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Tribuna:
Tribuna
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Réplica a una entrevista

José Miguel Ullán: Me decido a formular esta breve protesta por la ligereza que usted cometió en su entrevista del pasado 21 de julio. Así, al mismo tiempo, dejaré sentada mi decisión de cambiar de conducta con los jóvenes entrevistadores que frecuentemente vienen a verme. Usted llegó enviado por un amigo mío, yo no conocía su nombre, pero le traté como amigo de un amigo y charlamos un buen rato amistosamente. No pensé que, con amistad o sin ella, usted iba a conducirse como un periodista... Ya me doy cuenta de que con esta frase -reconozco, exabrupto- puedo ganarme la enemistad de todo un gremio que tan profusamente gentil se ha portado conmigo. Sería una lástima, pero tengo que señalar ese peligro en que el escritor puede encontrarse al contestar con largueza a la metralla de preguntas que le asesta ¿un joven estudiante?... ¿Un joven escritor?... Sí, aparentemente alguna de esas cosas, pero en el fondo un periodista. Y un periodista está siempre acechándonos, atento a la frase que pueda escapársenos, susceptible de ser condimentada con la páprika que más deliciosa resulte a un lector, su colateral. De más está decir que nada más excitante, nada más estimulante del gusto que lo que directa o indirectamente despierte en las mentes confusas alguna sugerencia de tinte social o político... Es muy viejo el proverbio, pero es insustituible, ¡Miel sobre hojuelas! ... Por conseguir esa golosina, por ofrecer a sus lectores la ocasión de relamerse un poco, atropellan el sentido de cualquier relación humana, deforman o superlativizan cualquier juicio.El chaparrón de preguntas con que atolondran ustedes al incauto tiene, entre otras, la condición temible de no parecer jerarquizado ni apenas orientado. Aunque se empiece -aunque se entre desde la puerta- planteando un tema -siempre halagüeño y beneficioso para el escritor-, la conversación -charla, puesto que es un diálogo prefabricado por uno, aceptado por otro, carente de necesidad mutua de comunicación-, la charla se dilata, se va por los rincones, husmeando -como un gozquecillo capaz de desenterrar huellas de crímenes- los pequeños crímenes de juicios terminantes, de agudezas ¡de chistes!.... ese virus español, impune como un virus, mortífero como una puñalada trapera... Y así suceden esas cosas incalificables, indeterminables, porque es difícil recordar cómo se originaron... En este caso concreto, con un poco de esfuerzo pude localizar el principio... Fue usted el que pronunció el nombre de Alberti, recordando el capítulo de mi libro Saturnal, en el que puse como epígrafe el verso, «Yo nací', irespetadme!, con el cine». Claro que, como hablábamos de cine, parecía que íbamos a tomar ese derrotero, pero el tema Alberti ocupó un espacio. Recuerdo que yo comenté la pequeñez de su libreta de apuntes -hojitas no más grandes que una tarjeta de visita- en las que usted ponía apenas dos o tres palabras, y me aseguró que con eso tenía bastante. En efecto, para una libre interpretación hasta era demasiado... No voy a negar que hablé de la antigua belleza de Alberti y que añadí que ahora no está tan guapo como a los veinticinco años -cosa que, más o menos, a todos nos pasa-, y también dije que su poesía primera me gustaba incomparablemente más que la segunda... La forma exacta en que yo me haya expresado no la recuerdo, pero sí puedo asegurar que no cabía en su libreta y, tal vez por eso mismo, aunque le manifesté mi satisfacción por su conocimiento de mi libro, no me extendí mucho en el tema del verso, que pertenece al poema Carta abierta, poema que yo he, más que ensalzado, señalado como lo más representativo, lo más certeramente expresivo de la transformación que marcó a los del 27.. En otras ocasiones -creo recordar que en Buenos Aires, en un homenaje a Juan Ramónllegué a decir que ese poema podía ser el manifiesto de nuestra generación... Pues bien, con todo este doble fondo hablamos de Alberti y yo hice observaciones sobre su antigua belleza... La indiscreción y, hablando en plata, la indelicadeza que usted cometió poniendo este tema en letras de molde queda bajo su estricta responsabilidad personal; pero yo no quiero eludir la mía, que existe en mayor grado de lo que parece.

