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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Seis años de Pinochet

EL 11 de septiembre de 1973 -hace ahora seis años-, un golpe de Estado militar derrocaba al Gobierno constitucional de Salvador Allende. A partir de entonces, el general Pinochet es el dictador de un sistema político que ha elevado a condición de ideología oficial todo el legado de pensamiento antidemocrático de los sistemas autoritarios; entre otros, y marcadamente, el del franquismo. Los años siguientes al golpe están demasiado vecinos en la memoria como para que sea necesario detallar el elevado precio que en vidas humanas, persecuciones, exilio y represión contra las libertades se ha cobrado el pinochetismo. Paralelamente, el equipo de tecnócratas del general, bajo la dirección de los discípulos de Milton Friedinan y su escuela de Chicago, ha llevado a cabo una política económica estabilizadora que si ha contenido la inflación -cerca del 1.000% a la caída de Allende- y ha mejorado la balanza de pagos, lo ha hecho igualmente con un elevadísimo coste social en desempleo y condiciones de vida de la población. El reconocimiento del deterioro a que el trienio allendista había llevado al aparato productivo chileno no justifica en absoluto la dureza de la medicina empleada.Por lo demás, el momento actual de Chile merece también una reflexión política. El fracaso de la experiencia de gobierno de Unidad Popular, aunque insuficientemente analizado por los partidos expulsados violentamente, del poder el 11 de septiembre de 1973, ha tenido importantes consecuencias para la estrategia de la izquierda en los países de tradición parlamentaria y con fuerte implantación electoral de socialistas y comunistas. El «compromiso histórico» propuesto por Berlinguer a la Democracia Cristiana italiana nació de una reflexión sobre el caso chileno y de la constatación de que una mayoría del 51 % del cuerpo electoral (y menos una mayoría relativa) no puede suministrar la base social suficiente para transformar, respetando el marco constitucional y el sistema de libertades, las instituciones económicas, el régimen de propiedad y la forma de distribución de la riqueza de un país desarrollado o semidesarrollado. Ahora, los débiles forcejeos en el interior del sistema chileno para suavizar los rigores de la dictadura, liberalizar el régimen y establecer algunas mínimas garantías jurídicas para los ciudadanos, arrojan una enseñanza de signo inverso: tampoco el autoritarismo de extrema derecha es una fórmula política viable en sociedades donde el pluralismo negado en la ideología oficial se afirma y se abre paso en el terreno de las realidades cotidianas. Los intentos de apertura, todavía mínimos, que se registran en el Estado chileno no son así el fruto de la buena voluntad de los políticos, sino la respuesta a presiones que vienen del fondo mismo de la sociedad civil.

Alguna experiencia al respecto tenemos en España. Así como Pinochet tomó a Franco como modelo, los aperturistas chilenos parecen querer inspirarse ahora en aquellos fracasados intentos de institucionalizar el franquismo para darle un «rostro humano», respetando las líneas maestras del sistema autoritario pero permitiendo un cierto juego en su seno del «contraste de pareceres» y de las corrientes que aceptan el liderazgo del dictador. Al igual que en España, ese «espíritu del 12 de febrero» austral es un síntoma del deterioro del régimen autoritario, pero no una solución que pueda consolidarse. Varias son las analogías que pueden establecerse entre los casos español y chileno, tanto en su origen como en su evolución. Pero el tiempo histórico de los dos países es radicalmente diferente. Ni el contexto internacional ni la dinámica interna de la sociedad chilena hacen imaginable que el restablecimiento de las libertades en ese país hermano tenga que esperar cuatro décadas para hacerse realidad. En ese sentido es esperanzador que los conatos de liberalización de la dictadura de Pinochet hayan comenzado cuando el recuerdo de Salvador Allende sigue vivo en la memoria colectiva. Y no porque esos intentos de «buena» dictadura puedan producir un sistema viable, sino porque aproximan la fecha en que la sociedad chilena recupere el ejercicio de su soberanía y las libertades.

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