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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El síndrome de Teherán

HA TRANSCURRIDO ya más de un mes desde la insólita decisión iraní de tomar como rehenes a 49 diplomáticos Y funcionarios de la embajada de Estados Unidos en Teherán. Este secuestro de ciudadanos de nacionalidad norteamericana, acogidos, de añadidura, a los beneficios de la inmunidad diplomática reconocidos por convenios de Derecho internacional suscritos por Irán, persigue forzar a Washington a la entrega de Reza Pahlevi, ex emperador de Irán, para ser juzgado por sus compatriotas, así como la confiscación y devolución al Tesoro Público persa del cuantioso patrimonio situado por el ex sha en el extranjero, a nombre propio o de su familia. Y la prolongada retención puede transformarse incluso en un procesamiento bajo la acusación de espionaje.Se halla fuera de discusión que las autoridades de Teherán han cometido, y siguen perpetrando, una violación sin justificación posible de las normas de Derecho internacional y de los usos no escritos que regulan las relaciones entre los diversos sujetos que forman la comunidad de las naciones. Ni siquiera en las situaciones de mayor tensión. inmediatamente posteriores a la caída de un régimen por la violencia, las nuevas autoridades -revolucionarias o contrarrevolucionarias- han procedido al secuestro del personal diplomático de los países que apoyaban al anterior Gobierno. Así, el general Pinochet, pese a que rompió las relaciones con La Habana, permitió el desalojo de la embajada cubana en Santiago y la salida de sus funcionarios. Tampoco hay precedentes de que el triunfo de un movimiento revolucionario haya sido seguido de represalias contra los representantes diplomáticos de los países que mantenían una estrecha alianza con el sistema derrocado. Si a esa inexistencia de antecedentes se une la claridad de la letra y del espíritu del Convenio de Viena de 1961, rubricado por Irán y otras 130 naciones, se comprende el asombro y la indignación internacionales frente a ese inaudito secuestro.

Y también el temor. Porque la ya prolongada detención, contraria a derecho, de los ciudadanos norteamericanos y la pretensión de «legalizar» ese secuestro con un procesamiento por espionaje podría forzar al Gobierno norteamericano, tan dependiente siempre de la opinión pública, y más aún en un año de elecciones presidenciales, a decisiones militares cuyas consecuencias son imposibles de calcular y que por tanto, no excluyen el desencadenamiento de un conflicto a escala mundial.

El presidente Carter ha mostrado una elogiable prudencia y sentido de la responsabilidad en este conflicto. La decisión de recurrir, el 29 de noviembre, al Tribunal de la Haya, indica bien a las claras su voluntad de agotar todas las vías para una solución jurídica. Pero nadie debería olvidar que, cualesquiera que sean las críticas que puedan dirigirse a la política exterior norteamericana, el Gobierno de Estados Unidos no es una dictadura que imponga férreamente su voluntad dentro de su país, sino, por el contrario, una instancia de poder sumamente sensible a las presiones sociales. Los movimientos de opinión dentro de Estados Unidos desempeñaron un papel no desdeñable en la retirada norteamericana de Vietnam y en el fin de aquel espantoso apocalipsis. Pero también pueden servir de fulminante para una intervención armada en Irán.

El caso es que, precisamente por lo compulsivo de las relaciones internacionales entre naciones regidas por regímenes políticamente contrapuestos y entre países con muy distintos niveles económicos y militares, la inviolabilidad de las representaciones diplomáticas (los inmuebles y las personas) debe ser sagrada y defendida por encima de cualquier otro principio. Si se degrada la tesis de la inviolabilidad diplomática -y la prolongación del secuestro de diplomáticos estadounidenses en Irán contribuye a ello- , sentaremos las bases para que en un futuro se inviertan los términos ahora planteados en Teherán: que una nación poderosa, en el uso de su fuerza, violente o coercione a los representantes diplomáticos de una nación débil.

Así, el largo asalto a la embajada estadounidense en Irán es condenable internacionalmente por cuanto, pese al poderío estadounidense, consagra la presunta validez del principio de fuerza en la negociación diplomática. Mal que les pese, las turbas del ayatollah Jomeini no están haciendo valer principios de mesianismo islámico, de «justicia popular» o de revolucionarismo utópico; están haciendo valer el principio del chantaje por medio de la fuerza bruta y de los hechos consumados, por encima del respeto equitativo y universal de que todos los diplomáticos son igualmente inviolables y respetables. Una vez aceptado ese síndrome diplomático iraní, cualquier atropello en las relaciones internacionales es posible, se institucionalizaría la ley de la selva, la ley del más fuerte en cada situación concreta, y toda la delicada trama de la política internacional quedaría arrumbada.

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