¿Un gozne de la historia?
SERIA UN punto banal cansar al lector sobre si la década de los ochenta comienza al término del año que ahora se inicia o simplemente ayer con la despedida cronológica de 1979. Los períodos históricos, aun los artificialmente mensurables por decenios, no suelen corresponderse exactamente con los diferentes calendarios y sí con estados de ánimo de cada sociedad y con ese cada día más interrelacionado sentimiento internacional de que una forma de entender los valores de la existencia gira sobre una bisagra.Así las cosas, tanto da que se inicie el año chino del mono, que se encuentre en sus comienzos el 5740 judío o estemos en el 1400 musulmán. Las cronologías tienen históricamente escasa relación con los guarismos redondeados, y la realidad es que esta sociedad -ya la mundial- comenzó a rodar sobre su gozne con la frustración del 68 francés, el conflicto armado chino-soviético del 69, la crisis energética del 73 y la primera guerra perdida por Estados Unidos -la de Indochina- en el 75. En ese lapso de siete años, múltiples acontecimientos políticos, desde el hundimiento de la vía chilena al socialismo, con la consiguiente consolidación de dictaduras en el Cono Sur latinoamericano, a la reinstauración de la democracia en España, terminan por perfilar nuevos horizontes aún no explorados que encuentran sus últimas consecuencias en la revolución iraní, el giro conservador de las democracias europeas, el enérgico arranque del papado de Wojtyla y las aún no asumidas popularmente consecuencias, a escaso plazo de la penúltima revolución industrial plasmada ya en las recientes generaciones de ordenadores y en las variantes preestablecidas, que afectan a las fuentes energéticas convencionales.
Tampoco es ocasión de amargar un comienzo de año derramando sobre una población cada año menos «nacionalizada» -o autárquica perspectivas apocalípticas referidas a posibilidades de conflictos bélicos a gran escala (ahí están, para inaugurar el año, las declaraciones del Papa o de los dirigentes chinos) o análisis de prospección sobre todo el cúmulo de carencias materiales que en los próximos años se ciernen sobre las poblaciones económica y socialmente asentadas y relativamente satisfechas.
El caso es que no es aventurado estimar que, en efecto, está girando el gozne de la historia y que se avecinan años de prueba y confrontación para la Humanidad. La sociedad española debe entenderlo así, sin dramatizaciones «caseras», por cuanto el cúmulo de datos indefectiblemente «grapados» por la economía, la tecnología, la geoestrategia y hasta esa siempre indeleble corriente de las ideas y la historia abocan hacia años difíciles en los que presumiblemente será preciso aferrarse a un nada desdeñable resurgir de valores cívicos y morales, de corrientes de solidaridad, de altas valoraciones de la tolerancia, recientemente perdidos en una década pasada que a la postre se significó por la sangre y cierto grado de barbarie para con los hombres.
No es descabellado suponer que los españoles no encontrarán los mejores años de su vida en la década que ahora se inicia; acaso nos esperen privaciones y, sin duda, intereses encontrados para que no encontremos la paz civil de los viejos filósofos. Va a ser duro el esfuerzo de la sociedad de este país por encontrar los valores que movilizan siempre a una nación y que no se encuentran en «acuerdos-marco», en maniobras partidistas cara a las elecciones de aquí a tres años, ni en soberbias gubernamentales sobre décadas y más décadas de instalación en el poder.
Cuando chirría el siempre mal engrasado gozne de la historia, las sociedades, individualmente, tienen que ofrecer lo mejor de sí mismas en su capacidad de ilusión, en sus sugerencias intelectuales y en sus ofertas de futuro, aunque sea a corto plazo. El Gobierno de este país, su oposición, sus minorías extraparlamentarias, tienen al filo de esta bisagra (invisible pero que advierte al menos avisado de los ciudadanos) la obligación de arriesgarse a sugerir opciones individuales y colectivas, hablar con claridad a la población, resucitar la confianza en las instituciones de la democracia parlamentaria, abrir los grandes debates que afectan a la identidad del individuo y avivar, en suma, alguna chispa de esperanza en hombres y mujeres que se resisten intelectualmente a creer que el siempre equívoco paso de una década a otra tiene que acarrearnos inevitablemente mayores dosis de decepción social, de crisis económica, de agnosticismo en las relaciones internacionales, de «ateísmo económico» y de desesperación individual. Los años ochenta pueden ser para el mundo y para este país años de ilusión y no de desencanto. Todo depende de la capacidad de los políticos -y también de las bases que los sustentan en las democracias occidentales- por saber escapar de los últimos sopores que caracterizaron a los años setenta y despertar para los poderes públicos la llamada a la imaginación que resumió el mejor eslogan de aquel mayo francés -utópico sólo por ucrónico- que marcó el comienzo de un período que termina en estas fechas.
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