ocupando los primeros lugares en las listas de ventas de la literatura francesa de este siglo. En castellano, su obra se conoció, en medio de prohibiciones -Camus, cuya madre era de ascendencia mallorquina, fue simpatizante de los republicanos y antifranquista del principio al fin-, desordenadamente y en textos poco fiables y mal traducidos, con excepción de la gran versión que Rosa Chacel efectuó de La peste. Hasta la edición de sus obras completas en castellano no ofrecen traducciones aceptables. Camus forma ya parte del bagaje cultural de los jóvenes de este siglo. Y muchas de sus aparentes debilidades o de interrupciones de su pensamiento en las puertas del compromiso no son más que las exigencias que su misma concepción del mundo le imponía. Camus, por encima de la moral laica y de su frase «hay que ser santos sin Dios», nos propone la exigencia de la acción y el compromiso dentro de una ética que no admite trampas. Fue comunista y abandonó pronto el partido, y dejó de ser compañero de viaje -el viaje de la Resistencia y del combate, codo a codo con sus antiguos camaradas- cuando se descubrió la existencia de campos de concentración en la URSS. Sartre y Camus polemizaron entonces. Camus renegó de «esa revolución que no es compatible con el honor y la dignidad», como dice uno de los personajes terroristas de su obra Los justos.
Calígula quería la Luna, y por amor de la vida ejerció la destrucción. El artista Jonás -en uno de los relatos de El exilio y el reino-, triunfador y extraviado en la locura, escribe al final una palabra. No se sabe si dice solitario o solidario. En realidad, aquel hombre rebelde que señalaba «no haber otro problema filosóficamente serio que el sucidio» encontró las razones para vivir y rebelarse en su antigüedad pagana, mediterránea, en la búsqueda de la felicidad dentro de la honradez más abrumadora. Su falta de ambigüedad parece perjudicarle. Pero sus raíces estaban en aquel joven que paseaba por las ruinas de Typassa, buscando el paraíso que este siglo le negó.
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