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Cuarenta años de la muerte de Freud, el confidente de los sueños

Sigmund Freud, con su mujer y su hija Ana, abandona Viena, ocupada por los nazis, en 1938. Llega a Londres el 6 de junio. Víctima de un doloroso cáncer, fallece el 23 de septiembre de 1939.La primera obra importante de Freud, Esbozo de una psicología científica (1895), sostiene que la vida es una cantidad de energía constante, emanada de excitaciones internas o externas. Se trata, como dice Mac Intyre, de la cantidad de la materia en movimiento de Engels. La energía aumenta, progresa, disminuye. Así, el desplacer es la acumulación de energía o cima de la tensión, y el placer es la sensación de descarga, el fin de la tensión, la liberación placentera de una carga de energías físicas. Tal es el punto de partida de Freud: la ciencia natural de la corporeidad anatómica o la tensión sexual fisica. Más tarde, en Tres ensayos sobre la vida sexual (1901), construye sobre esta base concreta, materialista, energética, el concepto de líbido o energía psíquica de las pulsiones sexuales. El deseo es, así, una idea encamada, una pulsión espiritual y material a la vez. Y, como dice exactamente Ricoeur, La interpretación de los sueños es heredera directa de la psicología científica. El sueño, realización de un anhelo reprimido, descubre el inconsciente al abrirnos las puertas de los más viejos y, profundos deseos. Ahora bien, los sueños esconden las pulsiones, las disfrazan, son el contenido latente. Su interpretación saca a la luz el contenido manifiesto, descifra el lenguaje secreto de los sueños. Pero el sueño durante la noche no reposa, trabaja sin cesar, opera mediante la condensación y el desplazamiento, es decir, la síntesis lacónica y la transferencia. Todos estos elementos del sueño están dirigidos por una sobredeterminación, multiplicidad del pensamiento central del sueño. En Psicopatología de la vida cotidiana (1901), Freud se ocupa de los errores involuntarios que cometemos, de los olvidos, de los actos frustrados, de todas las manifestaciones del inconsciente individual. Tres ensayos sobre la vida sexual (1901) y su trabajo sobre Las pulsiones y sus destinos (1915) culminan su teoría del deseo.

La trieb o pulsión originaria que confirma el narcisismo es la reserva de energía primitiva y, a la vez, representa el cuerpo en la psique. Estas pulsiones son arcaicas y primitivas. En Tótem y tabú (1912) nos explica Freud el origen histórico de la pulsión. La historia del hombre comienza por un asesinato: el del padre de las hordas primitivas, a quien odian sus hijos y envidian su poder, porque dispone de todas las mujeres. Asesinado y devorado por sus descendientes, el crimen es rechazado, pero resurge en el sacrificio totémico. El tótem es el animal sacrificado y representa al padre, asesinado de nuevo en el rito. El tabú establece la prohibición de relaciones sexuales entre la familia, es decir, la condenación del incesto. Ya en su Análisis de la fobia de un niño de cinco años aparece formulado el complejo de Edipo como prohibición del acto sexual con la madre y odio del niño al padre, que impide la realización de ese deseo ancestral. «¿Quién no ha deseado matar a su padre?», exclama Iván Karamazov. Comienza así el niño a vivir con el sentimiento de una culpa originaria que opera como un control oscuro, un freno de sus impetuosidades energéticas y vitales.

En su obra El Yo y el Ello analiza la estructura interna del hombre instintivo que se divide en Ello, Superyó y Yo. Del primero nacen todas las pulsiones que nos desbordan; el Superyó establece la censura, la prohibición; el Yo es el centro que media entre los rigores de la censura y las pulsiones. El Yo reflexiona, calcula y es débil al oscilar continuamente entre las fuerzas impetuosas que recibe y los severos controles que lo paralizan. Por esta razón, la psicología americana de Hartmann, Ernst Kriss y Lowenstein trata de lograr la adaptación y sumisión de los hombres al mecanismo social capitalista, mediante el fortalecimiento del Yo y su predominio en el conjunto del aparato psíquico.

Más tarde, Freud comienza, en Más allá del principio del placer (1920), aponer en duda, a discutir su propia concepción de la energía pulsiva. Ya la satisfacción no nos satisface porque engendra conflictos y perturba nuestra aceptación al mundo exterior. La líbido es un instinto primitivo que debe someterse a la realidad del mundo. Su pensamiento se eleva después a una mitificación progresiva; de la teoría científica de las pulsiones pasa a una especulación metafisica y romántica, donde el principio del placer es el impulso de vida, el eros, y el principio de realidad es Ananké, la fatalidad, necesidad o el destino. Sin embargo, Freud, antes de hundirse en la mitología, va a matar, en El porvenir de una ilusión, a su propio padre y al de todos, el Dios uno de las religiones, el oro bizantino de la cultura, el Edipo que cohíbe y aplasta, el que impide la libre realización instintiva, el creador de la sociedad patriarcal. Por fin, en Malestar en la civilización (1930), descubre que la cultura tiene, por fin, la represión de los instintos, la sublimación espiritualizada. La felicidad no es, pues, un valor cultural. De una crítica de estas concepciones últimas de Freud surgió el freudomarxismo. Así, Reich protesta contra la tesis de Freud que declara necesaria la represión de los deseos sexuales, para llegara la sublimación de la líbido, aprovechando su energía originaria para el trabajo y las obras de la civilización. Reich piensa que el complejo de Edipo es la invención de un interdicto. En una verdadera sociedad socialista no habrá complejo de Edipo, afirma Reich, pues habrá desaparecido la sociedad represiva que lo origina. Sólo una satisfacción material y sexual permite una auténtica sublimación.

La pulsión de muerte, Tanatos, busca, según Freud, destruir la vida, desorganizar el conjunto de la vida social civilizada. Y el deseo sexual es instinto de muerte, pues necesita la descarga absoluta, la pacificación de toda tensión, el amor intelectual espinosista. Así, el deseo sexual realizado es sadismo, aniquilación del deseo mismo. La vida alcanza su mayor grado de intensidad, dice George Bataille, en una monstruosa negación de su principio. El pez se muerde la cola, «la boucle est boucler». Freud niega, al fin de su obra, el principio pulsivo, energético, con el que había comenzado. ¿Este nihilismo o negación del ser, de la metafisica, que denunciaba Heidegger, no presagia la aurora de un nuevo conocer real científico? Así, Habermas y Alfred Lorenzer intuyen, en el método analítico de Freud, un historicismo, pues la historia individual es el objeto verdadero del psicoanálisis y no un simbolismo interpretativo.

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