Mi relación con Rafael Alberti es verdaderamente ejemplar para la conducta de los españoles unos con otros. Rafael y yo nunca fuimos por el mismo camino, ¡pero! partimos del mismo punto. No importa que haya entre nosotros una diferencia de edad de unos cinco años, que seamos uno andaluz y otro castellano, que nuestra posición familiar haya sido muy distinta, el caso es que tenemos las mismas raíces, ¿intelectuales, culturales, profesionales?... Espirituales diría, por decir lo más esencial. Me refiero a las raíces que nos mantienen ligados a nuestra patria mística nuestro tiempo. Mirando la cosi -todas las cosas- desde el punto de vista biológico -el punto de vista que no yerra-, vemos la composición genética de lo que bullía en la segunda década del siglo con íntima, profunda, erótica cohesión embrionaria... ¿Se entiende?... Puede que alguien lo entienda y con eso basta... A través de innumerables avatares nos hemos desparramado por el mundo, pero no perdemos el apego fraternal a los viejos cachivaches del pasado, no dejamos de aludir en cuanto hay ocasión a aquello... ¿Te acuerdas?

Una querella trivial

Y ahora, en estos últimos días, se armó una querella trivial, por afectar a la parte femenina... En una entrevista -muy amistosa, por cierto-, Rafael, hablando de mí, dijo que «hace años, era muy morena»..., y yo me enfurecí porque nunca fui morena, nunca fui eso que se llama una morena. Debería abreviar estas trivialidades, pero no las abrevio, al contrario, me creo ya con suficiente autoridad para exponer mi trivialidad femenina como un hecho, como un valor, como un elemento digno de dejarse ver... Yo me enfurecí porque temí que alguien -alguien de hoy- creyese que yo había endosado el tinte -tinte de estilo, de personalidad, ¡de personal, ante todo- de las musas de Romero de Torres, cuando en realidad, en estricta realidad, ostenté el color -el estilo, carácter, persona- de los modelos de Goya... La diferencia es colosal... Y sucedió que días después de la entrevista en que habló Rafael, y días antes de la entrevista en que yo hablé, nos encontramos Rafael y yo en el banquete a Juana Mordó. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos y yo me apresuré a reprocharle su lapso: iCómo, yo una morena! ¿Dónde tienes la memoria?... Parecería que entre personas tan serias -yo ya secularmente seria, fuera de toda pretensión ostentosa dentro, quiero decir del sentido común, simplemente- habría quedado zanjada la cuestión... Pues no, no quedó; yo guardé, si no el rencor, la incomodidad, la comezón de algo que pasó raspante y hay que borrarlo frotando una vez y otra... Y nunca parece suficiente.

Esto suena a broma, pero en mí es tan implacable el afán de investigar porqués en los recovecos del alma que, con preferencia, con microscopio electrónico los persigo en la mía hasta detectar la seriedad de estas cosas que parecen broma. ¿Cómo calcular -ni siquiera como visión imaginaria- la red de asociaciones que pueden en su momento -en cualquier momento- culminar, presentarse o imponerse en una forma de imperceptible semejanza? Quiero decir que nunca -en su esotérico proceso- usan de la palabra delatora, nunca repiten aquello que tejió la red, pero incontenibles irrumpen como conceptos, como ideas o imágenes de la misma calaña, de la misma especie biológica, ya que es en su vital existir donde se corresponden sus equivalencias esenciales... Creo que con este autoanálisis queda bastante dilucidado mi ataque a la antigua belleza de Rafael Alberti. Claro que no fue sólo de eso de lo que hablé con mi interlocutor. Recuerdo -sin haber tomado apuntes- que hablé de la maestría del verso en Alberti, de su dominio y predilección -casi podría decir, querencia- por el verso clásico... Estoy segura de que alrededor de esto dije mucho más, pero poco interesante. ¿A qué lector de periódico le importa que un escritor -de los que se habla- tome el partido del verso clásico?... En cambio, si se insinúa simpatía o repulsión hacia algún tema candente, eso ya vale la pena.

