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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un intento positivo

El teatro romano de Mérida se deshace muy lentamente. Parece que lo que queda del mundo antiguo no resiste nuestra atmósfera, nuestra civilización. Venecia se hunde; en Atenas se ha pensado encerrar las ruinas en gigantescas campanas de cristal; en Agrigento, por las noches, se saltan esqüirlas del Valle de los Templos para ponerlas como pisapapeles en Tokio o en Kansas City. El teatro romano de Mérida está mimado, cuidado. Dicen que si no hubiera representaciones podría resistir algún tiempo más; pero más vale que muera como teatro, con cierta vida dentro. Es su sentido, para eso fue construido. Que se le apuntale, que se le ayude en su vejez, como se hace.La tragedia antigua tampoco resiste mucho en nuestro tiempo. El esquema está siempre vivo y lo está en esta Medea: la mujer abandonada también hoy -con el racionalismo, la frialdad, el es cepticismo de nuestro tiempo puede matar a la rival, puede llegar al sacrificio brutal de sus hijos. Es algo que está en las páginas de sucesos de los periódicos. Está también la volubilidad del pueblo al comentar el suceso en diversos sentidos, al cambiar de opinión según su condición, su sexo, o los últimos datos que reciba: no se pierde el sentido de los coros. Pero falla la crónica. Corinto y sus problemas, la intromisión del rey Egeo de Atenas, la cuestión de los dioses, todos los largos antecedentes de Jasón y de Medea, la condición mágica y extranjera de ésta.

Medea, de Eurípides y Séneca; versión libre de Juan Germán Schroeder

Dirección: José Tamayo. Intérpretes: Nuria Espert, Carlos Ballesteros, Alfonso Goda, Maruchi Fresno, Manuel Gallardo, Antonio Corencia, Francisco, Portes, Maite Brik, María Jesús Sirvent, Pedro del Ríoy coros. Música de Cristóbal Haffifter. Trajes de Víctor María lortezao y Rafael Richart. Teatro romano de Mérida

Todo ello contaba para el espectador de entonces: como contaba el énfasis literario, que hoy no vale -la tragedia la cuenta el cronista de sucesos- El monumento arquitectónico es dificil de apuntalar; el monumento literario, también. La tarea la ha realizado Juan Germán Schroeder, una base en Eurípides, otra en Séneca -que no escribió su texto para ser representado, sino para ser leído: era una meditación sobre ciertos sentimientos humanos- y mucho de su propia inspiración y de su conocimiento. El texto queda un poco confuso: habla más a los conocedores que a los espectadores, y el público que va a Mérida -y esto es muy satisfactorio- es más de meros espectadores que de profundos conocedores. Se van intactos eslabones de la cadena de acontecimientos trágicos, se pierden palabras demasiado cultas; la falta de entrenamiento de muchos de los intérpretes hace que se pierda el ritmo de la prosa escandida en endecasílabos -generalmente-, y una falta de especialización de la compañía formada para el caso impide que tenga el tono de concierto que tendría que tener, a pesar del apoyo de los timbales y de la música de Cristóbal Halffter; a pesar del esfuerzo de dirección de Tamayo y de la buena voluntad de todos. Aparecen, de cuando en cuando, ráfagas de gran belleza, de gran emoción. Cuando coincide un gemido hondo de Nuria Espert -Medea-, la brisa mueve suavemente los peplos, se arremolinan hojas errantes y pasa un pájaro perdido por la luz de los focos sobre la nobleza de las viejas ruinas. Cuando un grupo queda bien compuesto y bien descompuesto, cuando se clava en un monólogo de Nuria Espert la dificil angustia, o cuando Francisco Portes relata un clímax trágico; cuando la tragedia llega directamente al público.

Se piensa en la Medea que, con los mismos elementos, podría haberse hecho con un año de tiempo, de estudio, de trabajo. Pero eso no está inscrito en las posibilidades del teatro español. Y no se puede cambiar lo utópico por lo real. En lo real está el trabajo de aproximación de Schroeder, no siempre logrado; la vieja experiencia y el conocimiento de los clásicos de Tamayo; el arranque trágico de Nuria Espert; la voz antigua de Maruchi Fresno; la buena y honda dicción de María Jesús Sirvent; la claridad de Pedro del Río; la comprensión y expresión de su breve texto por Francisco Portes; la planta de Carlos Ballesteros, el subrayado de la música, la belleza de los figurines de Víctor María Cortezo y Rafael Richart.

Está el problema del festival en sí. Hay una parte adversa: la de saber si la inversión merece la pena. Cuando se compara con la penuria del teatro de cada día, parece excesiva. Un gasto inútil. Pero cuando se ve el contacto de lo que se ha conseguido con el público, se puede cambiar de parecer, o, por lo menos, matizarlo. La inmensa mayoría del público era de la comarca; ese público está llenando el teatro y está apreciando la obra que se le da. Con todo su apuntalamiento, con todo lo que tiene de collage, mantiene el rito y el mensaje del teatro: hay una percepción sensorial de una belleza, de una cultura, de un intento. Hay una creación de espectadores, que siguen teniendo el viejo instinto no perdido de aplaudir precisamente donde hay que aplaudir, de apreciar lo que se puede apreciar. Parece un estímulo que sí merece la pena.

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