Y también otro tema sumamente aciual se podía bordear -adornar, amenizar- con mis opiniones: el tan rebullente feminismo. Sobre esto ya he expresado en público suficientemente y con especial violencia entre -o ante- las feministas. Con especial, especialísima violencia, porque el tema no me es indiferente, atacando y censurando los innumerables errores que lo desdibujan, pretendo colaborar en él. Pero había que sacar nombres y salió el de mi querida María Zambrano... Se habló de ella, se la destacó como ejemplar singularísimo por su excelente formación, tan bien compensada por su capacidad creadora. Yo manifesté mi admiración por ella y recalqué lo de su singularidad; le di un rango en mi preferencia que excluía -excluir, eliminar, destruir cuando es posible, siempre es interesante- toda otra actividad que no quedase dentro del clima aquel de la década de oro... En fin, mi opinión tajante, bien destacada, podía definir mi actitud ante el prójimo y, especialmente, ante mis congéneres.

Y quiero dejar puntuado lo que al principio expuse como mi futura actitud con los entrevistadores. Con todo esto, ¿irán a desaparecer de mi órbita, irán a sumirse en el silencio o se presentarán con las más solapadas intenciones?... Ya veremos. Es increíble lo que nos queda por ver. En otros tiempos, el periodista era bastante silvestre -aunque algunos escribiesen muy bien-; pero ahora tienen título, cursan estudios que les dan un rango académico y se nos presentan como colegas, vienen a charlar, a hablar con nosotros -de nosotros, se diria-, pero es frecuente que sea para hacernos hablar a nosotros de los otros...

Hace ya muchos meses, apareció en el Boletín de la Fundación March un excelente artículo de Angel Benito sobre el código de honor del periodista. La exposición es clara y terminante. Pero también es clara y terminante la del código que sistematiza lo criminal. Los grandes delitos están en él expuestos con sus correspondientes penas, y también los pequeños; pero éstos pueden hasta ponerse de moda. Hubo una rac ha de exhibicionismo -cuando todavía no andaban sueltos los desmanes demasiado gruesos- que consistía en robar ceniceros o cucharillas. Pequeños atentados a la propiedad -abalorios o dijes de anarquismo doublé- que cualquiera podía permitirse sin riesgo... Así proceden a veces los entrevistadores que están al acecho de las chucherías, bibelots o baratijas que uno pone sobre la mesa, a ver si pueden escamotear alguno... Y siempre pueden porque uno, generalmente, tiene ganas de hablar con los jóvenes; son el futuro, son los que van a seguir, y uno, con las ganas más inaplacables de seguir por los siglos de los siglos, sabe que sólo seguirá en ellos y vuelca sus menores tonterías, sus más íntimas y delicadas ocurrencias pidiéndoles con un tácito clamor-: ¡Guardadlas bien, que no se pierda ni una!... Si esos jóvenes se presentasen como los policías, enseñando en la puerta el carné, la conducta del investigado sería otra... Claro que nada de esto pasa con los investigadores conocidos de antemano, porque, esto ante todo, ellos nos conocen y saben lo que tiene peso en nuestras palabras, lo que significa información sobre nosotros, porque la obtuvieron en forma más o menos confidencial. Esos no nos escamotean ningún cenicero...

Tal vez resulte mi réplica desorbitada, pero me detengo todavía a señalar el detalle más demostrativo. Es cierto que cuando usted me preguntó mi opinión sobre el cine español dije mejor no hablar... Que el cine español no es todavía una realización de acierto indiscutible, cualquiera tiene que convenir en ello, por tanto es mejor no hablar para no decir vaguedades de ingenuo optimismo o de vaticinio adverso. En fin: yo dije mejor no hablar y usted puso como epígrafe, en letras gordas, Rosa Chacel, del cine español, mejor no hablar. Lo que quiere decir, Mis amados lectores, quedáis informados de cómo habla Rosa Chacel del cine español.

Lo dejo aquí por no resultar pesada, no porque crea que la cuestión esté zanjada suficientemente.

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